Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

—Si no pecas contra la razón, no lograrás nada en el mundo. ¡¿Sabes quién lo dijo?! Einstein.

La conversación seguía siendo incomprensible para mí. Tosí.

—Perdone —dijo Nikodímov turbado—. Nos apasionamos demasiado. Sus sueños no nos dejan tranquilos.

—¿Son sueños? —indagué dudoso.

—¡Ah!, ¿duda? Eso quiere decir que ha pensado en ello. ¿No cree que sería mejor empezar a aclararlo con su explicación?

Recordando la carcajada de Galia y sin temor a escucharla de nuevo, repetí obstinado el mito sobre los Jekyll y Hide que se encuentran en los cursos del espacio-tiempo. En mi relato imperaba el antimundo, la multiplicidad de los mundos y la mística; porque no tenía otra explicación. ¿Y en qué otra cosa podría creer?

Nikodímov ni se rió, sólo preguntó:

—¿Ha estudiado física?

—Sí, pero apenas un curso elemental —repuse mientras pensaba: «ahora empezará lo terrible». Sin embargo, Nikodímov sólo acarició su barbita y afirmó:

—Buena preparación es ésa. Y con la ayuda de esos conocimientos, ¿cómo se imagina la multiplicidad de los mundos? Digamos, por ejemplo, en las coordenadas cartesianas.

Escrutando mi memoria, encontré la utopía de Wells, donde mister Barnstaple recorre un camino sin doblar hacia los lados. Así se lo relaté a Nikodímov.

—Excelente —apuntó Nikodímov—, empezaremos desde ahí. ¿Con qué compara Wells nuestro espacio tridimensional? Con un libro en el cual cada página es un mundo de dos dimensiones. Siendo así, sería posible suponer la existencia en nuestro espacio multidimensional de mundos vecinos tridimensionales que se desarrollasen paralelos, relativamente, en el tiempo. Esto es según Wells. Cuando él escribió su novela, después de la Primera Guerra Mundial, el genial Dirac era aún muy joven. Dirac logró fama en los años treinta, al exponer su brillante teoría. Usted, naturalmente, se imagina lo que es «el vacío de Dirac».

—Más o menos —afirmé con cautela—. En general no es un vacío, sino algo así como una papilla neutrina-anti-neutrina, como el plankton en el mar.

—Muy metafórico; sin embargo, no deja de tener sentido —aceptó Nikodímov—. Así, este plankton formado por partículas elementales y este gas neutrino-antineutrino, forman como si fuera una línea divisoria entre el mundo con el signo de «más» y el mundo con el signo de «menos». Hay científicos que buscan el antimundo en otras galaxias; yo prefiero buscarlo aquí, junto a nosotros. Y no sólo busco la simetría mundo-antimundo, sino lo infinito de esa simetría. Así como en el ajedrez hay una variedad infinita de combinaciones, aquí también hay una variedad infinita de mundos y antimundos coexistentes. ¿Y cómo me imagino tal coexistencia? ¿Cómo una existencia geométricamente aislada, estable? No, de un modo completamente distinto. De una forma simple, pienso en lo ilimitado de la materia, en la eternidad de su movimiento capaz de crear todos estos mundos por una coordenada desconocida, o más bien, por cierta sucesión de fases…

—Entonces, ¿dónde está el movimiento corriente? —interrumpí perplejo—. Yo también soy una partícula de materia; sin embargo, me muevo en el espacio independientemente de vuestro cuasimovimiento.

—¿Por qué «cuasi»? Simplemente uno no depende del otro. Usted se mueve en el espacio independientemente de su propio movimiento en el tiempo; envejece por igual, ya en su casa, como en la calle. Pues, esto mismo ocurre aquí. Por ejemplo: en un mundo usted puede viajar en barco, y en otro, al mismo tiempo, puede jugar al ajedrez o comer en su casa. Además, en la repetición ilimitada de mundos, usted puede viajar, trabajar, enfermarse; aunque en otra cantidad incontable de mundos semejantes puede no existir, ya sea a causa de un accidente o por el hecho de que no nació. Espero que me haya comprendido.

—Sí, he comprendido.

