El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Los cuatro hombrecillos adoptaron una pose de estatua y en voz alta pronunciaron sucesivamente sus respectivos nombres:

—Gorgonán —dijo el primero.

—Borbarón —añadió con rapidez el segundo.

—Candelán —continuó el tercero.

—Sandelón —concluyó el cuarto.

El Visitante se acercó a ellos y fue mirándolos uno a uno de arriba abajo con la misma parsimonia y ceremoniosidad con que un general examina su tropa. Los cuatro hombrecillos se mantenían erguidos y risueños ante él. A decir verdad, el joven no encontraba diferencia alguna entre ellos. Incluso el tono de su voz era idéntico, de manera que cuando hablaban parecía que fuera un eco mágico el que mudaba sus palabras de una boca a otra.

—Tampoco tenéis que precipitaros en tomar una decisión ahora —aconsejó Gorgonán al joven.

—Sí, tomaos tiempo, pensadlo —proclamó Borbarón.

—Será lo mejor —añadió Candelán.

—Desde luego —concluyó Sandelón.

El joven fue desplazando sus ojos de un hombrecillo a otro a medida que hablaban y entonces cayó en la cuenta de que cada uno de ellos tenía un brillo distinto en sus grandes ojos iguales. No sabía exactamente qué era, pero estaba seguro de que algo los diferenciaba: un fulgor, un destello, un matiz.

—Hagamos una prueba —rogó el Visitante, a quien la intriga creada parecía divertirle mucho—. Cambiad vuestra posición mientras yo cierro los ojos. Intentaré acertar quién es cada cual.

—¡Estupendo! —exclamó Gorgonán.

—Hagámoslo, pues —dijo Borbarón entusiasmado.

—Cerrad los ojos —ordenó Candelán al joven, que obedeció en un pis pas.

—Cambiémonos de posición —concluyó Sandelón, empujando precipitadamente a sus compañeros.

Los cuatro hombrecillos cambiaron sus posiciones originarias embarullándose y tropezando unos con otros entre risotadas y alharacas. Cuando terminaron de situarse de nuevo, dijo Gorgonán:

—Podéis empezar.

A lo que Borbarón añadió:

—Pensadlo bien.

—No tengáis prisa —recomendó Candelán.

—¿Quién es quién? —preguntó finalmente Sandelón.

El Visitante se llevó la mano derecha a la barbilla y adoptó una actitud meditabunda. Vistos así, hubiera jurado que Gorgonán era el primero de la fila, el situado a su izquierda. Así que se acercó a él nuevamente y le dijo:

—¿Podéis sonreír un momento?

El hombrecillo dibujó con su rostro arrugado una sonrisa ingenua y sus ojos chisporrotearon como si una bengala se hubiera encendido en ellos.

—Sí —dijo el joven, decidido—. Sin ninguna duda vos, sois Gorgonán Plaistelo de Luganderbo.

—Os equivocáis, alteza —contestó el hombrecillo—. Mi nombre es Borbarón Candelte Pinxespo.

—Entonces, vos sois Sandelón —afirmó el Visitante, señalando al último de la fila con el dedo índice extendido.

—Si no os incomoda demasiado, alteza, preferiría que me llamarais Candelán Rústela Vartatraz, pues ése es mi nombre.

—No he tenido mucha suerte, ¿verdad? —lamentó el Visitante, algo decepcionado.

—Bueno, admitamos que no era fácil. Incluso a mí me cuesta saber quién soy. Seguro que mañana nos conoceréis a todos mucho mejor y tal vez también pronto os conozcáis mejor a vos mismo.

Gorgonán propuso que se sentaran a la mesa para cenar y se dirigió apresurado a la cocina mientras Sandelón y Candelán salían de la cabaña para buscar leña con la que avivar el fuego de la chimenea, que languidecía perezosamente al fondo de la estancia. Entonces Borbarón se acercó al Visitante, le pidió que se agachara como quien se dispone a confesar un secreto y le susurró al oído:

—No os fiéis de ellos, alteza.

El joven se vio sorprendido por las palabras de Borbarón. ¿A quiénes se refería, de quiénes no debía fiarse?, se preguntó intrigado y aturdido, pues no le parecía que aquellos simpáticos hombrecillos pudieran albergar la intención de causarle algún mal.

—¿Qué queréis decir? —inquirió.

—Que aquí nada es lo que parece —dijo Borbarón.

—¿Os referís a ellos, a vuestros amigos?

—Si queréis llamarlos de ese modo… —dijo Borbarón tras encogerse de hombros.

