Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Sonrió maliciosamente torciendo la boca y aseveró:

—A pesar de todo, el dueño de la situación soy yo. También yo puedo predecir tu futuro; y sin telepatía. Un servicio por otro.

—Por lo visto, ésta es una conversación entre hombres —dije riéndome—. Podríamos cambiar el futuro: tú el mío y yo el tuyo.

Él levantó las cejas sin comprender.

—Bueno, abramos las cartas. Si tú me llevas, hoy mismo, adonde los guerrilleros, yo te garantizo la vida hasta el final de este mes. No te tocarán ni las balas, ni las granadas, nada.

Seguía en silencio.

Y continué:

—Sólo pierdes una cosa muy insignificante: mi vida; y ganas un dineral: la tuya.

—Hasta fin de mes —dijo, riéndose sin ganas.

—Yo no soy todopoderoso.

—¿Cuáles son las garantías?

—Mis palabras y mis pruebas. Las has visto y te has enterado de las cosas que sé.

Empezó a meditar en silencio y paseando su mirada distraídamente por la habitación. Después, sirvió en las dos copas el resto del coñac. Como no había probado bocado, estaba borracho, y sus manos temblaban cada vez más.

Levantó la copa y musitó:

—Bueno, entonces: ¡buena suerte! Brindemos.

—No deseo beber —le dije—. Necesito la cabeza clara y manos seguras. Dame un arma, aunque sea tu «Walter», y amárrame las manos ligeramente para liberarme con facilidad.

—¿Y de qué modo te envío? Sabes que tengo jefes.

—He ahí. Envíame hacia los jefes de más rango por la selva.

—Tendrás que ir con el chofer y la escolta. ¿Te las arreglarás?

—¿No lamentas a tu escolta?

—Sólo lamento el auto —respondió ceñudo.

—Te lo devolveré junto con el chofer. ¿Vamos?

—Bien.

Acercóse al teléfono y llamó.

Quedé sorprendido por la rapidez con que resolvió todo. No pasaron treinta minutos, cuando el «Opel Capitán» rodaba ya con nosotros por el camino cubierto de una capa fina de nieve. Sentado a mi lado, con su metralleta sobre las rodillas, estaba el escolta, un alemán flaco, de rostro malvado. Su maldad me inquietaba tanto como la promesa que le hice a Müller, pues el que prometía era yo y no el Grómov que aparecerá en mi sitio. Pero, ¿cuándo sucederá esto? ¿Y dónde? Debía hacer todo lo posible e imposible para mejorar la situación del desafortunado Jekyll en caso de aparecer en el auto.

Tiré de mis brazos amarrados en la espalda, y la cuerda se distendió aunque no del todo. Sólo necesitaba un pequeño tirón para que mi mano derecha, liberada, empuñara el acero pavonado de la pistola. Ahora sólo debía esperar, porque el sexto sentido, o quizás, el décimo sexto, me hizo prever el acercamiento de la extraña ligereza, el vértigo, y la sombra que apagaba todo: la luz, los sonidos y los pensamientos.

Y, efectivamente, así ocurrió. Aparecí frente a Zargarián, quien me quitaba en la oscuridad los captadores.

—¿Dónde estuviste? —me preguntó, aún invisible.

—En el pasado, Rubén, por desgracia.

Suspiró ruidosamente, con pena. Nikodímov, ya visible, miraba la cinta sacada del container.

—¿Calculó el tiempo, Serguéi Nikolaevich? —me preguntó. ¿Cuándo entró y salió de la fase?

—Entré por la mañana y salí por la noche.

—Ahora son las once y cuarenta minutos. ¿Coincide?

—Aproximadamente.

—Entonces hay un insignificante retraso en el tiempo.

—¿Insignificante? —le pregunté riéndome con tristeza—. ¿Acaso veinte años son pocos?

—Cuando calculamos en milenios veinte años no es nada.

No me inquietaban los milenios, sino el destino de Serguéi Grómov, a quien abandoné hace un cuarto de siglo en un camino suburbano de Kolpinsk. Me figuro que él supo aprovechar su tiempo.

VEINTE AÑOS HACIA EL FUTURO.

El nuevo experimento empezó del modo habitual, como la visita a la policlínica. En vísperas del experimento, no me despedí de nadie, no reuní a mis amigos y no llegué al laboratorio acompañado de Zargarián en su auto, sino en el autobús.

Al entrar en la sala, Nikodímov, rápido como un rayo, me sentó en el sillón. No tuve tiempo ni de darle mi aprobación para la prueba. El tan sólo inquirió:

—¿Cuándo empezaron las contrariedades la vez anterior? ¿A la tarde?