—Necesita un ejemplo vivo para comprender, afirmó Zargarián. —Y, mirándome fijamente, agregó—: Imagínese un film. En un cuadro usted vuela en un avión, en otro dispara con una pistola, en otro es matado; en uno crece un árbol y en otro fue cortado; en uno la estatua de Pushkin está en el bulevar de Tverskói y en otro en el centro de la plaza. En una palabra, una vida en cuadros moviéndose, digamos, verticalmente, de abajo hacia arriba y al revés. Ahora, imagínese esta vida en cuadros, pero moviéndose horizontalmente desde cada cuadro, ya sea a la derecha o a la izquierda. He ahí un modelo aproximado de la materia en el espacio multidimensional. ¿Y cuál es la diferencia esencial entre el modelo y el objeto modelado?

No respondí. ¿Para qué adivinar?

—En que no hay cuadros idénticos; pero sí mundos.

—¿Mundos parecidos?

—No sólo parecidos —prorrumpió Nikodímov—. Aún no conocemos la ley por la cual se mueve la materia en esta dimensión. Tomemos como ejemplo la ley sinusoidal, la más simple, una sinusoide corriente: la variación más ínfima de la curva nos da la correspondiente variación de la función; o sea, otro mundo. Pero dentro de un período obtendremos aquel mismo valor del seno y, en consecuencia, aquel mismo mundo; y así sucesivamente hasta lo infinito.

—¿Quiere decir, que yo hubiera podido caer en un mundo como el nuestro? ¿Exactamente igual?

—Sí, y no hubiese notado la diferencia —respondió Zargarián.

—¿Y cómo se explica mi caso en el bulevar?

—Como lo explica usted: Jekyll y Hide.

—¿O sea, que Grómov llegó de otro mundo?

—Justamente. Posiblemente otros Zargarián y Nikodímov le cambiaron la conciencia a su «gemelo». Esto sucedió lentamente, no al instante. Su conciencia se opuso a la de Hide, luchó —aquí surgió ese dualismo de los primeros momentos—, después se sometió al agresor.

En el transcurso de la conversación, expresé la opinión de que mi desdichado episodio en el hospital fue un cambio de visitas. Nikodímov, dudando, dijo:

—Es posible, pero poco probable. Este era un Grómov parecido en muchos aspectos a su agresor: la misma profesión, el mismo grupo de conocidos, la misma situación familiar…; pero, ya le hablé sobre la posibilidad de identidad…

—Metafóricamente hablando —interrumpió Zargarián—, estuvimos en mundos cuyas fronteras tocan la nuestra, la rozan interiormente. Los llamaremos —convencionalmente por supuesto—: mundos cercanos. Pero son más interesantes aquellos mundos que cruzan el nuestro o que no tienen ningún roce con nuestro mundo. Allá, el tiempo o se atrasó o se adelantó. ¡Y quién sabe cuántos años! —Se detuvo; luego agregó como hablando consigo mismo—: «Tras cualquier abedul conocido desde hace tiempo…, en la oscuridad, surge de pronto lo misterioso, lo ignorado, lo raro y desconocido…»

—No calle, continúe —repuse con malicia, recordando esos mismos versos—: Luego, dice: «…qué triste es el viaje a lo desconocido. No todos llegan allá, a lo ignorado…»

En la mesa empezó a sonar el teléfono.

—No todos… —repitió Nikodímov pensativo—: Nuestro jefe no llegará allá.

El teléfono seguía sonando.

—Hablando de Roma… ¡No te acerques!

—De todas maneras nos encontrará.

El viaje a lo desconocido fue postergado hasta el encuentro de la tarde en el restaurante «Sofía», donde estaba asegurada una libertad completa, lejos de los jefes.

NOSCE TE IPSUM

No había nadie para conversar sobre lo ocurrido. Olga se retrasaba en la policlínica y Galia todavía no llamaba. A Kliónov, por su insoportable didáctica, lo evitaba cautelosamente. A causa de esto, huí también de las reuniones de la redacción.

Vagaba por la ciudad, para no llegar demasiado temprano al restaurante y esperar tontamente frente a su entrada. Me senté frente a la estatua de Pushkin esforzándome en concentrar mis pensamientos; pero lo oído por la mañana era tan nuevo y asombroso, que no podía meditar. Al fin, mi pensamiento empezó a valorar mi encuentro con los científicos: ¿qué encuentro era éste? ¿un éxito para un periodista o una amenaza para su vida, amenaza que encierra lo incógnito? Creí que era un éxito o, más bien, una suerte para un periodista. Si los conejos de experimentación pudieran razonar, seguramente se enorgullecerían de su contacto con los científicos. Me enorgullecía también yo. Yo había leído que los científicos se dividen en dos clases: románticos y clásicos. Clásicos son aquellos quienes desarrollan lo nuevo en base a lo viejo que ha sido afirmado y corroborado por la ciencia. Los románticos son los soñadores: los que se interesan por las ramas cercanas y lejanas del conocimiento. Desarrollan lo nuevo, no sólo con la ayuda de lo viejo; sino, frecuentemente, con la ayuda de asociaciones completamente inesperadas. Mi admiración por este último tipo de científicos, la expresé en el artículo que publiqué en una revista. Sólo los románticos son capaces de pecar contra la razón así, tan brillante e irrazonablemente. Y confieso que quisiera seguir tomando parte en este pecado.

