Por los servicios prestados – Anne Marie Winston

Con manos temblorosas, se bajó la cremallera del pantalón y la tomó en brazos, jadeando como si hubiera corrido una maratón.

—Dentro de ti —consiguió decir—. Necesito estar dentro de ti.

Ella volvió a chupar el lóbulo de su oreja. Al mismo tiempo, lo envolvía en su mano, deslizándola arriba y abajo, rozando la sensible punta con el pulgar.

Sam estaba a punto de perder la cabeza. Apretando los dientes para contener la urgencia de dejarse ir, agarró con firmeza sus nalgas y la levantó más, restregándose contra ella.

Del tuvo que apartar la mano para agarrarse a sus hombros cuando Sam la aplastó contra la pared. Estaba a punto de penetrarla cuando se dio cuenta de que no llevaba protección…

—¡Maldita sea! ¡Espera un momento!

Del dejó escapar un gemido de angustia cuando la dejó en el suelo para buscar un preservativo en el bolsillo del pantalón. Sam se cubrió a sí mismo a toda velocidad y entonces, con un movimiento rápido, la levantó y buscó la entrada de su cueva. Estaba muy húmeda y él estaba fuera de control, empujando como un loco para conseguir placer. Del tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos…

—Ven a mí, cariño —dijo Sam con voz ronca—. Déjate ir y ven a mí.

—Sam… —murmuró ella con voz temblorosa.

Pero no pudo seguir hablando. Apretando los labios, se aferró a su espalda al sentir las contracciones internas. Se arqueó, clavó los talones en su cintura…

Sam echó la cabeza hacia atrás, temblando. Del lo abrazaba por dentro como si fuera un guante, consiguiendo una respuesta de él que le dejó con las piernas temblorosas. Lentamente, cayó de rodillas al suelo, sin soltarla.

—No sé si voy a tener hambre después de esto —consiguió decir ella.

Sam rió, saboreando la intimidad de la postura.

—Es posible que no podamos comer —dijo, levantando su barbilla con un dedo—. Y tampoco sé si voy a poder andar.

—Soy yo quien debería decir eso —protestó Del, buscando una caja de pañuelos en la encimera.

Cuando la encontró, empezó a pasar el pañuelo de arriba abajo… No debería ponerse duro en una semana después de aquel revolcón, pero, asombrosamente, el roce de sus dedos amenazaba con volver a encenderlo.

—Tenemos que irnos —dijo Del, mirándolo con gesto de advertencia.

—Lo sé, lo sé —suspiró Sam , subiéndose los pantalones—. Pero parece que «ella» no está convencida.

Del soltó una carcajada.

—Estaré lista en un minuto —dijo, corriendo hacia el baño—. Salgo enseguida.

Sam miró su reloj.

—No llegamos tan tarde. Incluso tienes tiempo de ponerte algo de ropa interior.

Se sentía feliz, satisfecho. Al menos estaba seguro de una cosa: Del lo deseaba tanto como la deseaba él.

«Tanto que casi se te olvida algo importante, amigo».

Esa vocecita lo devolvió a la realidad. El preservativo. Había estado a punto de olvidarlo por completo. Increíble. Siempre había pensado que algún día tendría hijos, pero cuando Usa le dijo que no podría vivir con un hombre condenado de por vida a una silla de ruedas, ese sueño quedó enterrado.

Ya no estaba en una silla de ruedas, pero daba igual. No había vuelto a tener una relación seria con una mujer…

Ahora, sin embargo, la idea de ver a Del con un hijo, un niño que habrían hecho entre los dos, le resultaba inesperadamente emocionante.

Aparentemente, esos sueños no estaban tan enterrados como había creído.

En cuanto entraron en el restaurante, un hombre alto de pelo gris se levantó y los saludó con la mano.

—¡Roben! —exclamó Del—. ¿Qué haces aquí?

Él se inclinó para darle un abrazo y luego estrechó cordialmente la mano de Sam.

—Voy a estar en la ciudad unos días y, cuando llamé a Sam, pensamos que sería divertido darte una sorpresa.

—Pues me la habéis dado —sonrió Del. Luego pareció darse cuenta de que Robert no sabía que estaban juntos y miró de uno a otro, sorprendida.

—Sam me ha dicho que estáis saliendo o algo así —dijo él, apartando una silla.

—O algo así —rió Sam.

—Bueno, ¿qué tal el trabajo?

