Por los servicios prestados – Anne Marie Winston

Del se encogió de hombros.

—Prefiero que nadie sepa nada… por el momento.

—No quieres que sepan que nos acostamos juntos.

—Pues no —replicó ella, fulminándolo con la mirada—. ¿No se te ha ocurrido, en esta época de demandas por acoso sexual, que no sería buena idea contárselo a todo el mundo?

Sam dejó escapar un suspiro.

—Del, los dos sabemos que éste no es un caso de acoso sexual… a menos que cuenten los arañazos que me has hecho en la espalda. Además, lo único que importa es lo que nosotros pensemos.

Ella se puso colorada. Pero, por fin, sonrió.

—Sólo por hoy, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Sabes una cosa? Me parece como si llevara un cartel que dice: Sam y yo…

—¿Hemos quemado el colchón? —sugirió él.

—Aggg, por favor —Del le dio un puñetazo en el hombro—. Si te vas a poner bestia, me voy.

—¡Ay! Oye…

—¿Qué?

Sam le dio un beso en los labios.

—Gracias por este fin de semana.

—Soy yo quien debería darte las gracias —sonrió Del, acariciando su cara.

Sam la dejó salir del coche y, unos minutos después, salió tras ella. Cuando entró en recepción, el reino de Peggy, Del estaba leyendo unos papeles.

—Buenos días, Peg. Buenos días, Del.

—Hola, jefe —lo saludó la recepcionista. Entonces lo miró… miró a Del—. ¡Yujuuuuu!

—¿Qué?

—¡Ya era hora! —gritó Peggy, entusiasmada.

—¿Qué quieres decir?

—Por favor, está clarísimo que habéis pasado juntos el fin de semana.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Del, colorada hasta la raíz del pelo.

—Porque a ti te brillan los ojos y él me ha sonreído.

Sam la miró, intentando parecer feroz.

—¿Y eso significa…?

—Sam —lo interrumpió Peggy—. Tú nunca sonríes antes de tomar un café. Además, Del se ha puesto como un tomate.

Ah, genial. Ahora se convertirían en el cotilleo general de la oficina. Sam escapó a su despacho, dejando a Del para lidiar con la parlanchina secretaria. A las mujeres se les daban mejor esas cosas, pensó. Pero cuando iba a cerrar la puerta, oyó que Peggy decía:

—Hace años que venía diciendo que esto iba a pasar. Si me hubiera mojado un dedo y lo hubiese metido entre los dos, me habría electrocutado.

¿Tan evidente era? Interesante que Peggy se hubiera dado cuenta antes que él.

A las nueve, Karen Munson llegó a la oficina para conocer a la gente con la que iba a trabajar. Como Doug, el jefe de la división de investigación, estaba de vacaciones hasta la semana siguiente, Del le había pedido a Walker que le contase cómo funcionaba el departamento.

—Me alegro de tenerte a bordo —la saludó Sam.

—Gracias —Karen no sonreía, pero su seria expresión se había suavizado un poco—. Estoy deseando empezar.

Un golpe en la puerta precedió a la entrada de Walker.

—Entra, por favor. Karen, el jefe de la sección de detenciones ilegales te va a explicar nuestra forma de trabajar y a contarte qué encargos tenemos ahora mismo…

—¡Karen! —la exclamación hizo que los tres se volvieran, sorprendidos—. ¿Qué haces tú aquí?

—Ahora trabajo aquí —contestó ella, intentando aparentar frialdad—. Y veo que tú también.

—No, esto no puede ser —dijo Walker, con expresión horrorizada—. Este trabajo no es para ti.

—Tú no tienes ni idea de qué es para mí o no —repicó ella.

—¿No te ha dicho que es mi mujer, Sam?

—Ex mujer —corrigió Karen—. Y no, asombrosamente, tu nombre no salió en la entrevista. No tenía ni idea de que trabajases aquí.

«O no habría aceptado el puesto». No lo había dicho, pero esas palabras parecieron quedar colgadas en el aire.

—No puedo trabajar con ella —dijo Walker.

Sam miró a Del y ella lo miró a él. Se había quedado de piedra, pero como siempre, encontró una solución.

—Sam, voy a llevarme a Karen a su despacho para explicarle el funcionamiento interno de la empresa.

Genial. Ella se llevaba al cordero y él se quedaba con el león.