Tales fueron los pensamientos que me acompañaron hasta la cita, a la que llegué un poco retrasado. En la puerta del restaurante me esperaban ya, el sonriente Zargarián y el modesto Nikodímov, opacado ante él, con un saco severo y pasado de moda. A Nikodímov le hubiese quedado muy bien el cuello alto almidonado que usaban a principios de siglo, pues poseía una severidad antiquísima. Por el contrario, Zargarián era sin lugar a dudas irresistible con su traje de dacron y su corbata juvenil.

Entramos y nos sentamos en una mesa solitaria que ocupaba un ángulo de la sala.

Después de comer, Zargarián, vertiendo coñac en las copas, dijo:

—Mi primer brindis será por los encuentros casuales.

—¿Por qué casuales? —inquirí.

—Usted no puede imaginarse el papel que juega en mi vida la casualidad. Casualmente conocí a Zoia y, por casualidad, por medio de ella, a usted. Hasta a Pável Nikodímov lo conocí de modo ocasional. Sucedió hace años, cuando leí un día su artículo sobre la concentración de biopolos sub-cuánticos, en el «Boletín de la Academia de Ciencias». Resultó ser, que nos acercábamos al mismo problema por diferentes caminos.

Recordé las palabras de Kliónov, las cuales afirmaban que ambos trabajaban en diferentes ramas de la ciencia. Quise preguntárselo, mas Zargarián, como comprendiendo mi pensamiento, agregó riendo:

—¡Qué extraña unión de física y neurofisiologia!

—¿Acaso lee el pensamiento? —pregunté inquieto.

—¿Y por qué no? Soy telépata. He estudiado profundamente mi especialidad; sin embargo, lo que más me atrae son los sueños. ¿Por qué vemos en los sueños, frecuentemente, aquello que no hemos visto en la realidad? ¿Cómo podríamos vincular este hecho con la doctrina de Pávlov, la que afirma que el sueño es un reflejo de la realidad? ¿Qué excitaciones ejercen influencia, en estos casos, sobre las células del cerebro? ¿Acaso las habituales: táctiles, sonoras, visuales, olorosas y auditivas? Si no es así, entonces debe existir una nueva variedad de excitación, desconocida hasta ahora…

En este momento comprendí, por qué mis sueños le habían llamado la atención: no eran reflejos de la realidad. Tales sueños eran vistos por muchas personas; pero les faltaba estabilidad: se olvidaban, se volatilizaban en la conciencia —como dijo Zargarián—, y, principalmente, no se repetían…

—Razonaba de este modo —continuó él—: según Pávlov. los sueños reflejan la realidad; mas si la persona sometida a prueba no la ha visto, entonces la ha visto otro. ¿Pero quién? ¿Y quién? ¿Y de qué modo lo visto por otro se graba en su conciencia?

Aquí le interrumpí:

—¿Entonces la galería, la calle y el camino hacia el lago con los que soñé, son sueños ajenos?

—Sin lugar a dudas.

—¿De quién?

—En aquellos años aún lo desconocía. Tenía la suposición de que era a causa de una transmisión hipnótica. Pero, el hipnotismo no existe de un modo fortuito, mágico, sino que es producto de una relación entre individuos, siempre dirigida del hipnotizador al hipnotizado. Sin embargo, en algunos casos no es así. Hice conjeturas sobre la transmisión telepática —en parapsicología, llamamos inductor al cerebro transmisor de señales y perceptor al que las recibe—, y, no pude encontrar al inductor. Como ejemplo característico están sus sueños estables. ¿Quién se los transmitió? ¿De dónde? Usted se perdía en suposiciones y conjeturas. Asimismo me perdía yo, inclinado a creer en otras existencias del hombre, en otra fase, quizás en otro mundo. Pero como todo esto era mística, me encontré ante una puerta cerrada. Me la abrió Pável Nikítich, o, más bien, su artículo. Cuando lo leí, exclamé: «Sésamo ábrete». ¿No fue así, Pável Nikítich?