El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Entonces comprendió Junco que la mujer sin rostro que le hablaba era la Muerte, y un frío gélido corrió por sus venas como un río de hielo. Nunca antes había pensado en ella. Siempre creyó de niño que él mismo era inmortal, y que algo tan terrible como la muerte sólo afectaba a los animales que había visto agonizar bajo un afilado cuchillo en las cocinas del castillo de su padre. Pero ahora tuvo la certeza de que también él moriría un día tan nebuloso e incierto como el del pobre soldado que yacía inerte a su lado. Y entonces contempló el cadáver del hombre, la palidez de su rostro, los finos hilos de sangre que se derramaban por sus labios, el color cerúleo de su piel entumecida, y pensó si acaso era posible seguir viviendo de algún modo después de muerto. Miró a la mujer y dejó que sus pensamientos escaparan libres por sus labios.

—¿Qué eres? —preguntó.

La mujer tardó en contestar. Después dijo:

—Soy la razón de la vida. Si yo no existiera, tu misma pre­sencia en la Tierra no tendría ningún sentido. También tú me llamarás un día y yo acudiré puntual e irremediablemente a la cita.

—¿Será pronto? —prosiguió Junco.

—Lo sabrás cuando llegue la hora —sentenció la mujer.

—¿Y adonde me llevarás?

—¿Quién sabe?

El corazón de Junco palpitaba alocado.

—Eso no es una respuesta —protestó.

—¿Acaso recuerdas el espacio que ocupabas antes de na­cer?

—No —dijo Junco.

—Ése es precisamente el lugar al que iremos. Cuando te mueres, te mueres como se muere un mosquito. Tampoco él lo recuerda.

Narbolius lanzó un bostezo al aire.

—¿Insinúas que también los mosquitos temen a la muerte? —inquirió Junco.

La mujer se removió entre sus propias sombras.

—Yo no he dicho tal cosa. Es la conciencia de la muerte lo que te diferencia del mosquito, aunque te iguales a él después de muerto.

La comparación se le antojó a Junco desproporcionada.

—Debe de ser terrible morirse, incluso para un mosquito —argumentó.

—No lo creas —dijo la mujer suavizando su lúgubre voz—. Lo terrible sería morir y saber que estás muerto. Son los afec­tos a las cosas y a los seres queridos los que te hacen temer mi llegada, pero, créeme, yo apaciguo todos los sufrimientos. Aunque puedas creer lo contrario, no soy tan temible como cuentan de mí, a menos que, como ves a tu alrededor, sean otros los que me obliguen a venir sin yo desearlo. La guerra es el capricho más atroz que pueda imaginarse. Pero tampoco te esfuerces mucho en comprenderme, te será mucho más fácil entender la Vida. Y ahora debes marcharte de aquí, tengo al­gunos asuntos que atender aún y prefiero estar sola para ulti­marlos.

Junco obedeció y ni tan siquiera se despidió ni miró atrás; tenía por delante toda una vida que, en algún lugar no muy lejano, le aguardaba.

Capítulo XIV

El encuentro con la armadura espectral y con la misma Muer­te sumió a Junco en hondas reflexiones. Ni siquiera se perca­tó de que comenzaba a amanecer y aún no había dormido. Tampoco Narbolius demostraba estar cansado. Ambos desea­ban alejarse cuanto antes de aquel lugar siniestro y esperaban contemplar la clara luz del nuevo día como si despertaran de un mal sueño. Pero el color rojizo del horizonte no augura­ba una mañana en calma que les permitiera descansar un buen rato. Muy cerca del castillo que divisaron sobre un ce­rro rocoso ardían incontables hogueras, y un zumbido sordo se propagaba en el aire como el rumor de una tormenta. Jun­co achicó los ojos y alrededor de las largas lenguas de fuego avistó guerreros que, a causa de la rigidez de sus pesadas ar­maduras, se movían con torpeza entre las tiendas del campa­mento. Intuyó que ésa sería la guerra que el fantasma del caballero le advirtió que encontraría si continuaba su camino, pero no sintió ningún temor. Ahora también conocía a la Muerte, y había visto con sus propios ojos aterrados los cadáveres que yacían en el páramo, víctimas de alguna batalla reciente y despiadada. Acarició el cuello de Narbolius y si­guió adelante.

