El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Capítulo XII

A medida que Junco y Narbolius avanzaban por un bosque denso y oscuro, una niebla más espesa que los negros velos de las tinieblas los envolvió. Algo había cambiado en el entorno y Junco lo percibió al instante. Ahora le parecía reconocer la tierra que pisaban aunque no pudiera verla y presintió, de al­gún modo, que regresaba al mundo de los hombres. La fanta­sía y la irrealidad no eran más que un recuerdo grato en su memoria. Incluso la imagen de Gorgonán se diluía en su men­te haciéndose más irreconocible, como si la niebla la falseara o como si sólo fuera la imagen emborronada de un sueño olvidado. También la cándida expresión del dragón se trans­formó adquiriendo rasgos más severos, como si Narbolius in­tuyera los acontecimientos que el murmullo del viento dan­zando entre las ramas de los árboles pregonaba.

No pasó mucho tiempo cuando de las sombras del bosque surgió una extraña voz:

—¡Deteneos, insensato! ¿Acaso imagináis lo que más allá de este bosque sombrío os aguarda?

Los ojos de Junco rebuscaron en la inquietante oscuridad de la noche hasta que al pie de un árbol gigantesco descu­brieron lo que parecía la figura difuminada de un caballero malherido recostado junto al tronco, muy cerca de las reman­sadas aguas de un riachuelo. Vestía armadura y un yelmo ce­rrado le cubría la cabeza. A su lado, yacían cubiertos por una gruesa capa de polvo una vieja espada y un escudo con ma­jestuosos símbolos heráldicos.

De un salto, Junco bajó de Narbolius y corrió en ayuda del presunto herido, pero se quedó pasmado al levantar la visera del yelmo y comprobar que bajo la armadura no había nadie: ningunos ojos, ningún rostro, ningún cuerpo. Pensó que se trataba de una emboscada y se incorporó veloz, mirando des­confiado en derredor y llevando la mano a la empuñadura de su espada.

—Si desenvaináis la espada no esperéis que sea yo quien os rete a duelo. Así es que conteneos y reservad vuestros ímpe­tus para ocasión más precisa, no tenéis nada que temer de mí.

Junco miró a Narbolius y la calma que apreció en sus ojos de azafrán le confirmó que ningún peligro les acechaba.

—Entonces, ¿por qué no salís de vuestro escondrijo y de­jáis que pueda veros como vos me veis a mí? —dijo sin saber a quién dirigir sus palabras.

—¿Os parecen poco visibles los brillos de mi atuendo? —respondió con tono jocoso la voz de la armadura—. Acer­caos sin miedo —añadió.

—¿Sois un fantasma? —se atrevió a preguntar Junco al ver a la armadura incorporarse hasta apoyar la espalda en el grue­so tronco del árbol. Luego, la mano enguantada de la coraza se elevó hasta la visera del yelmo y la alzó produciendo un so­nido metálico.

—Así se respira mejor —dijo el fantasma como si bromeara.

Junco se acercó hasta la armadura y volvió a mirar adentro.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó incrédulo, pues nada que no fuera metal encontró en el interior de la coraza.

—Llevo siglos en este lugar —contestó la armadura algo so­focada.

—Debe de ser aburrido estar siempre en el mismo lugar —murmuró Junco, pues no se le ocurrió otro modo de disi­mular su estupor ante tan insólito encuentro.

La armadura se removió de nuevo y sonó como un tinti­neo de torpes campanas.

—No creáis —dijo—, he entretenido el tiempo pensando sobre lo que hice en mi vida y los errores que entonces co­metí. Tal vez el mayor de todos fue haber venido un día has­ta aquí, hace ahora mucho tiempo.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Junco interesado.

—Sentaos a mi lado, os lo contaré si os complace oírlo.

