Por los servicios prestados – Anne Marie Winston

Sam se incorporó un poco, todos los músculos de su cuerpo preparados para entrar en acción. El tipo no estaba tan cerca como para saltar sobre él, tendría que correr para tumbarlo. Y si no lo hacía rápidamente, la mujer y el chico iban a morir.

El asesino se acercaba lentamente…

Sam salió de detrás del coche y se lanzó en tromba hacia él. El tipo se volvió al oír sus pasos, pero cuando giró la pistola, Sam estaba encima. Los dos hombres cayeron al suelo, golpeando la acera con la cabeza. Sam oyó un disparo y notó un estallido en la zona de su riñón izquierdo. Mientras intentaba sujetarlo, una parte de su cerebro registró que había recibido otro balazo.

Pero aún no sentía dolor. No tenía tiempo de pensar en eso mientras intentaba inmovilizar al asesino.

El tipo sujetaba la pistola con mano de hierro y seguía disparando… Había tanta gente alrededor que Sam estaba prácticamente seguro de que habría matado a alguien más. De modo que, sin pensar, hizo lo que estaba entrenado para hacer: arqueando el cuerpo hacia atrás con todas sus fuerzas, le partió el cuello.

El silencio después del estallido de los disparos era ensordecedor.

Sam se quedó tumbado sobre la acera, con el cuerpo del asesino sobre él. Entonces empezó a oír sirenas a lo lejos, gritos, gemidos de dolor. El chaval que estaba tumbado en el suelo llamaba a su madre.

La mujer que se había escondido en el portal corrió a su lado.

—No te muevas —le dijo, intentando detener la hemorragia con un torniquete—. Tranquilo, no te va a pasar nada.

—¡Soy enfermera! —oyó Sam otra voz—. Tenemos que identificar a los heridos y ver quién necesita ayuda más urgente.

—Ese hombre de ahí…, el que ha detenido al asesino, necesita ayuda. Recibió un disparo cuando se le echaba encima…

Sam empujó el peso muerto del hombre. El movimiento hizo que sintiera un dolor terrible en el abdomen, un dolor que pareció reverberar por todo su cuerpo.

Apretando los dientes, levantó la cabeza y miró la herida. La segunda bala le había dado en la parte baja del torso, cerca de la cadera. La sangre oscurecía su camisa y empezaba a formar un charco en la acera.

Intentó levantarse, pero las piernas no le respondían. La mujer que decía ser enfermera se arrodilló a su lado.

—No se mueva. La ambulancia está a punto de llegar.

Y así era. Sam podía oír la sirena cada vez más cerca, las puertas abriéndose y el ruido metálico de la camilla…

—¡Aquí, aquí! —gritó la enfermera.

—¿Tan mal estoy? —murmuró él. Pero apenas le salió un hilo de voz.

La joven lo miró a los ojos y Sam pudo leer la verdad en ellos.

—No está muy bien, pero no puede morirse. Es usted un héroe.

Capítulo 6

Dos semanas después, Del y Sam se habían acomodado a una rutina diaria. Desde la noche que hicieron el amor por primera vez, habían estado juntos casi cada minuto. Trabajaban juntos y juntos volvían a casa. Comían juntos, cenaban juntos y, por supuesto, dormían juntos. Aunque ninguno de los dos dormía lo necesario.

Sam prácticamente había llevado toda su ropa, más algunos libros y las cosas de aseo.

Estaban en el sofá viendo la televisión un domingo por la noche cuando decidió que había llegado el momento. Llevaba todo el fin de semana queriendo hablar con ella sobre su relación y lo estaba dejando pasar como si fuera un cobarde.

—¿Del?

Estaban abrazados en el sofá y ella giró la cabeza para mirarlo.

—¿Qué?

—¿Te gusta esto?

Del abrió mucho los ojos.

—¿Con esto te refieres a Virginia, al sofá o al programa de televisión?

—Me refiero a esta casa.

—Pues… sí, claro que me gusta. Si no, no viviría aquí —contestó ella, apartándose un poco—. ¿Por qué?

Sam se encogió de hombros.

—Porque como pasamos todo el tiempo juntos, me parece un gasto absurdo mantener dos casas.

Del lo miró a los ojos.

—¿Quieres que me vaya a vivir contigo?