Los primeros soldados que se percataron de su llegada co­rrieron precipitadamente en busca de sus lanzas sin atreverse a afrentarlos. La figura de Junco a lomos de Narbolius, erguido y arrogante, les impresionó tanto que creyeron estar viendo visiones por efecto de algún maleficio inexplicable. Otros cre­yeron que los vapores del vino ingerido durante la noche les jugaban una mala pasada o les gastaban una broma desprovis­ta de gracia alguna, al tiempo que aferraban sus arcos sin acer­tar a colocar las flechas en su punto de mira. Era la primera vez que contemplaban a un caballero montado sobre un dra­gón tan magnífico y todos se apartaban a su paso, creando en torno a ellos un largo pasillo cual si le rindieran honores cau­tivados por su presencia.

El silencio se apropió del aire, anunciando que algo insóli­to ocurría, y sólo la voz del codicioso barón Trulso Toleronso, también llamado el Mezquino, que salió alarmado de su tienda sin tiempo siquiera de cubrirse la cabeza con su terro­rífico yelmo de pajarraco, lo rompió.

Junco lo reconoció al instante, pues más de una vez vio la cabeza de aquella ave picuda pintada en los estandartes del ba­rón cuando visitaba el castillo de su padre el gran rey Winder Wilmut Winfred, y a fe que nunca le agradaron su oscuro semblante ni sus ojos de buitre. Vestía cota de malla y una tú­nica de seda negra con la cabeza de un águila siniestra borda­da en rojo que le cubría el pecho. De sus hombros pendía una capa negra y protegía sus manos con guanteletes destellantes. Al cinto le colgaba una espada en su vaina que tenía la empu­ñadura de oro y brillantes, y delante de su tienda ondeaba al viento el estandarte de sus tropas con la misma cabeza de águi­la pintada en el centro.

—¿De dónde habéis salido? —dijo el barón sin poder explicar su propia estupefacción, que, no obstante, procuró di­simular para no acobardar a sus hombres ni menoscabar su auto­ridad.

—Vengo del lugar en él que nacen los Sueños —respondió Junco.

Trulso Toleronso frunció el ceño, malhumorado, y caminó con paso parsimonioso alrededor de los recién llegados.

—¿Allí habéis encontrado a esa bestia? —insinuó desdeño­so el barón, señalando con su mano enguantada a Narbolius.

Los ojos del dragón lo miraron orgullosos y vigilantes, pues pronto intuyeron la maldad de aquel hombre y los ocul­tos propósitos que se cocían en su retorcida mollera.

—La bestia a la que os referís nunca ha causado daño algu­no, aunque podéis tener la certeza de que es más sabia que muchos sabios y más audaz que el más intrépido de vuestros guerreros —replicó Junco.

Al oír esto, el barón pensó que nada como un dragón le fa­cilitaría más sus planes de conquista y dominación de cuantas aldeas, tierras y castillos pudiera abarcar su codicia. Por ello concibió la mezquina idea de apropiarse del portentoso ani­mal a cualquier precio.

—Os desafío a combatir en un torneo de lanza y espada. Si vos sois derrotado me pagaréis vuestra vida entregándome al dragón —dijo sin el menor recato.

Narbolius se estremeció.

—¿Y si sois vos quien sufre la derrota? —dejó caer Junco.

—Ésa es una eventualidad que ni siquiera puedo conside­rar como hipótesis —contestó el mezquino barón con inso­lencia y desmedido engreimiento.

—¿Es ése el único modo que conocéis para lograr vuestros deseos? —requirió Junco, sabedor ya de la codicia que invadía el alma del barón.

—¿Acaso vos conocéis otro más rápido y eficaz que la fuerza? —repreguntó Trulso Toleronso con ironía.

—Ya veo que nunca habéis oído hablar de la razón —dijo Junco.

—La razón no ayuda a ganar batallas —le espetó el barón.

—Pero ayuda a evitarlas —replicó Junco—. No aceptaré vuestro reto. Juré a quien me la entregó que no usaría nunca esta espada —añadió, satisfecho de cumplir su palabra.

—Hacéis bien si queréis salvar la vida —soltó el barón de­safiante.

—Ya he comprobado que para vos la vida no tiene ningún valor. Habéis sembrado el páramo de cadáveres.

Los labios del barón se abrieron en una sonrisa macabra.

—Si no aceptáis mis condiciones me veré obligado a tomar por mi mano lo que os negáis a entregarme de buen grado —murmuró Trulso Toleronso deslizando su brazo en torno a él como sutil insinuación de su poder, ante la mirada expec­tante de sus guerreros.