—Quizás. Ya en el camino empezaba a oscurecer.

—Los aparatos grabaron el sueño, después el aumento de la tensión nerviosa y, finalmente, el shock…

—Es exacto todo.

—Pienso que podremos ahora prevenir las complicaciones, si es que surgen —afirmó. En este caso, lo haremos regresar a su mundo psíquico.

—Era esto precisamente lo que no quería —dije—. Ya lo saben.

—Sí, lo sabemos; pero no queremos arriesgarnos.

Zargarián, que había aparecido en la habitación blanco como un fantasma, tronó con voz estentórea:

—¿Y cuáles son los riesgos? ¿Quién está hablando de riesgos? Por un minuto de tu viaje, doy un año de mi vida. Esto no es ciencia, como cree Nikodímov, sino poesía. ¿Te gusta el poeta Voznesenski?

—Me agradan sólo algunas de sus obras —respondí.

Zargarián empezó a declamar:

«En horas del otoño… a través del bosque salpicado de hojas… furtiva y peligrosamente… vuelan hacia nosotros, como semillas…, destinos y nombres…»

Interrumpió la cita y preguntó:

—¿Qué recuerdas de estos versos?

—Sólo: «furtiva y peligrosamente» —contesté.

Ya no lo veía. Me hablaba desde las tinieblas:

—Lo principal es: ¡furtivamente! Seamos solemnes. Estás frente al futuro.

—¿Estás convencido de ello? —llegó hacia mí la voz apenas inteligible de Nikodímov.

—Por completo.

No escuché nada más. Los sonidos se apagaron y, en el silencio sepulcral empezó a oírse un zumbido monótono.

No había niebla ni silencio. Yo estaba en un sillón muelle cerca de una ventana. Junto a mí, y al frente, estaban sentadas personas desconocidas. El sitio parecía la cabina de un avión o el vagón de un tren suburbano, donde se sienta la gente en filas de tres, a ambos lados, con un pasillo por el medio de puerta a puerta. Este pasillo prolongábase unos cuarenta metros aproximadamente.

Mirando de soslayo a los vecinos y sin levantar la vista, me observé. Mis manos grandes, sumamente blancas y con la piel seca y limpia, como aparecen después de un lavado tenso, llamaron mi atención. Eran las manos de un hombre viejo. «¿Cuántos años tengo y cuál es mi profesión? pensé. ¿Soy laboratorista? ¿O doctor? ¿O científico?» Ni mi traje —también viejo, no muy usado, de un material raro y con un dibujo extravagante— podía orientarme sobre mi profesión.

Miré a través de la ventanilla. No, esto no era un avión, porque viajábamos demasiado bajo, mucho más que en vuelo rasante; aunque tampoco un tren, pues volábamos sobre la tierra, las casas y los boscajes casi cortando las copas de las pinos y los abetos. Tanta era la velocidad, que el paisaje se mezclaba con anarquía. Los ojos, sin poder soportar la fuga de los objetos tras la ventana, empezaron a dolerme. Saqué mi pañuelo y me los froté.

—¿Le duelen? —preguntó uno de los pasajeros de enfrente, flaco, canoso. y con unos lentes áureos sostenidos milagrosamente en el entrecejo—. Algunas veces olvidamos que en estos años no se debe mirar por las ventanillas. Ya no estamos por los años cincuenta, cuando las máquinas andaban lentamente. En estas nuevas máquinas sólo se pueden leer los versos de Pushkin: «Nebuloso cielo, nebulosa noche…»

—¿No le gustan? —preguntó objetando un joven sentado al borde de la fila.

—¿Por qué no? ¿A quién no le gustan estas máquinas? Pueden viajar de Leningrado a Moscú en una hora y media. Es algo nuevo.

—¿Por qué nuevo? —inquirió el joven encogiéndose de hombros—. De las vías de un solo rail hablaban hace veinte años. Esto es sólo una modernización. Y —dijo dirigiéndose a mí— si le fatiga mirar por la ventanilla, por qué no enciende el televisor.

