Por los servicios prestados – Anne Marie Winston

Mucho más que eso. La parte de arriba se pegaba a sus curvas, dejando al descubierto un escote bastante impresionante. Y a él le habría gustado poner los labios en ese escote…

Decirse a sí mismo que eso sería la estupidez más grande del mundo no parecía ayudarlo mucho. Pero se sentó a su lado intentando no acorralarla. Aunque la mesa era demasiado pequeña para un hombre tan grande como él y no podía evitar rozar las piernas de Del por debajo.

—Parece que esta mesa es muy pequeña, ¿no?

Sam intentó apartarse un poco, pero hiciera lo que hiciera su pierna rozaba contra el muslo de Del. El muslo desnudo de Del.

La camarera llegó entonces con su cena.

—Come unas patatas fritas —sugirió Sam.

—Ya he cenado.

—A ver si lo adivino: ¿una ensalada?

—Una ensalada del chef, con jamón. ¿Cómo lo sabes?

—Porque eso es lo que pides siempre que comemos con algún cliente —contestó él. No se acordaba de su cumpleaños, pero al menos recordaba eso—. Come unas patatas fritas, anda.

—Tú lo que quieres es que no me emborrache —lo acusó Del.

—Exactamente.

—Pero es que yo quiero emborracharme. Tengo que emborracharme esta noche si quiero conocer a algún hombre.

Sam, que estaba tomando un trago de cerveza en ese momento, estuvo a punto de atragantarse.

—¿Qué? ¿A quién quieres conocer?

No pensaba dejar que se fuera con un desconocido en ese estado.

—A nadie en particular —contestó ella, con voz tristona. Eso también era nuevo, Del deprimida. En el trabajo, era una mujer sensata que casi nunca se disgustaba. Pero en aquel momento, prácticamente estaba haciendo pucheros.

—¿Estás diciendo que piensas ligar con un desconocido esta noche… y en ese estado? No, de eso nada —le espetó Sam, levantándose—. No, no y no.

—¡Un momento! —exclamó Del cuando él empezó a tirar de su brazo. Se agarró a la mesa, pero sólo consiguió arrastrarla con ella—. ¡Sam, por favor! ¡Estás montando una escena!

No había una frase que temiera más que ésa, de modo que la soltó a toda prisa y volvió a colocar la mesa en su sitio, sintiendo la mirada del resto de los parroquianos clavada en su espalda. Una vez colocada, Del volvió a sentarse y él hizo lo propio, pero señalándola acusadoramente con el dedo.

—No vas a salir de este bar con nadie más que conmigo. ¿De acuerdo?

Del parpadeó, mirando el dedo acusador.

—¿Quieres que te muerda?

—¿Qué? Ah, ya entiendo —murmuró Sam, mirándola con cara de malas pulgas—. Estás intentando cambiar de tema.

—Exactamente —asintió ella, tomando una patata frita. Al ver cómo se la metía en la boca, Sam tuvo que apartar la mirada.

—¿Por qué? Con las cosas que pasan hoy en día, ¿por qué vas a arriesgarte con un extraño?

—Es muy sencillo —contestó ella, tomando un sorbo de su copa—. ¿Sabes cuántos años cumplo hoy?

Sam negó con la cabeza. Nunca se había preguntado su edad. Para él, sólo era Del.

—Empezamos a trabajar juntos hace siete años —murmuró, como pensando en voz alta.

—Eso es. Y yo acababa de terminar la carrera. Hoy cumplo veintinueve.

—¿Felicidades? —sonrió Sam, divertido por su cara de enfado.

—¡No! Acabo de cumplir veintinueve años y nunca he tenido novio, y mucho menos amante, en toda mi vida. Soy una solterona. Y me niego a dejar que pase otro año sin saber por qué todo el mundo habla tanto del sexo.

Para Sam, fue como si lo hubiera golpeado en la cabeza con un bate de béisbol.

—Tú nunca… nunca…

—No, nunca —suspiró Del—. Nunca.

—¿Por qué?

¿Por qué una mujer tan atractiva como Del Smith seguía siendo virgen a los veintinueve años? Sam no entendía nada. Sabía que debía responder como un amigo, pero su cuerpo estaba respondiendo como si fuera un animal en celo.

—Eres una mujer guapísima, Del. No puedo creer que nunca hayas encontrado a un hombre interesado en ti.

Ella lo miró, escéptica, arqueando una ceja.

—No seas ridículo. Tú sabes tan bien como yo que mi forma de vestir no es exactamente la fantasía de ningún hombre.