Junco obedeció y se sentó junto a la armadura, aunque no pudo evitar sentir cierto rubor al conversar con un ser incor­póreo que, sin embargo, hablaba con inusitada sensatez. Cuando era niño había oído a las cocineras del castillo de su padre contar antiguas leyendas sobre fantasmas que vagaban perdi­dos entre tinieblas y aterrorizaban a nobles y campesinos de la comarca con sus extravagantes ruidos y sus misteriosos movi­mientos de muebles y objetos, pero nunca imaginó que llega­ría un día en que él mismo conversaría con uno de ellos, por demás tan cortés y tan cuerdo. Sin duda no hay que fiarse de las leyendas, pensó, y recordó las palabras de Dongo, el coci­nero del barco vikingo del capitán Uklin, cuando le dijo que también hubo en la historia piratas que defendieron causas nobles y que no siempre las leyendas son ciertas, pues las for­ja la invención y ésta es proclive al engaño.

—Cuando vos gustéis —dijo Junco, acomodando sus po­saderas sobre unas matas de tomillo que le sirvieron de cojín.

La armadura carraspeó antes de iniciar su relato y su voz se ensombreció.

—Hace muchísimos años hubo una guerra de las más terri­bles que se conocieran. Todo el bosque que ahora oculta esta espesa niebla hervía en el fragor de la batalla y el agua clara del riachuelo que transcurre a pocos pasos de nosotros se tiñó pronto del color rojo negruzco de la sangre. Yo mismo, mon­tado en un hermoso corcel blanco, blandía mi espada ciego de ira mientras lanzaba mandobles a diestro y siniestro con la furia de una alimaña acorralada. Mis rivales caían ante mí como frá­giles marionetas de un guiñol malhadado: destrozados, mutila­dos, muertos. Y de sus cadáveres se alimentaba mi rabia, ajena a los gritos, al horror, al espanto clavado en los ojos de mis enemigos, que no hacían sino aumentar la fuerza de mi brazo y la impiedad de mi alma. Nada podía contenerme, ningún sentimiento de compasión o clemencia. Un único pensamien­to gobernaba mi razón perdida: MATAR O MORIR. Con tal afán, lancé mi brazo con todo el vigor de que era capaz hasta el cuello de un guerrero dispuesto a clavarme su lanza en el co­razón y mi espada segó su cabeza como la guadaña el trigo. Entonces vi aterrado que mi enemigo no era más que un mu­chacho y que sus ojos, aún abiertos a pesar del golpe mortal, estallaban implorándome una razón que justificara nuestra vio­lencia. No miento si os confieso que me quedé petrificado, in­capaz del menor gesto, del más leve movimiento. Tampoco me importó quedar a merced de mis enemigos, pues mi mente se mostraba incapaz de acoger otra inquietud o zozobra que la pre­gunta nunca contestada a aquel muchacho moribundo. Y por un instante me vi convertido en un lobo de enormes colmillos afilados como flechas que, como el resto de la feroz manada, destripaba los cuerpos ensangrentados de otros lobos ham­brientos de muerte. Fue entonces cuando bajé de mi caballo, indiferente al clamor de la batalla que retumbaba en mis oídos con el zumbido sordo de un trueno. Abatido y desolado por la muerte del muchacho, me senté bajo este árbol, y desde en­tonces he permanecido aquí, intentando responder a aquella pregunta y esperando que alguien como vos pasara de la fanta­sía a la realidad para advertirle —dijo la armadura.

—¿Advertirle? ¿Advertirle de qué? —inquirió Junco. Un súbito silencio sobrevoló el bosque y los ojos de Narbolius se elevaron hasta el cielo invisible de la noche como si buscaran en él la respuesta a la pregunta de Junco.

—De la crueldad de los hombres —respondió al cabo la armadura, embadurnando de pesadumbre su voz—. Si conti­nuáis vuestro camino os encontraréis con la triste realidad de la guerra, una guerra cruel e injustificable en la que no im­porta que mueran ancianos, mujeres o niños —añadió dejan­do escapar un suspiro.

—No tengo otro remedio que seguir adelante. He de re­gresar al castillo de mi padre —dijo Junco con reverencia.

—De cualquier modo, quedáis advertido.

—Sois muy amable. ¿Cómo os llamáis? —preguntó Junco.

—Ahora mi nombre no tiene importancia, pero me llamo Dalmor, aunque todos me conozcan como Dalmor el Des­venturado, y ésa que veis ahí es mi oxidada espada —dijo se­ñalando a su lado.

—He oído hablar de vos, aunque nunca sospeché que lle­garía a conoceros.

