El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Junco seguía el relato del capitán Uklin embelesado, pero no pudo evitar interrumpirlo.

—Ese mezquino barón es un asesino.

—No os quepa duda, su ambición no tiene límites y no cesará en su empeño de arrebatarle la corona al rey Winder Wilmut Winfred, tan pronto se apodere del castillo del señor Grenfo Valdo.

—Lo sé —dijo Junco apesadumbrado—. Y tengo que evi­tar que así sea. El rey es mi padre —concluyó esparciendo sus ojos por la hierba sembrada de florecillas.

—¿Qué habéis dicho? —exclamó sobresaltado el capitán Uklin.

—Lo habéis oído muy bien, pero os ruego que guardéis el secreto que os he confesado como si nunca hubiéramos ha­blado de ello.

El capitán enmudeció.

—¡Juradlo, os lo ruego! —pidió Junco.

—¡Os juro que seré más callado y prudente que un asno! —aseguró el capitán besando la uña de su pulgar derecho.

—Ahora será mejor que vayamos a auxiliar al señor Gren­fo; por el camino me contaréis cómo caísteis prisionero sien­do tan hábil con la espada como con vuestra lengua.

Ambos se incorporaron dispuestos a emprender su marcha.

—Alteza… —titubeó el capitán Uklin—. ¿Os importa quitaros el yermo para que pueda ver vuestro rostro?

—Claro, capitán, pero no me llaméis alteza. Llamadme Junco, como solíais hacerlo en vuestro barco vikingo —con­cedió al tiempo que descubría su cabeza, iluminada por débi­les rayos de sol.

—¡Por las barbas mojadas de un ogro peludo! ¡Pero si sois el pobre muchacho que cayó al, agua y se lo tragaron las olas del lago como a un pececillo indefenso! ¡Dejadme que os abrace! —exclamó el capitán apretando a Junco contra su pe­cho—. Os buscamos durante días sin encontrar el menor ras­tro de vos, podéis creerme. ¿Cómo habéis crecido tanto?

—Ha pasado el tiempo, capitán, ya no soy el joven que se buscaba a sí mismo en el Laberinto, y vos me ayudasteis a cre­cer. Os estoy muy agradecido.

—Vamos, vamos, no digáis eso —dijo el capitán Uklin ha­ciendo aspavientos con sus fornidas manos—. Os hice mi pri­sionero, ¿no lo recordáis?

—Entonces sólo era prisionero de mi ignorancia.

Apenas dijo esto, Junco oyó removerse a Narbolius entre las altas hierbas del pantano. Y cuando miró hacia el dragón, vio como en un sueño que Gorgonán le daba de comer unas florecillas diminutas y sabrosas, a juzgar por la delectación con que Narbolius las degustaba.

—¿Gorgonán? —preguntó Junco indeciso.

Pero la imagen del viejo duende desapareció dé súbito como si al nombrarlo se hubiera conjurado el hechizo que lo hiciera desaparecer de nuevo.

—¿Aún seguís hablando a solas con el viento? —dijo el ca­pitán, y ambos rieron como no recordaban haberlo hecho desde hacía mucho tiempo.

Capítulo XVI

Durante el viaje de regreso al castillo del señor Grenfo Valdo, el capitán Uklin contó a Junco cómo cayó prisionero del mezquino barón Trulso Toleronso. Le dijo que, una vez dis­puesta la defensa de la fortaleza, salió de ella el grupo de há­biles caballeros y jinetes integrados en la avanzadilla que debía distraer a las huestes del barón. Aprovecharon la escasa luz del amanecer para filtrarse como sigilosas sombras entre sus líneas y lucharon denodadamente durante horas. Él mismo, con su hacha de mango corto, peleó como sólo podían hacerlo los elegidos, hasta que la mala fortuna lo traicionó y fue derriba­do de su caballo por una lanza que a punto estuvo de segarle la vida. Al caer se zafó como pudo de las patas de su cabalga­dura, pero pronto se abalanzó sobre él un numeroso grupo de guerreros de a pie que, provistos de una gruesa red para cazar jabalíes, lo capturaron. Entonces pudo ver cómo los más va­lientes caballeros del señor Grenfo Valdo eran aniquilados sin contemplación alguna y sólo unos pocos lograban huir y sal­var la vida.

—Me alegro de que también vos podáis contarlo —dijo Junco.

—Creo que me dejaron vivo con la intención de que trai­cionara a mis hombres y me uniera a ellos, o con la esperan­za de exigir al señor Grenfo un sustancioso rescate por mi vida.