—O yo podría vivir contigo —dijo él.

Del estuvo callada tanto tiempo que Sam empezó a prepararse para una negativa.

—Tardé muchísimo tiempo en encontrar esta casa. ¿A ti te gusta mucho tu apartamento?

Eso le hizo albergar esperanzas. Del había estado en su apartamento y sabía que era poco más que una caja de zapatos.

—En absoluto. Podría dejarlo y venirme aquí.

Ella volvió a quedarse en silencio y Sam se encontró moviendo nerviosamente la pierna, un hábito que había dejado cuando estaba en séptimo de bachiller. ¿Iba a decirle que no?

—¿Tan horrible es la sugerencia que no sabes qué decir?

Del no sonrió, como había esperado.

—Es un paso muy importante. ¿Puedo pensármelo un poco?

—Sí, claro —contestó él, mirando el reloj durante cinco segundos—. ¿Ya te lo has pensado?

—Muy gracioso —replicó Del, arrugando la nariz—. No es que no quiera estar contigo…

—Eso ya lo sé —intentó bromear Sam.

—… pero tú estás hablando de algo permanente.

Y el matrimonio sería más que permanente.

¿Matrimonio? ¿De dónde había salido esa idea? Pero si era sincero consigo mismo, debía reconocer que lo había pensado más de una vez. Si iban a vivir juntos, quería casarse con ella. Quería saber que era suya para siempre. Lo sorprendió un poco la satisfacción que le producía esa idea. Del, suya para siempre.

Sí, le gustaba. Pero, aparentemente, ella no sentía lo mismo. Si no sabía qué decir ante la idea de vivir juntos, no quería ni imaginar qué habría dicho si le hubiera propuesto matrimonio.

—¿Qué tal si lo hacemos durante un tiempo, a modo de prueba?

Mentalmente, Sam le dijo adiós a la idea de llevar sus muebles.

—Eso podría funcionar —contestó Del—. Un mes, por ejemplo. Entonces veremos qué tal nos va.

Sam se encogió de hombros, fingiendo una indiferencia que no sentía.

—Un mes no estaría mal, para empezar.

—Y no tendrás que dejar tu apartamento.

No le gustaba mucho, pero tendría que aceptarlo. En un mes, tendría tiempo más que suficiente para convencerla de que vivir juntos era una buenísima idea.

El lunes por la mañana, en la oficina, ocurrió lo que llevaba años temiendo.

El teléfono sonó en recepción, pero Sam estaba concentrado en unos papeles. El teléfono sonaba todo el tiempo, pero era Peggy quien se encargaba de contestar, desviando las llamadas a los diferentes departamentos.

Un segundo después, su voz sonó en el intercomunicador.

—Sam, la línea uno para ti. No ha querido darme su nombre, sólo ha dicho que es una posible cliente.

—Gracias, Peg —suspiró él—. Sam Deering, dígame.

—Querrá decir Sam Pender —era una voz de mujer al otro lado del hilo—. Llamo de la revista People. ¿Es usted Sam Pender, el hombre que detuvo al pistolero de San Diego?

Sam apretó los labios. ¿Cómo demonios lo habían encontrado? Había tenido tanto cuidado, había cambiado sus datos, su número de la seguridad social…

—Se equivoca de apellido —dijo, intentando sonar convincente—. Lo siento.

—Queremos publicar un artículo sobre usted —insistió la periodista—. Y tenemos que…

—Perdone —la interrumpió él—. No soy Sam Pender. Si necesita los servicios de mi empresa, vuelva a llamar cuando quiera.

Después de eso, cortó la comunicación. Cuando juntó las manos sobre el escritorio, se percató de que le temblaban un poco. Notoriedad. Había intentado evitarla durante siete años. ¿Cómo lo habrían encontrado? O quizá la periodista sólo intentaba tenderle una trampa, para ver si había tenido suerte. Suspirando, se volvió para mirar la pantalla del ordenador. Acababan de encargarles un caso de secuestro que iba a requerir la coordinación de varios departamentos, ya que exigía viajar a Europa. El objetivo: arrancar a un niño norteamericano de las garras de un padre al que el juez había retirado la custodia.

