El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Capítulo II

El cacareo prolongado de un gallo anunció que el sol, brillante como un doblón de oro, se alzaba sobre las adormecidas aguas del lago de Fergonol.

El Visitante se despertó al oírlo.

—Habéis dormido como un oso hibernado —dijo Gorgonán al verlo desperezarse sobre la alfombra que le había servi­do de lecho durante la noche.

—Los osos tienen aposentos más blandos y confortables que el mío —protestó, llevándose una mano a los riñones, al tiempo que se incorporaba y lanzaba al aire un bostezo ostentoso.

—Muy pronto os acostumbraréis a la dureza del suelo —murmuró Gorgonán con sorna.

Al instante apareció Borbarón, sonriendo como un bufón feliz.

—La barcaza del Visitante está preparada en el embarcadero —dijo.

El joven lo miró aturdido.

—¿Una barcaza? ¡Yo no sé manejar ese artefacto! —exclamó.

—Sólo tendréis que remar —aconsejó Gorgonán—. Y os aseguro que es bien fácil. A propósito, ¿quién sois? —preguntó inesperadamente.

El Visitante miró a Gorgonán y luego a Borbarón, mientras su rostro se transformaba hasta dibujar una mueca de desconcierto.

—Vamos, decidme, ¿quién sois? —insistió Gorgonán.

—¿Estáis de chanza? —preguntó el Visitante—. Vos lo sabéis tan bien como yo.

Borbarón contemplaba la escena ajeno al diálogo pero con sumo interés.

—Decídmelo, pues —insistió Gorgonán una vez más.

—Supongo…, supongo que yo soy yo —dijo el joven después de meditar un rato y de mirarse a sí mismo de arriba abajo. No se le ocurrió qué otra cosa podía decir. Ni siquiera se dio cuenta de que su vestimenta era la de un príncipe.

—Sí, sí, ya sé que vos sois vos, pero no me refería a eso. Os preguntaba por vuestro nombre —añadió Gorgonán mirándolo con fijeza de águila real.

El joven intentó pronunciar su nombre pero fue incapaz de articular palabra alguna. Parecía que se le trabara la lengua o que no supiera exactamente qué es lo que quería decir.

—¿Habéis enmudecido? —inquirió Gorgonán.

—No, no, no es eso —dijo el Visitante—. Es que…, es que no lo sé. No sé cuál es mi nombre —aceptó apesadumbrado, alzando las palmas de sus manos como muestra de franqueza.

Sin poder explicarse cómo, lo cierto era que había olvida­do todo cuanto se refería a su pasado. Ahora ignoraba quién era, de dónde venía y por qué extraños caminos había llegado hasta la cabaña de aquellos insólitos y simpáticos hombrecillos.

—Un nombre debéis de tener; todos los seres y todas las cosas del Universo tienen un nombre, ¿no os parece? Lo que no tiene nombre no existe, e incluso eso que no existe tiene su propio nombre. ¿Sabéis a qué me refiero? —dijo Borbarón, que al fin intervino para ayudar al Visitante, aunque de un modo poco ortodoxo.

Los ojos del joven danzaban de un lado a otro, confusos.

—¿Por qué me sometéis a este acertijo? —preguntó.

—Los acertijos ayudan a encontrar lo que se busca —des­tacó Gorgonán.

En ese momento entraron en la cabaña Candelán y Sandelón Rústela Vartatraz, entonando el estribillo de una confusa canción:

Vado en las tinieblas, ausencia de alma, frágil como un cero, menos que polvo, nadie quiere ser nadie, mejor uno que ninguno…

Luego representaron con sus cuerpos una ágil y pronunciada reverencia, y esperaron expectantes el aplauso de Gorgonán y Borbarón. Pero la voz firme del joven interrumpió la ovación apenas iniciada.

—¡La nada! —exclamó entusiasmado—. Os referíais a la nada, ése es el nombre de lo que no existe.

—¡En efecto! —afirmó Gorgonán complacido.

—¡Fantástico! —celebró Borbarón.

—¡Acertasteis! —exclamó Candelán.

—¡Felicidades! —concluyó Sandelón.

El Visitante sonrió ufano. Sin embargo, tras haber mostra­do su alborozo, la satisfacción del Visitante se desvaneció de un modo repentino y su rostro se mudó en un rictus trágico.

—Pero no consigo recordar mi nombre, no sé quién soy —lamentó.

Gorgonán se le acercó y le dio un afectuoso golpecito en la espalda.

—No os preocupéis por ello ahora. Tal vez lo hayáis perdido.