—¿Y qué? Podrías haber encontrado a alguien si quisieras. Tú escondes tu atractivo como otra gente esconde su dinero.

—Por eso. Es que nunca he querido llamar la atención de un hombre —suspiró Del—. Cuando era más joven, mi madre era una chica alegre y solía organizar fiestas en casa. Fiestas con alcohol, con hombres… Ha estado casada varias veces desde que mi padre murió, pero sus matrimonios no duraron nada.

Había mucho dolor en esa explicación y, de repente, a Sam le resultó fácil dejar de pensar en sí mismo.

—¿Dónde estabas tú cuando tu madre hacía esas fiestas?

—En mi habitación. Pero podía oír todo lo que pasaba en el piso de abajo. Solía espiar muchas veces desde el pasillo, pero una noche, un hombre intentó —Del hizo una mueca de asco— propasarse. Mi padrastro del momento lo echó de casa a patadas, pero cuando me hice mayor, mi madre decidió casarme a toda costa. Empezó a presentarme a posibles maridos cuando cumplí los dieciséis años.

Sam se dio cuenta de que estaba apretando los puños e hizo un esfuerzo consciente por relajarse, respirando profundamente.

—Empiezo a entender por qué vistes como vistes.

Ella sonrió, señalándole con una patata frita, como si fuera un puntero.

—Exactamente.

—¿Y cómo escapaste de allí?

—Me fui a una universidad al otro lado del país. Y ya conoces el resto. Empecé a trabajar para ti tres semanas después de terminar la carrera.

Sam lo recordaba bien. Le había hablado de su nueva agencia a un amigo al que conoció mientras estaba convaleciente. El hombre le había dicho que conocía a una chica con un título en administración de empresas y le dio muy buenas referencias.

No quería ni imaginarse cómo habría sido la infancia de Del. Visiones de una niña mal vestida en una casa sucia, luchando contra los amigos borrachos de su madre… ¿Por qué no había sabido nada de aquello hasta ahora?

Pero sabía por qué, pensó, mientras comía el sándwich que había pedido. Porque él no era el tipo de persona que inspiraba confidencias. Y Del, sin el alcohol que había consumido esa noche, no era el tipo de persona que las hacía. Sam agradeció al cielo que lo hubiese llevado allí esa noche. Claramente, lo había puesto en el camino de Del para evitar que cometiese un terrible error.

—Te agradezco que me hayas contado eso. Pero, ¿por qué ahora? Si has decidido que estás interesada en mantener una relación sentimental, ¿por qué no lo haces de una forma más convencional?

—¿Una relación sentimental? —repitió ella, haciendo una mueca—. No, de eso nada. No quiero que un hombre intente hacerme creer que me quiere —añadió, riendo, aunque había poco humor en esa risa—. Mi madre ha sido un ejemplo increíble de lo que es un matrimonio. Gracias, pero paso.

—Muy bien. Así que no quieres una relación sentimental. Pero, ¿por qué buscar un extraño en un bar?

Ella lo miró como si estuviera loco.

—¿Y dónde quieres que lo encuentre, en una iglesia?

—Hay otros sitios donde conocer hombres.

—¿Por ejemplo?

Maldición. No se le ocurría ninguno, excepto…

—¿Qué tal una agencia de contactos?

—¿Tú harías eso?

—Ni muerto —contestó Sam. Entonces se dio cuenta de lo que había dicho—. Ah, ya, era una pregunta trampa.

Había tenido multitud de ocasiones para familiarizarse con la terquedad de Del. Y, por su expresión, que parecía decir: «Puedes decir lo que quieras, yo pienso hacer las cosas a mi manera», supo que no iba a hacerle ni caso.

—No hay nada malo en ser virgen —dijo, a la desesperada.

—¿Tú eres virgen?

—¡Claro que no! Pero… ése no es el asunto.

—¿Por qué? ¿Porque tú eres un hombre? —de repente, había lágrimas en sus ojos.

Oh, no. Lágrimas. Él odiaba las lágrimas.

En los siete años que llevaban trabajando juntos, jamás había visto llorar a Del.

—No, claro que no. Sólo porque… porque —no sabía qué decir y, por supuesto, ella no iba a ayudarlo.

De repente, Del se levantó.

—¿Lo ves? No se te ocurre una sola razón —le espetó, dirigiéndose a la barra.

