Por los servicios prestados – Anne Marie Winston

Así era un pantalón negro con chaqueta a juego. Ahora que lo pensaba, Del había llevado el mismo traje a todas las cenas durante los últimos siete años.

—Sí. ¿Por qué?

—Pues… porque te lo has puesto muchas veces.

—¿Y? —preguntó ella, sorprendida—. Es un traje muy cómodo.

—Y te ayuda a esconderte, claro.

—¿Esconderme? —repitió Del con voz helada.

Evidentemente, le había molestado la pregunta, pero le dio igual. Alguien le había hecho creer que no era una mujer atractiva y, desde entonces, se escondía tras aquella ropa ancha y sin forma.

—Sí, te escondes.

—Tú también te escondes detrás de esas gafas.

—Pero eres una mujer guapísima —insistió Sam, ignorando el comentario sobre las gafas—. El vestido negro que te envió tu madre te queda de maravilla. Este traje… parece diseñado para hacerte invisible.

—Es posible que eso sea lo que quiero —admitió ella—. A lo mejor me gusta ser invisible.

—¿Por qué?

Del vaciló antes de contestar:

—Tengo razones para no querer llamar la atención. Aunque me alegro mucho de no haber sido invisible el viernes pasado —dijo, sonriendo.

—Yo también —rió Sam.

Estaba dispuesto a dejar el tema por el momento, pero si pensaba que iba a dejarlo para siempre estaba muy equivocada. Había despertado su interés con la frase: «Tengo razones para no querer llamar la atención».

¿Qué razones podían ser esas? ¿Qué razones podían existir para que una mujer guapa hiciera lo imposible para disimular que lo era?

El marido de Savannah Raines acudió con ella a la cita y, durante la cena, discutieron la mejor manera de conseguir que ella y su familia se sintieran a salvo mientras buscaban al individuo que los amenazaba.

La actriz era sorprendentemente encantadora y su marido, un arquitecto, no se parecía en nada a los tipos absurdos de Hollywood con los que tenían que lidiar de cuando en cuando. Sam habría disfrutado de la cena si no fuera porque Del apenas decía palabra. No era grosera, de hecho explicó mucho mejor que él qué podía hacer SPP por Savannah. Pero cuando no estaban hablando de negocios, dejaba que él dirigiese la conversación y eso no era lo suyo. Normalmente lo hacía ella.

La estaba mirando de reojo cuando Savannah preguntó:

—¿Sabes una cosa, Del? Me suena mucho tu cara. ¿Nos hemos visto en algún sitio?

Del levantó una ceja, un gesto habitual en ella.

—Lo dudo. ¿Sueles venir a Virginia?

La pregunta implicaba que ella era de Virginia y Sam sabía que eso no era verdad. Había estudiado en Massachussets… Había estudiado allí la carrera, pero Sam no sabía de dónde era en realidad. ¿Cómo era posible que llevasen siete años trabajando juntos y no supiera dónde había nacido? Él era discreto sobre su vida porque tenía algo que esconder… Y, aparentemente, también lo tenía Del.

«Tengo buenas razones para no querer llamar la atención». Esa frase seguía dando vueltas en su cabeza.

¿Qué razones podía tener? ¿Qué estaba escondiendo? Dudaba que fuese algo como no querer ser reconocido por la mitad del país en cuanto saliera de casa.

Al final de la noche, cuando se despidieron de Savannah Raines y su marido, Sam seguía pensando en las razones de Del para esconderse.

—Esta noche has mentido —le dijo, mientras volvían a casa.

—¿Qué?

—Bueno, por omisión. Has hecho creer a Savannah que eras de Virginia.

—No veo por qué iba a contarle mi vida —replicó ella, irritada.

—¿A que no sabes dónde nací yo? —preguntó Sam entonces. Sería absurdo presionarla. Aunque estaba decidido a sacarle información, tenía que darle tiempo.

Ella pareció pensarlo un momento.

—No lo sé. ¿De California?

No era de California, pero que hubiese elegido precisamente ese estado lo sorprendió. Nunca le había contado a nadie que había estado destinado en San Diego durante sus años con los Navy Seal. De hecho, no creía que nadie supiera que había estado en ese cuerpo. Sus empleados sabían que había estado en el ejército, nada más.