—Bien, bien…

La cena fue muy agradable. Hablaron sobre la empresa, discretamente, ya que la confidencialidad era importante en su negocio. Pero Robert conocía a algunos clientes porque él mismo los había recomendado.

—Estamos tratando con una empresa alemana que entrena perros guardianes —le explicó Sam—. Tenemos tantas peticiones para añadir perros a las medidas de seguridad que nos ha parecido el momento.

—Hemos estado en Alemania, visitando tres centros de entrenamiento —siguió Del—. Uno de ellos, el que ofrecía mejores servicios, está interesado en trabajar con nosotros. Esencialmente, seremos intermediarios. Cuando alguien pida un perro guardián, lo traeremos directamente de Alemania con su entrenador, que se quedará unos días con el cliente para explicarle todo lo que debe hacer.

—Me parece muy buena idea —dijo Robert.

Sam se encogió de hombros.

—Ofrecemos todo tipo de servicios de seguridad, pero algunas personas se sienten más cómodas teniendo un pastor alemán, por ejemplo.

—Lo entiendo. Ewie no podría vivir sin nuestros perros.

Ewie era la mujer de Robert. Una mujer guapa, de apariencia juvenil, a quien encantaban los caballos y los perros. La pareja tenía dos dálmatas.

—¿Cómo está Ewie? —preguntó Del—. La última vez que hablé con ella estaba entrenando a un potro.

—Sigue en ello —suspiró Robert—. Recientemente, ha comprado un potro que es nieto de un campeón y tiene esperanzas de ganar la Triple Crown.

Del levantó una ceja.

—Veo que tiene grandes aspiraciones.

—Deséale suerte de nuestra parte —sonrió Sam, cuando apareció el camarero para llevarse los platos de ensalada.

Antes del café, Del se levantó para ir al lavabo. Y en cuanto desapareció, Sam se volvió hacia Robert.

—Me han dicho que conoces a la madre de Del.

Robert sonrió, pero no había humor en esa sonrisa.

—Bastante. Estuve casado con ella.

—¿En serio? —exclamó Sam, sorprendido. Intentó imaginar a Robert con la clase de mujer que debía ser la madre de Del y no fue capaz—. Antes de Ewie, claro.

—Fue hace una década y sólo duró dos años. Intenté que nuestro matrimonio funcionase de todas las maneras posibles, pero no había nada que hacer —suspiró Robert. A Sam le pareció que lo decía con cierta ternura—. Ella era imposible. Es una niña mimada, pero podría volver loco a cualquier hombre. Sigue haciéndolo.

—¿Te llevas bien con ella?

Robert asintió.

—Cuando por fin entendió que, por una vez, un hombre había tenido valor para dejarla, pudimos portarnos de una forma más o menos civilizada. Incluso ha cenado con Ewie y conmigo en más de una ocasión.

¿Había cenado con Robert y su mujer? Aquello cada vez le parecía más raro.

—¿Y qué te atrajo de ella? —preguntó Sam.

Robert lo miró, atónito.

—Lo dirás de broma, ¿no?

—No. ¿Por qué?

—Del es muy diferente a su madre. Pero imagínatela vestida para matar, pestañeando como una muñeca e intentando seducir a todos los hombres que se cruzan en su camino.

—Ah —sonrió Sam—. Entonces no habríamos tardado siete años en estar juntos.

Robert soltó una carcajada.

—Sí, ya me imagino. El día que conocí a la madre de Del yo apenas podía recordar mi propio nombre. Bueno, cuéntame qué hay entre Del y tú.

Sam se encogió de hombros.

—Llevamos mucho tiempo trabajando juntos y un día nos dimos cuenta de que… había química entre nosotros.

De repente, Robert se puso serio. Más que serio.

—Del es una chica maravillosa y si le haces daño te arrancaré el corazón.

Sam habría soltado una carcajada, pero se dio cuenta de que hablaba en serio.

—No tengo intención de hacerle daño.

—Aun a riesgo de parecer excesivamente paternal, ¿te importaría decirme cuáles son tus intenciones?

—Pues… yo quiero tener una relación seria con Del. Y espero convencerla para que se case conmigo algún día.

La expresión de Robert se suavizó.

—Ya veo. ¿Del está dispuesta a casarse?

Sam negó con la cabeza.

—Ése es el problema. Ni siquiera está dispuesta a hacer planes para la semana que viene. La he convencido para que vivamos juntos a modo de prueba, pero nada más.