Sam se quedó con la boca abierta mientras la veía cruzar el pub sobre aquellos altísimos tacones. Esos tacones que hacían que sus piernas pareciesen interminables. Era increíble que aquélla fuese la primera vez en siete años que le veía las piernas. Tan increíble como la conversación que acababan de mantener.

Entonces vio que Del se había sentado en un taburete de la barra. Pero no podía ser. No iba a dejar que hiciera eso. A toda prisa, dejó un billete sobre la mesa y se levantó para acercarse a la barra.

—… trabajo para una empresa de seguridad. Ya sabes, alarmas para las casas y cosas así —le decía al tipo que estaba sentado a su lado.

Incluso medio borracha y cabreada con él, Sam se percató de que intentaba ser discreta sobre la empresa. Habían acordado mucho tiempo atrás que la mejor publicidad era el boca a boca, que no a todo el mundo le interesaba el tipo de trabajo que hacían.

—Hola —dijo Sam.

Del se volvió.

—Vete.

—Ahora mismo. Y tú vienes conmigo —dijo él. Y, con un rápido movimiento, se la echó al hombro como si fuera un bombero.

—¡Sam!

—Oiga, amigo… —empezó a decir el tipo que estaba sentado a su lado. Sam lo fulminó con la mirada.

—La señorita está conmigo.

El hombre levantó las manos, con cara de susto.

—Muy bien. Si es así… Yo sólo estaba charlando con ella. No sabía…

Su voz se perdió mientras salían del bar.

Del se agitaba, intentando que la soltase, y Sam tuvo que apretar su trasero. La falda era tan corta que podría meter la mano por debajo y… ¡por favor! ¿En qué estaba pensando?

—Cálmate —le aconsejó, pasando una mano por sus bien formadas pantorrillas—. ¿Haces mucho ejercicio?

—Te mato —dijo ella, con voz ahogada. Probablemente porque tenía la cara enterrada en su camisa.

—No lo creo —sonrió Sam, dejándola sobre la acera—. Mañana por la mañana me darás las gracias.

Del se apartó el pelo de la cara y él tuvo que controlar el deseo que provocó ese gesto. Un gesto increíblemente sexy que hacían las mujeres sin darse cuenta.

—¡De eso nada!

Nunca antes la había visto tan desafiante. Del se abrazó a sí misma, como si tuviera frío, que debía tenerlo con aquel vestidito tan corto, y le temblaba la voz cuando volvió a hablar:

—Mañana por la mañana seré más vieja que hoy. Ningún hombre me querrá nunca.

A la luz de la farola, Sam vio que había dos lágrimas corriendo por sus mejillas.

«Oh, no, eso no». Odiaba ver llorar a una mujer. No había nada en la vida para lo que no lo hubiesen entrenado durante sus años en el grupo especial de la marina, los Navy Seal, excepto para las lágrimas femeninas.

—¡Deja de llorar, maldita sea!

De repente, Sam perdió la paciencia con ella, consigo mismo y con toda aquella historia. ¿Por qué demonios intentaba apartarse de Del? La deseaba, la había deseado desde… desde siempre. Pero nunca había querido admitirlo.

—No eres vieja. Y si estás tan decidida a perder tu virginidad esta noche, puedes hacerlo conmigo.

—¿Contigo? —repitió ella, con expresión horrorizada.

—Conmigo —repitió Sam—. Me ducho todos los días, no soy violento, a menos que no haya más remedio, y soy una persona de confianza. Además, se me da bien el sexo. Te gustará. —«Ya mí también, cariño», pensó—. Y ahora, sube al coche.

Rápidamente, antes de que ella pudiera discutir, la tomó por la cintura y prácticamente la empujó para subirla al jeep.

—Te traeré mañana para que puedas recoger tu coche. Esta noche no vas a conducir.

Luego cerró la puerta, dio la vuelta y se colocó tras el volante del Jeep Cherokee. Del no se había movido, ni siquiera se había puesto el cinturón de seguridad, de modo que lo hizo él. Cuando, por accidente, rozó sus pechos con el brazo, ella dejó escapar un gemido como de terror y se quedó muy quieta. El pulso de Sam se aceleró, pero contuvo el impulso de devorarla allí mismo. Estaban muy cerca. Podía oler su perfume, podía sentir su aliento en la cara, ver cómo su pecho subía y bajaba…

—¿Estas bien? —preguntó, con voz ronca.

—No —contestó Del. Sam vio que otra lágrima rodaba por su mejilla y la secó con un dedo.

—Sí, estás bien. Y ahora deja que te lleve a casa.