—No —respondió por fin—. Viví en California antes de abrir la empresa, pero nací en Nebraska.

—¿En Nebraska? —repitió Del, con expresión incrédula.

—Sí. En un rancho, a unos kilómetros de la frontera con Dakota del Sur.

—Lo dirás de broma. Jamás se me habría ocurrido pensar que eras un vaquero.

—Porque lo escondo muy bien.

—¿Sabes montar a caballo? —preguntó ella, escéptica.

—Por supuesto que sé montar a caballo. En un rancho, todo el mudo sabe montar a caballo. Pero aprendí a conducir cuando tenía trece años porque a mi padre le partió una pierna un caballo.

—Yo no aprendí a conducir hasta que llegué a la universidad.

—¿Por qué?

Del se encogió de hombros.

—Nunca me había hecho falta conducir hasta entonces. ¿Tus padres siguen viviendo en Nebraska?

Sam asintió, percatándose de que, de nuevo, ella había evitado hablar sobre sí misma.

—Y mis hermanos. David y su mujer tienen tres hijos y viven en la casa en la que nacimos. Mi hermana, Rachel, vive a unos veinte minutos, con su familia. Mis padres se mudaron a otra casa más pequeña dentro del rancho hace un par de años.

—¿O sea, que tú eres el único que no sigue viviendo en casa?

—Así es —contestó Sam—. Ingresé en la Marina cuando tenía dieciocho años.

—¿Por qué la Marina?

—Porque quería entrar en el cuerpo de los Navy Seal.

Ella se quedó un momento en silencio.

—Ah, eso lo explica todo.

—¿Qué es lo que explica?

—Que sepas todo lo que hay que saber sobre los asuntos militares más extraños.

—¿Extraños? ¿Qué quieres decir?

—Conoces todos los explosivos que hay en el mercado, todas las armas… Siempre piensas en el peor escenario posible. Ésa es una de las razones por las que tu empresa va tan bien. Cuando aceptamos un trabajo, se hace incluso cuando algo inesperado nos obliga a cambiar el plan original.

Sam no sabía cómo responder a eso. En realidad, no lo había pensado hasta aquel momento.

—Levantar esta empresa ha sido muy emocionante, pero no habríamos llegado donde estamos de no ser por ti, Del. Algún día tendré que darle las gracias a Robert por recomendarte.

—¿Cómo conociste a Robert?

Sam suspiró. Aún no estaba preparado para hablarle de eso. Aunque tendría que hacerlo.

—Un año antes de abrir SPP tuve un accidente que me obligó a retirarme del servicio.

Era cierto. Lo que no dijo era cómo había sufrido ese «accidente».

—Estaba tumbado en una camilla de hospital, esperando que me dieran el resultado de unos rayos X, cuando un tipo empezó a hablar conmigo. Estaba allí para que lo operasen de la rodilla y los dos teníamos que matar el tiempo de alguna forma. Al final, descubrí que estaba casado con una actriz de Hollywood…

—Robert —dijo ella.

—Sí. ¿Cómo lo conociste tú? Cuando te recomendó, tuve la impresión de que te conocía muy bien.

—Es un… amigo de la familia.

—¿Amigo de tu madre?

—Sí.

—Es un tipo estupendo.

Sam no podía imaginar al elegante y distinguido Robert Lyon mezclado con una mujer como la que Del había descrito.

—¿Sufriste ese accidente durante una misión?

Esa pregunta lo pilló desprevenido, aunque seguramente debería haberla esperado. Del había visto las heridas de bala en su cuerpo… la del bíceps y la que le atravesó la cadera, saliendo por la espalda. Ésa le había rozado la espina dorsal y, aunque afectó a varios órganos, no había provocado el daño que temían los médicos. Sam experimentó una parálisis temporal. Por supuesto, nadie sabía que fuese temporal hasta que empezó a desaparecer y, durante semanas, tuvo que intentar acostumbrarse a la idea de que se había quedado parapléjico.

Y que había sido abandonado por su prometida al dejar de ser el fuerte y valiente Navy Seal que Usa había querido.

Aún le dolía recordar esos días. Pero Del estaba esperando una respuesta…

—Algo así —contestó, esperando que no insistiera.