—Del no ha visto muchos matrimonios que funcionen —suspiró Robert—. Pero sigue intentándolo. Imagino que algún día conseguirás que te dé el «sí, quiero».

Del volvió en ese momento y ambos hombres se levantaron. Ella los miró con curiosidad.

—¿Por qué tenéis esa cara? ¿Algún secreto?

Sam intentó sonreír.

—¿Cuándo fue la última vez que pude esconderte algo?

—Ah, eso es verdad.

Pero estaba guardando un secreto y la sonrisa desapareció al recordar la llamada de la revista People. Alguien quería encontrar a Sam Pender y, si no tenía cuidado, la vida tranquila que se había labrado para sí mismo podría estar en peligro.

Después del café, se levantaron. Del precedió a los dos hombres y, una vez en la calle, Sam la tomó por la cintura para ir al aparcamiento.

—Ha sido estupendo volver a veros —se despidió Robert.

—Nosotros también nos alegramos mucho —sonrió Del, subiendo al jeep.

—Espera, te acompaño a tu coche —se ofreció Sam.

Cuando se habían alejado un poco, Robert se volvió para mirar hacia el jeep.

—Si la convences para que se case contigo, házmelo saber.

—No te hagas muchas ilusiones —suspiró Sam—. Pero creo que, al final, la convenceré.

—¿Sabe que estás enamorado de ella?

—Pues… creo que no se lo he dicho.

—No tienes que hacerlo —sonrió Robert, dándole un golpecito en la espalda—. Se te nota en la cara.

Sam abrió la boca para decir algo, pero ¿qué podía decir? Amaba a Del Smith. Y Robert se había dado cuenta antes que él. La sola idea lo hacía sudar.

La amaba. Adoraba cómo levantaba una ceja, ese gesto tan suyo, su ropa ancha, la gorra que solía llevar al trabajo, cómo se apartaba el pelo de la cara cuando lo llevaba suelto… Adoraba su sentido del humor y su terquedad cuando creía llevar razón; su forma de trabajar y la simpatía con la que trataba a todos los empleados.

De repente, su pecho le parecía demasiado pequeño como para contener ese abrumador sentimiento.

Cuando pensaba en lo que sintió por Usa… ésa había sido una emoción pequeña, manejable. Cuando lo dejó se sintió dolido, pero sobre todo furioso y humillado porque lo había dejado cuando más necesitaba a alguien.

Amar a Del no era un sentimiento manejable en absoluto. Si ella lo dejaba… lo destrozaría. Su orgullo no tendría nada que ver y quizá eso era lo más revelador. Abruptamente, Sam se dio la vuelta y abrió la puerta del jeep.

Ella estaba mirándolo con expresión interrogante, pero no podía contarle nada. Sam tomó su cara entre las manos y buscó sus labios con un ansia, con una ternura que no había sentido jamás.

Cuando por fin se apartó, tenía los ojos brillantes.

—¿Y esto?

Sam se encogió de hombros.

—No sé, a nada en particular —contestó, metiendo la llave en el contacto—. Pensé que te hacía falta un beso.

Del se inclinó para devolvérselo.

—Pues tenías razón.

Sam iba sonriendo como un tonto mientras volvían a casa. Amaba a Del, pero no era tan ingenuo como para decírselo. Con lo juiciosa que era ella, saldría corriendo antes de que hubiera podido terminar la frase.

No, iba a tener que tomarse un tiempo para enamorarla, para hacerla ver que no podía vivir sin él. Para hacer que bajase la guardia y lo quisiera tanto como la quería él.

Y tenía tiempo. En realidad, tenía todo el tiempo del mundo.

Capítulo 7

Sam despertó en medio de la noche, sudando. Tenía el corazón acelerado y la adrenalina por las nubes hasta que empezaron a desvanecerse las telarañas del sueño.

Era la segunda vez en menos de un mes.

Del estaba a su lado, abrazándolo.

—Has tenido una pesadilla.

Había tenido esa pesadilla muchas veces desde que ocurrió, pero en el sueño, el pistolero lo apuntaba directamente antes de que pudiera llegar a él. Después del «incidente», tuvieron que pasar meses hasta que consiguió conciliar el sueño durante toda una noche. Con el paso de los años, afortunadamente, la pesadilla empezó a desaparecer. Y no entendía por qué había reaparecido ahora.

—¿Quieres contármelo? —preguntó Del.