—En verdad que no logro entenderos —protestó el Visitante—. Si ellos no son vuestros amigos, ¿quiénes son y por qué viven con vos en esta cabaña?

Borbarón llevó un dedo a sus labios en solicitud de silencio. Luego miró hacia la cocina y, tras comprobar que Gorgonán estaba atareado con sus ollas y fogones, musitó:

—¿Aún no os habéis dado cuenta de que todos somos uno, y uno solo somos todos?

—¿Queréis decir que ellos saben de qué me habláis ahora?

—¡Oh sí, desde luego! —exclamó Borbarón.

—Entonces, ¿por qué me habláis tan bajito? —preguntó el joven.

—Porque es mejor ser prevenido, nunca se sabe.

—Me estáis confundiendo.

—La confusión alerta los sentidos —dijo Borbarón manifestándose indiferente a sus propios misterios.

En ese instante entraron Candelán y Sandelón en la cabaña, cargados con robustos troncos de leña. El primero miró al joven, le guiñó un ojo y dijo:

—No hagáis mucho caso a Borbarón, siempre está enredando con sus intrigas y sus suspicacias.

El rostro de Borbarón se enrojeció como una hoguera.

—Será mejor que nos sentemos a la mesa —dijo éste, quedamente.

—Será lo mejor —confirmó Sandelón.

Candelán y Sandelón se acercaron a la chimenea y dejaron caer en la leñera los troncos que portaban con un estruendo sordo. Después arrojaron algunos palos al fuego, que recobró de súbito su perdida vivacidad. Luego ayudaron a Gorgonán a llevar la olla y los platos hasta la mesa. La cabaña se impregnó de un fuerte olor a berzas y espinacas cocidas, un aroma a huerta y lluvia desconocido para el Visitante, acostumbrado sólo a degustar piezas de caza como el jabalí, el venado o los faisanes. Tan era así, que no pudo disimular su repulsión ni contener su lengua:

—Yo no comeré ese brebaje de hierbas malolientes —protestó el joven, mirando a Borbarón como si temiera ser envenenado. No en vano, él mismo le había advertido que no se fiara de aquellos hombrecillos con cara de ingenuos y educadas maneras. Además, en el castillo de su padre había oído contar antiguas historias de odios y confabulaciones que terminaron trágicamente con suculentas comidas emponzoñadas.

—Como vos gustéis, alteza, pero mucho me temo que si no coméis berzas y espinacas habréis de guardar forzado ayuno, pues no otra cosa puede ofreceros este humilde cocinero —dijo Gorgonán mientras colocaba una hogaza de pan blanco sobre la mesa.

—Comeré pan, si no os importa —dijo el joven tras oír la sentencia de Gorgonán condenándolo a un ayuno no deseado, pues sentía como punzadas de cuchillos las protestas de su estómago, postergado al olvido desde que se marchó del castillo de su padre.

—Si ése es vuestro deseo, espero que tengáis buen provecho —dijo Borbarón con indiferencia—. Y ahora será mejor que os sentéis en el suelo, no tenemos mesa ni taburetes adecuados a vuestro tamaño.

—Os ruego nos disculpéis por la dureza de vuestro asiento, tan inadecuado para vuestro noble rango —se excusó Sandelón sonriendo.

—No os preocupéis por mí, tengo buenas posaderas —dijo el joven ásperamente, a la vez que se dejaba caer sobre el suelo entarimado de la cabaña, junto a la mesa. No estaba muy seguro de que aquellos hombrecillos diminutos fueran n verdad complacientes con él. Pero muy pronto comprobó que sus temores carecían de fundamento,

—Tomad este cojín, es de plumas de oca y mullido como una alfombra de césped. Estaréis mucho más cómodo sobre él —dijo Candelán atentamente.

—Sois muy amable, Candelán.

Al oír esto, los cuatro hombrecillos se miraron atónitos.

—¿Habéis oído lo mismo que yo? —inquirió Candelán.

Los otros asintieron con un movimiento oscilante de sus cabezas, mudos de asombro.

—¿Cómo lo habéis logrado? —preguntó Gorgonán.

—¿A qué os referís? —replicó el Visitante.

—Habéis llamado a Candelán por su nombre —advirtió Sandelón.

—Será por casualidad —se limitó a contestar el joven, al tiempo que daba un pellizco a la hogaza y se llevaba un trozo de pan a la boca.

—¿Estáis seguro? —-insistió Borbarón.

—¿A vos qué os parece, Borbarón? —dijo el Visitante muy seguro de sí.