—Pues ahora también conocéis mi historia, y confío en que os sirva de algo mi experiencia.

—Así lo procuraré —asintió Junco.

Luego, la voz de la armadura habló pausadamente:

—Corren malos tiempos por estas frías tierras. El odio si­gue prendido en las almas de muchos caballeros infames como la brea en una antorcha.

—¿Y cuáles son ahora los motivos de sus disputas? —qui­so saber Junco.

—¡Oh, son los de siempre! La ambición, el poder, la codi­cia, la maldad, el egoísmo, el desprecio a los otros, pues hay en la naturaleza humana un instinto animal que se resiste a abandonarlos —respondió la armadura con desgana—. Mejor haríais en volver sobre vuestros pasos y regresar al lugar del que venís.

—Voy al lugar del que un día partí —dijo Junco—. Pero no os inquietéis por mí, no tengo el menor propósito de guerrear.

—No puedo reteneros aquí contra vuestra voluntad. Sois libre para elegir los senderos de vuestro destino, pero no olvi­déis nunca que allí donde comienza la libertad de otro hombre acaba la vuestra; sólo así evitaréis involucraros en los conflic­tos que azotan la historia de la humanidad desde los orígenes del mundo.

—Os agradezco la advertencia y el consejo, pero ahora debo marcharme. Mi padre me aguarda —dijo Junco excu­sando su prisa.

—¡Que la suerte os acompañe!

Fue decir esto, y la armadura se desmoronó como si hu­biera caído sobre ella un soplo hechizado, conformando jun­to al gigantesco árbol un montículo de chatarras oxidadas.

Capítulo XIII

Más allá del bosque se abría un inmenso páramo. El cielo se teñía del color gris de la ceniza y en el horizonte largas co­lumnas de humo se confundían con él. Junco cabalgaba sobre Narbolius, cuyo aspecto era ahora majestuoso sobre la in­mensa llanura. Pensaba en la historia que la armadura le había contado y en la pregunta sin respuesta que los ojos del mu­chacho le habían formulado en silencio antes de morir. Tam­poco él encontró una razón que justificara la violencia. Tal vez, se dijo a sí mismo, porque la violencia fuera, simplemen­te, injustificable. Y pensando esto, sus propios ojos se cubrie­ron de terror al descubrir la negra sombra que se aproximaba a ellos desde el sur. Narbolius se agitó como un potro que hubiera visto al diablo ante sus mismas narices: la húmeda hierba estaba sembrada de cadáveres ensangrentados, cuerpos sin brazos, rostros desencajados por el dolor, cabezas destroza­das y miradas sin vida extraviadas en los abismos del caos. Sólo la negra sombra que se removía en la lejanía parecía ha­ber sobrevivido a la masacre.

Cuando llegaron hasta ella, Junco pudo ver a una mujer ataviada con largos velos negros que le cubrían la cara y dan­zaban mecidos por el viento. Todo a su alrededor permanecía en penumbra, como si la misma luz huyera de su proxi­midad.

Junco se estremeció al contemplarla

—¿Os habéis extraviado? —preguntó.

La mujer emitió una carcajada chillona que propagó el aire. Luego, contestó con voz lúgubre:

—Eres tú el forastero y no yo, jovencito.

—¿Vivís cerca de aquí? —insistió Junco, esforzándose en mantener tranquilo a Narbolius, que no paraba de moverse de un lado a otro para evitar la mirada aciaga que se ocultaba tras los negros velos de la sombra.

La mujer volvió a reír estrepitosamente.

—Yo habito donde me llaman. Todo lo que ven tus ojos me pertenece. Han sido días muy provechosos para mí. ¿No te parece?

—¿Ha sido obra tuya este desastre? —preguntó Junco con una mueca de horror bosquejada en sus labios.

—No, jovencito, se han matado unos a otros, anticipándo­se a mi llegada. Tanto es el poder de los hombres que pueden matar a otros hombres. Ese soldado que ves a mi lado —dijo señalando con un dedo tenebroso— no debía haber muerto hasta cumplidos los ochenta años. Era un rudo pastor que se habría casado pronto y habría tenido muchos hijos a los que cuidar. Sin embargo, nada de eso ocurrirá ya.

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