Quedé inmóvil, sin comprender dónde estaba el televisor y cómo encenderlo. El viejo canoso, sin esperar, apretó una palanca lateral y la pantalla conocida del televisor cubrió la ventanilla. La imagen surgía como de muy hondo, permitiendo una clara y cómoda visión para los pasajeros sentados a ambos lados. Era televisión en colores y en relieve. En la pantalla apareció un edificio alto de múltiples pisos, adornado con losetas grises y rojas. Hacia su techo plano, descendía un helicóptero desde el azul inmaculado del cielo. «Transmitimos las noticias del día” dijo un locutor no visible. “Visita de los dirigentes del Partido y del gobierno a la tricentísima casa comunal de la región Kievski, en nuestra capital». Un grupo de personas maduras salió del helicóptero y se ocultó bajo una cúpula de plástico. Y empezaron a refulgir las luces de los veloces ascensores. El objetivo del televisor corrió hacia abajo, hacia las vitrinas del primer piso. «En este piso están instalados los almacenes, comedores y talleres que abastecen a los pobladores del edificio». Los invitados paseaban parsimoniosamente por los pisos y habitaciones, decorados con una incomprensible e insólita elección de formas y colores. «Un solo movimiento y la cama entra en la pared, empujando hacia adelante un armario para libros oculto». «Tirando del marco, esta cama se hace doble». Después aparecieron halls, en los diferentes pisos, con pantallas de cine y televisión. «Este piso está por completo a la disposición de los jóvenes que desean estar a solas» comentó el locutor, aún oculto, abriendo ante nosotros una habitación amueblada de un modo insólito.

—No comprendo, ¿para qué construyen eso? —farfulló con desdén una dama sentada a mi frente, con un tejido en las manos.

Miré al joven sentado al borde de la fila esperando de él la réplica. Y no me equivoqué. ¡Qué similar a los jóvenes que conocía! Él tomaba de ellos la vehemencia, los arrebatos juveniles y la incompatibilidad con lo que no va al ritmo con la época.

—A pesar de que estas casas comunales las empezaron a construir hace tiempo, todavía no comprende para qué…

—¡No, no comprendo! —exclamó la dama con testarudez. ¡Nos libramos, gracias a Dios, de los apartamentos comunales; pero aquí están de nuevo…!

—¿De nuevo qué?

—Estas casas comunales. Estamos haciendo resucitar el modo de vida comunal.

—¡No hable disparates! ¡La gente pasa de los apartamentos aislados y separados a las casas comunales y no a los apartamentos comunales, ni sé lo que es eso! Usted misma, con sus propios ojos, acaba de ver estas casas comunales. ¡Esto ya es un nuevo modo de vida comunal!

La dama calló. Y nadie la defendió.

En la pantalla aparecieron torres petroleras, perforando el cielo plomizo y purpúreo que cubría abetos y alerces. «Estamos en el tercer Bakú” continuó el locutor “en una nueva zona de la región petrolera de Yacutia, en Siberia».

¡El tercer Bakú! En mi época sólo supe de dos. ¿Cuántos años habrán pasado?

Esta pregunta muda se la hice a los cirujanos vestidos de blanco que surgieron en la pantalla realizando una operación sin efusión de sangre, con un haz de rayos de neutrones; y a los inventores de la masa química que cosía la herida; y al propio locutor que apareció, por fin, frente a los televisores: «Para concluir, les quiero hacer recordar las profesiones que más necesita nuestra economía. Nos faltan: ajustadores de talleres automáticos; operadores de minas teledirigidas; mecánicos de centrales eléctricas atómicas, y montadores de computadoras electrónicas universales».

La pantalla se apagó y, de otro lugar, llegó una voz: «Nos acercamos a Moscú. Encendemos las luces de advertencia. Con la luz verde quedará colocado el escalador».

Sobre la puerta delantera centellearon luces rojas; después azules y, luego, verdes. En el pasillo, los pasajeros empezaron a avanzar sobre el piso movible; también yo. Salimos al escalador que, acelerando el movimiento, nos condujo al vestíbulo del subterráneo, y, antes de que tuviese tiempo de echarle una mirada, nos siguió llevando hacia adelante, rápido como un cohete, disminuyendo el movimiento sólo en las escaleras movibles que nos condujeron al andén. «¿Y dónde están las ranuras para depositar las monedas?” me pregunté. “¿Será posible que el subterráneo sea gratis?» La respuesta afirmativa a mi pregunta la dio el tropel de gente entrando en el tren estacionado.

Salí a la plaza de la Revolución, que conocí en el acto, no sólo bajo tierra, cuando vi las esculturas de bronce en la arcada, sino afuera, donde me miraban las columnas del Bolshói a través de la verde cortina del bulevar. La estatua de Marx estaba en su sitio. Empero, en vez del poco atrayente «Gran Hotel», erguíase un gigantesco edificio blanco de acero inoxidable resplandeciente y por el ala lateral del «Metropol» se extendía ahora una calle bulliciosa de varios pisos. El movimiento de la gente me parecía conocido, casi sin ningún cambio: como siempre, las gotas multicolores de los transeúntes, formando un torrente humano, deslizábanse parsimoniosamente por las anchas veredas. Por el asfalto de la plaza, contorneando las casas y jardines, deslizábase la abigarrada corriente de autobuses y automóviles.