—Walker, siéntate —murmuró Sam, pasándose una mano por el pelo.

La intuición le decía que la autoridad iba a ser importante en aquel momento, aunque siempre había tenido muy buena relación con todos sus empleados.

Walker obedeció, con expresión impaciente.

—Lo digo en serio, Sam. No puedo trabajar con esa z…

—Oye —lo interrumpió él—. Tranquilo, ¿eh? Respira profundamente. Yo no lo sabía, en serio. Pero de todas formas la habría contratado. Es exactamente lo que estábamos buscando.

—No es lo que estáis buscando. Necesitamos a una persona que ponga toda su dedicación en el trabajo, que sea flexible… Karen no sabe lo que significa esa palabra. Las cosas son a su manera o no son.

—Ha dicho que trabajará las horas que haga falta —insistió Sam, preguntándose qué habría pasado en aquella pareja para que Walker siguiera pensando así después de tantos años.

Karen Munson debía ser la responsable de la borrachera de tantos años atrás, pero Walker le dijo que su matrimonio se había roto varios años antes.

—Tiene familia —dijo él entonces, pronunciando esa palabra casi como si fuera un insulto—. Siempre pondrá a su marido y a su hijo por delante del trabajo.

Sam se aclaró la garganta. Karen Munson no había dicho que la información que les dio fuese confidencial.

—Me temo que su hijo ha muerto.

Walker lo miró, incrédulo.

—¿Qué? —Sam no dijo nada más—. Dios —murmuró Walker, pasándose las manos por la cara—. ¿Sigue casada?

—No… en el expediente figura que es viuda.

Sam vio en los ojos del hombre la misma angustia que había visto cuando despertó en una cama de hospital y su comandante tuvo la obligación de decirle que, probablemente, no volvería a caminar.

—¿Han muerto su hijo y su marido? —repitió Walker, incrédulo.

—¿Tú sabías que estaba casada?

El otro hombre asintió.

—Por eso me dejó. Según ella, yo no estaba dispuesto a sentar la cabeza… me reemplazó enseguida, ya ves. Dios, la he odiado durante años, pero jamás hubiera deseado que le pasara eso. ¿Qué ocurrió?

Sam se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Sólo nos dijo que estaba disponible para trabajar las horas que hicieran falta.

—Yo no puedo trabajar con ella, Sam.

—¿Por qué no…?

Walker negó con la cabeza.

—Me rompió el corazón. No puedo hacerlo —repitió, levantándose—. Dejaré mi carta de dimisión sobre la mesa.

—No pienso aceptarla.

—Tendrás que hacerlo.

—Eres el mejor en lo tuyo, no pienso prescindir de ti. Le diré a Karen que no puedo contratarla.

Walker lo miró, con el ceño arrugado.

—No puedes hacer eso.

—¿Que no? No estoy dispuesto a perderte.

—Maldita sea. Tú sabes que yo no le haría eso. Especialmente ahora…

—Eso esperaba —dijo Sam, levantándose—. Veré qué puedo hacer para que estéis juntos el menor tiempo posible, ¿de acuerdo?

Walker asintió.

—Te lo agradezco —dijo en voz baja, antes de salir del despacho, cabizbajo.

Capítulo 5

Una hora después, Del entraba en su despacho.

—Ya he instalado a Karen. Está leyendo unos informes para ponerse al día —suspiró, sentándose en la esquina de su escritorio—. Menudo bombazo.

Sam se quitó las gafas para masajearse el puente de la nariz.

—Yo no lo esperaba, desde luego.

—No tenía ni idea de que hubieran estado casados.

—He vuelto a mirar el expediente de Karen. Allí no dice nada, pero no tenía por qué —dijo Sam.

Del empezó a jugar con sus gafas.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Nada. Vamos a contratarla y Walker tendrá que acostumbrarse. No puedo despedirla sólo porque alguien no quiere trabajar con ella. Le he dicho que intentaré arreglarlo para que tengan que trabajar juntos lo menos posible.

Del levantó una ceja.

—¿Crees que podrás conseguirlo?

—Lo intentaré, al menos.

—Espero que salga bien —murmuró ella, limpiando las gafas con el faldón de su camisa. Luego las colocó frente a la ventana para comprobar si estaban limpias… y arrugó la nariz—. ¿Sam?

—¿Sí? —Sam seguía pensando en Walker. Él había sentido lo mismo cuando Usa lo dejó. Y no era una sensación agradable.

—¿Por qué llevas gafas si no las necesitas? No están graduadas.

—Pues… no, no están graduadas.

—¿Y por qué las llevas?

Sam buscó una explicación más o menos convincente. No podía decirle: «Porque no quiero que me reconozcan».

—Porque… he descubierto que hacen que la gente me tome más en serio.

Del lo miró, burlona.

—Las mujeres, claro. Pobrecito. ¿Te daban mucho la lata?

—¿Te hace gracia?

—Sam Deering, el semental del año.

Riendo, Sam tiró de ella para sentarla sobre sus rodillas.

—¿Quieres darme la lata, preciosa?

Del enredó los brazos alrededor de su cuello.

—Es posible.

—Yo no voy a poner ninguna pega —murmuró él, jugando con los botones de su camisa.

—Jefe, tengo… ¡Huy, perdón! —Peggy entró en el despacho y salió a toda velocidad, cerrando la puerta.

Desde el pasillo, podían oír auténticas risotadas.

—Maldita sea. Ahora nadie va a tomarme en serio.

—Ni a mí. Qué horror —exclamó Del, abrochándose el botón de la camisa.

—No te preocupes por eso. Todo el mundo sabe que soy irresistible.

—Sí, desde luego —dijo ella, intentado disimular la risa mientras salía al pasillo para lidiar con Peggy.

Aparte del problema con Walker y su ex mujer, fue la mejor semana de su vida. Del y él se levantaban juntos, desayunaban juntos, iban a trabajar juntos por la mañana… En el trabajo, después de que Peggy los pillara besándose, fueron un modelo de comportamiento… excepto por alguna mirada que otra.

Hasta que se quedaban solos en el despacho.

Entonces no podía apartar sus manos de ella. Aun así, lograba hacer su trabajo mientras la tenía sentada sobre sus rodillas para discutir presupuestos. Y tampoco era un problema que, mientras ella le explicaba cómo había quedado el último folleto publicitario, metiese la mano por debajo de la camisa para acariciar sus pechos…

—Estate quieto. Si haces eso no puedo pensar.

Mejor. No quería que pensara demasiado. Quería que pensara sólo en él.

Después de trabajar, hacían la cena juntos. Del no era ni mejor ni peor que él en la cocina y, entre los dos, podían hacer un pollo con patatas bastante decente.

Le asombraba, cuando se paraba a pensar en ello, lo fácilmente que habían entrado uno en la vida del otro. Era como si llevaran años juntos. Lo cual, seguramente, no estaba lejos de la verdad. Aunque no habían vivido juntos, habían trabajado uno al lado del otro durante tanto tiempo que sabían de qué humor estaban sin necesidad de hablar.

Sam sabía cuál era su pizza favorita, la de jamón, y que cuando se enfadaba sus ojos se volvían casi verdes. Ella sabía que el helado le producía indigestión y que no era capaz de hacerse el nudo de la corbata. Su costumbre de repiquetear con los dedos sobre la mesa cuando estaba pensativa lo sacaba de quicio y cuando él mordisqueaba el capuchón del primer bolígrafo que encontrase a mano, Del le daba la charla sobre los gérmenes que estaba extendiendo por toda la oficina.

Pero Del seguía siendo un enigma para él. Su vida era tan solitaria como la suya. No parecía tener amigos y en el calendario de la cocina no había nada anotado, excepto los cumpleaños de sus compañeros de trabajo. Aparentemente, su vida se centraba en SPP, como la de él.

Eso era raro. La mayoría de las mujeres tenían amigas. Pero jamás la había oído hablar de alguien que no tuviese algo que ver con la empresa… además de su madre. Y aunque se llevaba bien con todos los empleados de SPP, particularmente con Peggy, sabía que la relación terminaba en la puerta de la oficina. Excepto en las fiestas de cumpleaños, pensó, sonriendo para sí mismo.

El viernes por la noche fueron a cenar con una posible cliente, una actriz californiana que había recibido amenazas de muerte. Sam siempre iba con Del a comer o cenar con los clientes porque era mucho mejor relaciones públicas que él.

—¿Por qué quiere contratarnos Savannah Raines?

—Un acosador —contestó Sam, mientras se ponía la chaqueta—. ¿Piensas ir así?