Borbarón dejó escapar una exclamación de sorpresa al ver que los ojos del joven se habían clavado en los suyos. Luego preguntó:

—¿Os dirigís a mí?

—A vos mismo —confirmó.

—Es evidente que nuestro invitado empieza a conocernos un poco —dijo Gorgonán Plaistelo de Luganderbo, con solemnidad de profeta—. Probablemente —continuó:— mañana esté en condiciones de decidir quién de nosotros lo acompañará en su viaje por el Laberinto.

Borbarón miró al Visitante con mucho disimulo y murmuró:

—No os olvidéis de lo que os dije antes, alteza.

—Vamos, Borbarón, déjate de misterios, sólo lograrás asustar al muchacho…, digo, a su alteza —auguró Sandelón sonrojándose.

—Es cierto —añadió Candelán con el mismo tono de voz—.Además, cómo pretendes que su alteza deposite su confianza en ti, si precisamente tú le aconsejas que no la tenga en nosotros. Mal merece credibilidad quien no la ofrece —sentenció sin inmutarse.

Borbarón, avergonzado, clavó los ojos en el plato de verduras cocidas y no los volvió a levantar durante toda la cena. También los otros tres hombrecillos se aplicaron al mismo menester, aunque de vez en cuando interrumpían su ocupación para contestar a las preguntas del Visitante, ávido de encontrar respuestas en el Laberinto.

—Decidme, Gorgonán, ¿qué importancia tiene que yo elija sólo a uno de los cuatro si, como he oído decir, todos sois uno y uno solo sois todos? —inquirió el Visitante mientras afuera el viento componía melodías fantásticas removiéndose entre las sombras.

—Interesante cuestión —dijo Candelán en actitud divertida.

Gorgonán alzó los ojos del plato, removió las berzas y las espinacas en la boca, chasqueó la lengua y luego contestó:

—Si he de ser franco, os diré que no tiene ninguna importancia, alteza, pues efectivamente todos somos uno y uno solo somos todos.

—Eso es —corroboró Sandelón.

—Entonces, ¿podríais explicarme por qué Borbarón me aconseja que no me fíe de vosotros?

—Muy agudo —apostilló Candelán.

—Difícil cuestión —añadió Sandelón.

Gorgonán cogió su jarra de agua y dio un largo trago antes de contestar:

—Porque la vida tiene caras y voces diferentes que, no obstante, parecen iguales a los ojos de quien las ve y las oye.

El Visitante frunció el entrecejo, confundido.

—¿Podéis ser un poco más explícito? No entiendo lo que decís.

—Nosotros no somos distintos a vos mismo, alteza —respondió Gorgonán, pasándose la manga de su camisa por los labios—. Alguna vez habréis oído voces en vuestro interior que parecen no estar de acuerdo en lo que dicen.

—Sí, es posible —aceptó el joven—. Aunque ahora no puedo recordar ninguna.

—Pues la voz de Borbarón fue una de esas voces, y no hizo más que repetir en voz alta lo que vos mismo pensasteis al llegar a este Laberinto —explicó Gorgonán.

El joven se removió en su incómodo asiento.

—¿Estáis de acuerdo con eso, Borbarón? —preguntó.

—¡Oh, sí, sí, desde luego! —asintió ruborizado—. Fuisteis vos quien dudó de nosotros. ¿No lo recordáis?

—Pensad, pensad, alteza —dijo Sandelón con retintín.

Después de alzar los ojos al techo de troncos robustos y secos de la cabaña, el Visitante recordó que era cierto que él había recelado de aquellos hombrecillos iguales como gotas de agua al poco de encontrarlos. Nunca había visto seres semejantes a ellos, a pesar de haber oído contar en su infancia antiguas leyendas sobre duendes, hadas, brujas y dragones capaces de complicarles la vida al más sensato de los hombres. ¿Por qué habría de confiar en ellos?

—Tenéis razón —admitió el joven—. Tuve mis dudas antes de que Borbarón las sembrara en mi ánimo, os ruego que disculpéis mi desconfianza.

—No no no no no —dijo Borbarón precipitadamente—. No tenéis que disculparos por eso. Hicisteis lo adecuado, alteza. Recelar de lo desconocido os ayudará a conocerlo y a conoceros, es el principio de todas las cosas en el Laberinto.

—Desde luego —admitió Candelán.

—Sin ninguna duda —insistió Sandelón.

—¿Y cómo sabré cuándo puedo mostrarme confiado?

—Cuando lo oigáis así en vuestro interior —concluyó Gorgonán.

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