—Confío en que esta inútil guerra acabe pronto —deseó Junco.

La fortaleza del señor Grenfo Valdo se elevaba sobre la cima de un cerro de difícil acceso por la lisura de sus paredes de roca. En la base de la colina rodeaba el castillo un ancho foso de agua que se extendía a lo largo de la muralla de la ciu­dad baja. Al frente, dos torres gemelas y redondas abrigaban el puente levadizo, protegido a su vez por una puerta gigantesca y por el rastrillo. En el interior de la fortificación podían dis­tinguirse distintos recintos amparados por altas torres y mura­llas que recorrían el cerro rocoso siguiendo el trazado de una línea oval. La torre del homenaje, en la que ondeaba un es­tandarte de terciopelo rojo con el dragón bordado con hilos de oro que representaba el escudo de armas del señor Grenfo Valdo, se localizaba en el centro del castillo y superaba en mu­cho la altura del resto.

Sobre ella aterrizó Narbolius, dejando atónitos a los centi­nelas que desde allí divisaban la total extensión del páramo y los movimientos del ejército del mezquino barón Trulso Toleronso. Pero pronto reconocieron al capitán Uklin, y después de manifestarle su alegría por su regreso sano y salvo al casti­llo se pusieron de inmediato a sus órdenes.

—¡Que el jefe de la guardia nos lleve con presteza ante el señor Grenfo! —exigió con voz grave.

Narbolius volvió a encogerse hasta reducir su tamaño al de un perro ovejero y se adosó a la pierna de Junco como en él era ya costumbre cada vez que llegaban a algún lugar poblado. De ese modo llamaba menos la atención de los curiosos y no inspiraba el miedo que un dragón causaba.

—No olvidéis vuestro juramento —dijo Junco, confiado en que el intrépido capitán no desvelara su identidad bajo ningún pretexto.

Bajaron las acaracoladas y estrechas escaleras de la torre del homenaje precedidos por el jefe de la guardia, que portando una antorcha encendida los condujo luego por una sucesión de oscuros pasillos y dependencias hasta llegar a los ilumina­dos y cálidos aposentos del señor Grenfo. Lujosos tapices con escenas de caza ornamentaban las paredes, y las ventanas con arcos de medio punto estaban cerradas por preciosas vi­drieras de colores alegres.

—Sed bienvenido de nuevo a vuestra casa, capitán Uklin. Mi cansado corazón se desborda por el regocijo que me cau­sa volver a teneros a mi lado —dijo el señor Grenfo, que no reparó en la presencia del caballero que acompañaba al capi­tán ni en el dragón que quedó oculto tras las piernas de los re­cién llegados.

—Gracias, señor —correspondió el capitán con una pro­nunciada reverencia—. Permitidme que os presente al caba­llero Junco, que tuvo el valor de librarme de las garras del ba­rón. Ha venido dispuesto a ayudaros en la defensa de vuestro honor y de vuestro castillo.

Pero cuando el señor Grenfo Valdo tendía su brazo para sa­ludar a Junco, sus ojos se detuvieron en la figura del dragón que lo miraba alborozado.

—¿No me traiciona la vista, capitán? ¿Es posible que lo que ven mis ojos sea un dragón?

—Podéis fiaros de vuestros sentidos, señor; este portento­so dragón se llama Narbolius y pertenece al caballero Junco —contestó con una sonrisa.

—¡Al fin premia el cielo mis sueños! —exclamó—. He pa­sado años buscando el lugar en que se oculta el sol para poder encontrar una criatura tan hermosa como ésta, y ahora vos la traéis hasta mis aposentos como si fuera cosa de un sortilegio. No podría tener mayor alegría.

Narbolius se acercó al señor del castillo y se dejó acariciar por él como un cachorro.

—Vos y yo ya nos conocemos, señor Grenfo —explicó Junco, desprendiéndose de su deslumbrante yelmo de plata.

—Disculpadme, no recuerdo haberos visto antes —dijo.

Una vez más el capitán se veía sorprendido por las palabras de Junco, aunque luego razonó que era lógico que su amigo cono­ciera a todos los nobles de la comarca, si como decía era hijo del rey Winder Wilmut Winfred, por todos conocido como el gran rey de la Triple W. Ignoraba el capitán que el señor Gren­fo, a pesar de ser su súbdito, se encontraba muy lejos del castillo del rey, y que Junco no lo había visto nunca por aquellos lares.