El semblante de Junco, oculto tras el yelmo, destellaba va­lor y prudencia a un tiempo. El bufón le dijo que no usara nunca su espada a menos que le fuera la vida en ello. No de­bía precipitarse.

-—¿Es eso lo que también os proponéis hacer con ese cas­tillo? —preguntó Junco esforzándose por reconducir el diálo­go hacia asuntos más propicios para él.

—¡Oh, sí! Lo haré muy pronto —-dijo el barón con obvia petulancia—. Grenfo Valdo es tan testarudo como vos y se niega a rendirse ante mi voluntad. El viejo loco piensa que puede resistir mucho tiempo en ese nido de cucarachas, pero pronto cederá a nuestro asedio: sus mejores y más fieles caba­lleros están muertos y desperdigados por el páramo, y los ha­bitantes del castillo, hambrientos y desesperados. Hace más de un mes que nadie ha podido salir de allí.

A Junco aquel nombre le resultó familiar. Grenfo Valdo, repitió para sí. Estaba seguro de haberlo oído en alguna parte pero no recordó cuándo ni dónde, y sus cansados ojos vaga­ron entonces en derredor, contemplando sin prisa el numero­so ejército de hombres pertrechados con arcos, ballestas, lan­zas y espadas que se disponía a asaltar sin contemplaciones la fortaleza amurallada que se erguía imponente sobre el cerro rocoso. Todo un ejército bien uniformado y adiestrado. Los estandartes danzaban al viento, y los yelmos, los escudos y las corazas centelleaban al recibir los rayos de sol que se colaban entre los nubarrones que surcaban dispersos el cielo, atemori­zados por infinitas lanzas dispuestas en vertical como una in­sólita horda de aguijones asesinos. Las torres de asalto y las catapultas, los trabuquetes, los arietes y las empalizadas con­formaban un paisaje de gigantes mecánicos al acecho de su presa. Bastaría la orden de ataque del barón para que todo se pusiera en funcionamiento como una despiadada y terrible máquina de matar.

Junco se propuso evitarlo, aunque no supiera aún cómo impedir que la codicia del barón Trulso Toleronso terminara en una nueva y cruel carnicería.

—¿En qué os ha ofendido el señor Grenfo Valdo, si puede saberse? —preguntó Junco, confiado en ganar un tiempo va­lioso para definir su estrategia.

El barón dudó antes de responder. No tenía por qué hacer partícipe de sus abyectos propósitos al enigmático caballero que ahora lo inquiría, del que ni siquiera conocía el nombre y al que aún no había visto el rostro, y que a juzgar por el ma­ravilloso dragón que cabalgaba parecía salido de un cuento de hadas. También él había oído a los juglares cantar antiguas canciones de dragones a los que se atribuían poderes tan por­tentosos que los hacían invencibles e inmortales, pues su piel era tan dura que las flechas y las lanzas rebotaban en ella, que­brándose como palillos. Pero ésas sólo eran viejas leyendas.

Al fin, arrastrado por su vanidad, no pudo contener la len­gua y dijo:

—Ésta no es una disputa de honor sino de poder. Grenfo Valdo se opone a mi propósito de derrocar del trono al rey Winder Wilmut Winfred, llamado el de la Triple W.

Los ojos de Junco estuvieron a punto de delatar su sorpre­sa. El corazón le dio un brinco y un escalofrío le recorrió el cuerpo bajo la armadura, que sólo el dragón percibió. Narbolius, sin embargo, mantuvo su porte impávido y la mirada altiva. Tal vez tuviera que ayudar a su joven amigo a salir de ese atolladero, pensó para sus adentros de fuego, al tiempo que lanzó un bufido humeante que hizo retroceder de un sal­to al barón y a todos sus hombres.

—¡Contened a esa maldita bestia si no queréis que mis ar­queros la acribillen antes de que podáis mover uno solo de vuestros párpados! —aulló el barón disimulando el leve temblor de sus palabras y de sus manos. De buena gana habría acabado con el animal de un solo golpe de su afilada espada, pero su aviesa intención de apoderarse de tan magnífica cria­tura le aconsejó que refrenara su instinto y se tragara su rabia.

—Ya os he dicho que Narbolius no os hará ningún daño —insistió Junco, indiferente a la amenaza.

—¿Narbolius? —exclamó alborozado Trulso Toleronso.

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