—Pues debió ser muy serio.

—Lo fue —contestó él.

Los dos se quedaron en silencio. Sam no la miraba, pero sentía que ella lo estaba mirando fijamente.

—Me alegro de que no te murieses.

Habían llegado a casa y Sam aparcó el jeep antes de contestar. Luego la buscó en la oscuridad para tomarla entre sus brazos.

—Yo también me alegro. Si me hubiera muerto, no te habría conocido.

Del le devolvió el beso con toda la pasión de la que era capaz.

—¿Entramos?

—Sí, claro.

Mientras subían los escalones, se le ocurrió pensar que nunca habían mantenido una conversación sobre el futuro. Del le había permitido, a regañadientes, llevar algunas de sus cosas y, durante la semana, había ido llevando más y más para no tener que ir a su casa a cambiarse de ropa. Ella tenía que haberse dado cuenta, pero no había protestado y él lo tomó como una buena señal.

Pero, de repente, se sintió inseguro.

—¿Del?

—¿Sí? —murmuró ella, distraída, mientras sacaba las llaves del bolso.

—¿Te parece bien esto, lo nuestro?

—Sí. ¿Ya ti?

Había contestado que sí, de modo que no debía sentirse inseguro. Pero quizá no había hecho la pregunta adecuada.

—Sí. A mí me parece bien.

Pero quería algo más. Más de qué, no tenía ni idea. Pero definitivamente quería más de Del Smith y no estaba seguro de que ella quisiera dárselo.

Esa noche, por primera vez en más de seis meses, Sam tuvo el sueño.

Iba caminando por una calle no lejos del apartamento de San Diego donde residía cuando no estaba de servicio. Llevaba una bolsa del supermercado en la mano.

Era un soleado sábado del mes de noviembre y la temperatura era muy agradable. Había montones de turistas en el mercadillo y gente paseando por la calle. Era un día perfecto.

Y entonces un loco empezó a disparar. Sam reconoció enseguida el tableteo de un arma automática y reaccionó tirándose al suelo. Mientras buscaba refugio detrás de un coche, sintió un golpe en el brazo izquierdo seguido unos segundos después por un dolor terrible.

Le habían disparado.

Y quien hubiera sido seguía disparando. Durante todos esos años en el cuerpo de los Navy Seal sólo había sufrido cortes y rasguños y, en una ocasión, una conmoción cerebral por una explosión demasiado cercana. Y allí estaba, al lado de su casa, de permiso, con una herida de bala en el brazo. Dios debía tener un gran sentido del humor.

Con mucho cuidado, miró por encima del parachoques del coche. Un hombre solitario iba caminando por la calle a unos treinta metros de él. Había tres personas tiradas en el suelo, inmóviles. Al menos una, un hombre, estaba muerto. Sam estaba seguro. Otra mujer había caído de rodillas en la acera, con un niño en los brazos.

El hombre levantó el arma y le disparó en la cabeza.

Sam cerró los ojos, su mente negándose a aceptar lo que acababa de ver. Oyó otro disparo, un alarido de dolor y luego un disparo más. Los gritos cesaron inmediatamente.

Aquel hombre estaba asesinando a sangre fría a todo aquél que se ponía en su camino. Inmediatamente, Sam se puso en lo que él llamaba «táctica de protección», estudiando las posibilidades de eliminar al enemigo mientras salvaba su propio cuello y el de los transeúntes.

Miró detrás de él, al final de la calle. Había varias personas tiradas en el suelo, pero la mayoría de ellos se movían. Y estaba seguro de que muchas otras se habrían puesto a cubierto, como él. Aquello podría ser una masacre.

En un portal cercano, casi pegado al coche, se escondía una mujer de mediana edad. Estaba aterrorizada. Un chico joven, con gorra y vaqueros anchos, estaba tendido en el suelo. La sangre que manaba de su pierna empezaba a formar un charco en la acera. El pobre intentaba arrastrarse hasta el portal.

Pero Sam podía oír los pasos del asesino.

—¡Oye, chico! —lo llamó el pistolero—. ¿Qué pasa, tienes miedo? —preguntó, con una risotada que se repetiría en la cabeza de Sam durante el resto de su vida—. Hoy va a morir mucha gente, ¿sabes?