—¡Oh, sí!, no os preocupéis, nosotros os ayudaremos a buscar vuestro nombre y probablemente encontréis también las respuestas a vuestras dudas —dijo Borbarón amablemente.

—Hemos preparado la barcaza para que podáis partir esta misma mañana —manifestó Candelán moviendo ostensible­mente sus brazos.

—Pero ya sabéis que sólo podéis elegir a uno de entre to­dos nosotros —añadió Sandelón con expresión cándida y bon­dadosa.

Durante un instante un súbito silencio voló por la estancia como la sombra de un fantasma atribulado. Los cuatro hom­brecillos se miraron entre sí y luego volvieron sus rostros igua­les hacia el joven.

—¿Sólo a uno? —preguntó al cabo el Visitante.

—Así es —confirmó Gorgonán—. Pero tampoco olvidéis que cada uno de nosotros es uno y es todos —añadió con un misterioso destello de luz rojiza en sus ojos.

«Cada uno de nosotros es uno y es todos», repitió para sus adentros el joven, e inmediatamente cayó en la cuenta de que el dilema al que se enfrentaba no era tan difícil de resolver como en principio había supuesto. Si cada uno de esos hom­brecillos era uno y era todos, estaba claro que cualquiera que fuera el elegido iría acompañado de los demás, razonó en si­lencio. Pero ¿a quién escoger?, se preguntaba. Gorgonán era fantástico e inteligente y, además, había sido el primero en recibirlo en su cabaña. También pensó que probablemente fue­ra Gorgonán el más sabio de todos ellos, pues siempre tenía la respuesta adecuada a cada pregunta. Borbarón, sin embar­go, le parecía bastante crítico y sarcástico, aunque muy since­ro, desde luego, mientras que Candelán y Sandelón gozaban de su aprecio por la amabilidad y simpatía que desde el prin­cipio le manifestaron. Así que, luego de meditar durante un buen rato, dijo al fin:

—Confío en que la elección de uno no cause agravio o eno­jo a los otros, pues no es mi deseo excluir de mi compañía a ninguno de los cuatro, sino exigencia de este Laberinto vuestro.

—Es evidente —murmuró Borbarón—. Tomad vuestra decisión sin ningún temor ni recato.

Entonces el joven se acercó a Borbarón Candelte Pinxespo y dijo apesadumbrado:

—Siento mucho tener que despedirme de vos de este mo­do tan precipitado, aunque os aseguro que guardaré fielmen­te vuestro recuerdo en lo más profundo de mi corazón.

Al oír esto, por la mejilla de Borbarón resbaló una diminu­ta lágrima, destellante como un cristal tallado, y en el acto se esfumó en el aire.

Después de salir del aturdimiento que le causó la insospe­chada desaparición de Borbarón, el Visitante se acercó entris­tecido a los gemelos Candelán y Sandelón Rústela Vartatraz, que le miraron como si supieran de antemano lo que iba a decirles.

—También debo despedirme de vos, Candelán, y de vos, Sandelón, pero tened la certeza de que el aprecio que os guardo es sincero y seguirá vivo en mi recuerdo por mucha que sea la torpeza de mi memoria.

—No esperábamos menos de un joven tan gentil. Pero no temáis por nosotros, es nuestro sino —dijeron ambos a la par, desapareciendo al instante como dos espectros que se llevara el viento.

Luego se dirigió a Gorgonán y dijo:

—Puesto que vos esperabais mi llegada, he decidido que seáis vos quien me acompañe en mi partida.

—¡Lo haré encantado! —exclamó Gorgonán sin disimular su alegría—. Y puesto que hemos de partir a algún lugar leja­no, mejor será que lo hagamos cuanto antes. La barcaza está preparada en el embarcadero con algunas provisiones que es­pero sean de vuestro agrado.

—Cuando vos gustéis —dijo el Visitante con un amago reverencial.

—Seguidme, pues —correspondió Gorgonán, echándose a andar.

Bajo un cielo de seda se encaminaron hacia el embarcade­ro, pero al poco de iniciar la marcha el joven detuvo de súbito sus pasos junto a una hilera de chopos dorados y preguntó in­trigado a Gorgonán:

—¿Podéis decirme cómo han desaparecido Borbarón, Candelán y Sandelón?

—No os inquietéis por ellos. Probablemente no anden muy lejos de aquí. Recordad lo que os dije: cada uno de nosotros es uno y es todos —respondió Gorgonán con destellos mági­cos danzando en sus ojos.

Y el Visitante supo entonces que, de algún modo oculto, aunque fascinante, Borbarón, Candelán y Sandelón también los acompañarían en su viaje.