Sam sacudió la cabeza. Tenía otras cosas de las que preocuparse. La llamada de teléfono seguramente no había sido más que una argucia, por si acaso era el Sam Pender que buscaban. Era imposible que nadie supiera quién era en realidad.

Después del trabajo, Sam tuvo que pasar por su apartamento para recoger algo de ropa y algunas cosas que iba a necesitar el fin de semana siguiente. Del fue directamente a su casa porque quería lavarse el pelo y dejárselo secar al aire, tarea que requería varias horas, por lo visto. Según ella, si se lo secaba con el secador le quedaba tieso.

Del no había llevado el pelo tieso en siete años. Debían ser cosas de mujeres, pensó, mientras abría la puerta. O eso o en siete años jamás se lo había secado con el secador.

Su apartamento olía a cerrado. Lógico. No había pasado por allí más que para recoger el correo de vez en cuando desde la primera noche con Del. Y, si dependía de él, seguiría siendo así.

La luz del contestador estaba parpadeando y se acercó para escuchar los mensajes. El primero era de su madre, en Nebraska. La llamaría al día siguiente para darle el número de la casa de Del, se dijo. Seguramente, su madre se pondría a dar saltos cuando supiera que estaba viviendo con una mujer. Llevaba años soñando con tener más nietos. Y ya que hablaba con ella, lo mejor sería prevenirla sobre la posible llamada de una periodista de la revista People.

El segundo mensaje era de su hermana, recordándole que pronto sería el cumpleaños de su sobrina. Afortunadamente, sugería también varios regalos, porque él no era precisamente un experto en niñas de cuatro años.

La clínica del dentista le había dejado el tercer mensaje. Era hora de volver para su limpieza dental.

El cuarto era de Robert Lyon. Sam se quedó sorprendido cuando la voz masculina flotó por la habitación. No había visto a Robert en un año. ¿No era raro que le llamase sólo unas semanas después de que Del y él se hubieran convertido en amantes? A lo mejor el hombre tenía poderes extrasensoriales, pensó.

—Hola, Sam, soy Robert Lyon. Estaré en la ciudad un par de días y he pensado que podríamos cenar juntos.

Después, ciaba el nombre de un hotel y su número de teléfono. Sam marcó el número, sonriendo. Por lo poco que le había contado, sabía que a Del le caía muy bien Robert. Sería una agradable sorpresa llevarla a cenar con él.

Del aceptó salir a cenar el miércoles por la noche, pero Sam no le dijo que cenarían con Robert.

Esa noche, se puso el vestidito negro que tanto le gustaba y que tanto había cambiado su relación. Sam terminó de vestirse antes que ella y fue a la cocina para leer su correo electrónico en el ordenador portátil. Estaba cerrando el programa cuando Del entró, dando una vueltecita.

—Qué maravilla. Cada día me gusta más ese vestido.

—Me alegro.

—Ven aquí —la llamó Sam. Pero Del negó con la cabeza.

—No. Llegaremos tarde.

—¿Y qué?

Ella dio un paso atrás, poniendo la mesa entre los dos.

—¡Sam, tenemos reserva para las nueve…!

Sam fingió ir hacia la izquierda, pero luego fue a la derecha y la atrapó entre sus brazos.

—¡Déjame, tonto!

—Aquella noche, en el bar, también quería hacer esto.

—¿Ah, sí? —lo decía riendo, pero Sam detectó cierta inseguridad. Del llevaba tanto tiempo escondiéndose que de verdad no sabía lo preciosa que era.

—Sí —inclinando la cabeza, Saín buscó sus labios y ella no opuso resistencia. Y tampoco cuando empezó a acariciar sus pechos por encima del vestido. Al ver la reacción de sus pezones, Sam empezó a gruñir como un oso… en celo. Y ella le echó los brazos al cuello.

—Creo que podríamos tomar un aperitivo.

La deseaba tanto… Sam le levantó el vestido y se restregó desvergonzadamente contra ella. Cuando deslizaba los dedos por sus redondeadas nalgas, por la dulce hendidura…

¿Qué?

¡No llevaba ropa interior!

—Quería darte una sorpresa —murmuró Del, mordiéndole el lóbulo de la oreja. La sensación viajó de inmediato hasta su entrepierna, haciendo que sus pantalones le pareciesen terriblemente estrechos.

—Considérame sorprendido —Sam apenas tenía voz.