—Fue en las orillas del lago de Fergonol; vos buscabais el lugar donde se oculta el sol y me preguntasteis si yo había vis­to algún dragón por los alrededores. Entonces os mentí, pues ya Narbolius estaba conmigo, pero no conocía cuáles eran vuestras intenciones y opté por ser cauto y no deciros nada sobre él. Os pido mil excusas.

El señor Grenfo frunció el ceño intentando forzar su me­moria y al fin encontró lo que buscaba en ella.

—¡Ah, sí, claro que os recuerdo ahora! Pero entonces erais apenas un muchacho. Habéis crecido mucho, Junco, y creedme si os digo que me honra vuestra compañía. No podéis imaginar lo que significa para mí poder acariciar a esta increí­ble criatura, aunque debo confesaros que siempre creí que eran seres de tamaño descomunal y de terrorífico aspecto. Al menos eso contaba la historia de mis antepasados que encon­tré oculta en los pasadizos secretos del castillo. Luego os mos­traré el antiguo manuscrito. Está repleto de preciosas y magis­trales ilustraciones.

—Será para mí un placer poder verlo, señor. Cuando os conocí me hablasteis de él con tanto entusiasmo que desper­tó mi curiosidad y mi interés por verlo. Tampoco yo imaginé nunca que volveríamos a encontrarnos. Y en cuanto al tama­ño de los dragones, debéis saber que el día en que nos vimos Narbolius se hizo pequeño como un ratón y se escondió en­tre mis ropas. Puede cambiar de tamaño a su antojo y le gus­ta sorprender con ello.

—¿Es posible?

No hizo falta que junco ordenara a Narbolius que mudara de tamaño. Tan pronto como el dragón oyó la pregunta del señor Grenfo Valdo, comenzó a crecer hasta alcanzar con su cabeza el alto techo de la estancia.

—¡Es fantástico! —exclamó el señor Grenfo aplaudiendo como un niño sorprendido por un espectáculo insólito.

Junco sonrió. Luego cambió de súbito el apacible rumbo de la conversación, dirigiéndola hacia mares más turbulentos.

—Decidme, señor Grenfo, ¿cuál es ahora la situación del asedio a vuestro castillo?

El señor Grenfo no dejaba de rascar la espalda a Narbolius, que había adquirido el tamaño de un camaleón y reposaba en sus manos.

—Hablaremos dé ello durante el almuerzo, debéis de tener hambre, y el capitán Uklin no habrá probado bocado desde hace semanas. El barón no es persona que se prodigue en el cuidado de sus huéspedes —dijo.

Entonces recordó Junco al bueno de Dongo, el cocinero del barco vikingo del capitán, y le preguntó:

—A propósito del almuerzo que sugerís, ¿dónde está Dongo?

El capitán Uklin se anticipó a la respuesta del señor GrenfoValdo.

—Dongo no conoce otro lugar donde pueda ser más feliz que la cocina. Yo mismo iré a buscarlo, se alegrará al veros de nuevo.

—¿También conocéis a Dongo? —preguntó admirado el señor del castillo.

—Es una larga historia que prometo contaros en otra oca­sión.

El capitán Uklin salió de la amplia sala mientras el señor Grenfo explicaba a Junco la situación del asedio a su castillo. Y le contó que aún no se había producido ningún ataque di­recto de la artillería a las murallas, salvo algunas escaramuzas aisladas y sin importancia, pues no habían causado daño algu­no ni a las torres ni a los soldados que las defendían. A su jui­cio, el ambicioso barón Trulso Toleronso, su vecino y amigo hasta entonces, aguardaría a que el fuerte asedio debilitara a los moradores de la fortaleza a causa del hambre y la sed, pero aún tenían bien abastecidas las despensas y las reservas de agua, y sus hombres se habían pertrechado con abundante munición y armamento suficiente como para soportar el ase­dio un mes más. Además, le explicó, bajando la voz en tono confidencial, hacía un par de días había enviado al rey Winder Wilmut Winfred un mensajero que había logrado cruzar las líneas enemigas con gran sacrificio y mayor fortuna.

Al oír el nombre de su padre, Junco no pudo evitar que la alegría le hiciera chispear sus ojos.

—¿Creéis que el rey atenderá vuestras súplicas estando tan lejos sus dominios? —preguntó disimulando su interés.

—Sin ninguna duda. Además de ser hombre de honor in­tachable, lo cual ya bastaría para que acudiera en mi auxilio, le he advertido del mezquino propósito del barón de despojarlo de la Corona.

En tales términos conversaban cuando Dongo entró en la sala bamboleando su enorme barriga al compás de sus pasos.

—¿Dónde está el pobre muchacho al que se tragaron las olas? —gritó.

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