Capítulo III

El lago de Fergonol estaba rodeado por un circo de montañas puntiagudas como lanzas, que se elevaban sobre el cráter de un viejo volcán apagado. Sus aguas servían de espejo a las co­quetas cimas de nieves perpetuas y en sus riberas se reflejaba una acumulación de riscos de lava arropados por multitud de chopos, abedules y fresnos, duplicando un paisaje majestuoso y fantástico. La calma era total cuando el Visitante y Gorgonán subieron a la frágil barcaza que los aguardaba en el em­barcadero, bajo la mirada atenta de una bandada de patos de vistosos plumajes que dibujaban ondas infinitas sobre la quie­ta superficie del agua.

—Elegid el rumbo que más os agrade —dijo Gorgonán mientras se esforzaba por mantener el equilibrio y se acomo­daba en un extremo de la endeble barcaza, dando la espalda a proa.

—¿Creéis que este inservible trasto nos conducirá muy le­jos de aquí? —replicó el Visitante, receloso de la seguridad y consistencia de su imprevista embarcación.

Gorgonán bostezó, se removió como si se dispusiera a dor­mir una siesta y dijo con desdén:

—Todo dependerá de la fuerza de vuestros brazos. Avisad­me cuando hayamos llegado, yo debo dormir ahora, nave­gar me produce mareo. Os ruego que me excuséis y os deseo buena travesía.

La voz del joven tembló cuando quiso hacer patente su fas­tidio.

—Pe… pero…, ¿có… cómo que os vais a dormir ahora? ¿Y adonde tenemos que llegar?

Gorgonán abrió un ojo con la parsimonia de una vieja le­chuza soñolienta.

—Buscáis vuestro nombre, ¿no es cierto?

—Sí…, bueno…, eso creo —titubeó el joven, aturdido.

—Pues entonces partid a buscarlo antes de que otro lo en­cuentre y se lo quede para siempre. ¿Os imagináis viviendo sin nombre por toda la eternidad?

El joven no supo qué responder. Ni siquiera tenía claro que carecer de nombre fuera algo que importara realmente. Incluso, pensó, podría inventárselo. No era difícil inventar nombres. Cualquiera podía hacerlo con un poco de imaginación. Pero cuando se disponía a encontrar uno que resultara de su agrado, su mente se quedaba tan blanca como la nieve que destellaba en la lejanía. Así que optó por empujar la bar­caza con uno de los remos y, una vez separado del embarca­dero, empezó a remar lago adentro en la misma dirección en que soplaba el viento.

—¡Ah!, se me olvidó deciros que guardéis cuidado del dra­gón Narbolius, es bastante impertinente y travieso, y no du­dará en fastidiaros con sus pesadas bromas si os cruzáis en su camino —dijo Gorgonán al pronto, volviendo a abrir uno de sus ojos como si le guiñara a las estrellas.

Los ojos del joven pugnaron por desprenderse de sus órbi­tas, presos de un estupor desbordado.

—¿Un…, un dragón decís?

—Sí, es una de esas criaturas aladas, de cuello prolongado y cola puntiaguda, que lanzan fuego por unas fosas nasales os­curas como guaridas de lobos. Pero tampoco os inquietéis de­masiado por su presencia. Es bastante inofensivo y bobalicón.

Remó con lentitud, acompañado sólo por el chasquido de los remos al romper el agua y atento a cualquier movimien­to extraño de la superficie del lago. Suponía que la proxi­midad de un dragón que surgiera de sus enigmáticas pro­fundidades habría de percibirse incluso desde la distancia, elevándose como una ola gigantesca antes de hacerse visible a sus ojos.

Así navegó hasta el anochecer. Entre tanto, Gorgonán pa­recía dormir un sueño eterno. Pero no fue la presencia inopi­nada del dragón Narbolius lo que turbó los cansados sentidos del joven hasta avivarlos como se aviva una hoguera.

—¡Mirad allí, Gorgonán, en el horizonte! —gritó excita­do por la presencia de una sombra fantasmal que se recortaba algunas millas hacia el oeste.

Gorgonán se desperezó y asomó la cabeza tímidamente por la borda de la barcaza. La luz del crepúsculo se desvanecía tiñendo las aguas del lago del color del cobre fundido y en el horizonte ondeaban las velas de un barco siniestro, negras como las tinieblas de la noche.

—Ése es el barco pirata del despiadado capitán Uklin, el Vikingo. Mejor será que reméis con todas vuestras fuerzas ha­cia el este, y aun así dudo que podáis escapar a su captura —dijo Gorgonán con tono lastimero.

Autore(a)s: