El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Capítulo XVII

La comida que Dongo preparó para sus amigos fue exquisita, al punto de que si el barón Trulso Toleronso hubiera conoci­do los manjares que se sirvieron en la mesa, y que aún llena­ban las nutridas despensas del castillo, a buen seguro habría ordenado el asalto final a la fortaleza. Hubo en el menú tru­cha ahumada con puré de almendras, magret de pato, salsa de arándanos, lomos de jabalí asado y, de postre, manzanas her­vidas, nueces y tarta de hígado de faisán, que Dongo adornó con todas las plumas del ave tal cual si estuviera dormida. Se sirvieron sabrosos caldos subidos de las bodegas especialmen­te para la ocasión, y un simpático trovador con voz atiplada amenizó la comida tañendo con especial deleite las cuerdas de su mandolina. El señor Grenfo Valdo presidía el estrado, con Junco sentado a su derecha, el capitán Uklin a su izquierda, Dongo al lado de Junco y el alcaide del castillo al lado del ca­pitán. Conversaron sobre el asedio al castillo y las maldades del barón Trulso Toleronso. Luego, el alcaide informó sobre el buen ánimo de los soldados, la disposición de las defensas y el inventario de víveres y armamento. Narbolius dormitaba junto a la chimenea y añoraba la compañía de Gorgonán, al que no veían desde hacía tiempo.

Al terminar el almuerzo, el señor Grenfo Valdo rogó al ca­pitán, al cocinero y al alcaide que lo dejaran a solas con Jun­co, pues debía mostrar a su invitado el viejo manuscrito que había hallado en el castillo, y que hablaba de sus antepasados y de los dragones. Al oír esto último, Narbolius alzó la cabeza con la curiosidad pintada en sus ojos de azafrán. Corrió al lado de Junco y no se separó de su lado.

Cuando quedaron solos, el señor Grenfo Valdo fue hasta un arcón de madera situado debajo de una de las ventanas oji­vales y lo abrió. El chirrido de las bisagras acompañó la esce­na inundando la sala de inquietante expectación. Del interior del arcón salía una extraña luz, leve como un destello, pero sin duda perceptible por los presentes. Las manos del señor del castillo cogieron el voluminoso manuscrito con la delica­deza con que se manipula un frágil tesoro y lo colocaron so­bre un sólido atril ubicado junto a la ventana. El sol de la tar­de se filtraba por las vidrieras y esparcía luminiscencias áureas sobre el título escrito con letras góticas, que rezaba:

Dragones

Junco observó admirado el texto dorado en la quietud del atril.

—¡Es extraordinario! —exclamó.

La portada había sido pintada por no se sabe qué prodigio­so artista. Un valle como nunca había visto Junco ningún otro acogía toda la belleza que la imaginación es capaz de repre­sentar, y junto al anchuroso cauce de un río de aguas platea­das y mansas, una manada de majestuosos dragones dorados pastaba con placidez en las praderas, ante la mirada compla­ciente de un sol en su ocaso.

—¡Ése es el lugar donde se oculta el sol! —dijo Junco en­tusiasmado.

—Así es, amigo mío. Es el lugar más maravilloso que ha­yan visto nunca los ojos de un caballero andante, aunque yo nunca pude encontrarlo —confirmó el señor Grenfo.

También Narbolius se admiró ante la imagen del libro y sintió al contemplarla una profunda melancolía, como si lo que sus ojos de azafrán veían en aquel maravilloso valle le fue­ra conocido y añorado.

—¿Me permitís el honor de abrirlo? —rogó Junco.

—Hacedlo sin temor, es tan vuestro como mío.

Junco palpó con delicadeza el broche de oro que cerraba el libro y lo abrió con la ceremoniosidad que requieren los grandes hallazgos. Pasó la portada y su asombro no conoció límites al contemplar, pintado con igual maestría que la por­tada, el mismo medallón del dragón que encontrara en él mu­seo de la Ciudad de la Belleza, y que él llevaba colgado de su cuello y oculto tras la cota de malla desde entonces.

—¿Os ocurre algo? Parecéis desconcertado, miráis el libro como si la imagen de ese medallón os resultara familiar —dijo el señor Grenfo, que percibió al instante la cara de estupefac­ción de Junco.

—Vedlo vos mismo —dijo, y llevándose la mano al cuello sacó el medallón de su cabeza y lo colocó junto al que estaba pintado en la primera página del antiguo manuscrito.

—¡Es increíble la semejanza! —exclamó el señor Grenfo Valdo. Y acto seguido preguntó—: ¿Dónde lo habéis conseguido?

Entonces Junco explicó a su anfitrión su llegada a aquella ciudad mágica desbordada de belleza, su encuentro con el bu­fón que lo llevó al Museo y el mágico destello de luz proveniente del medallón, que lo deslumbró y llamó su atención desde la vitrina en la que estaba depositado. Y le dijo que al cogerlo se había producido en su cuerpo y en su mente una inexplicable transformación, adquiriendo el atuendo y el as­pecto de caballero que ahora podía verse. También le mostró la espada y el escudo que el bufón le había entregado, y le ha­bló de la promesa que él mismo hiciera de no usar nunca esas armas.

—Pero un caballero que no puede usar sus armas no es nada, no es nadie, cualquier contrincante lo derrotaría en el primer lance de una disputa —lamentó el señor Grenfo.

—También he conocido los horrores de la guerra y no de­seo batirme con nadie. En mi camino encontré al fantasma de Dalmor el Desventurado y a su oxidada espada…

El señor Grenfo Valdo no salía de su estupor y no pudo evitar interrumpir el discurso de Junco.

—¿Dalmor el Desventurado? Según cuenta la leyenda, de­sapareció hace muchísimos años durante una violenta batalla y nunca se encontró su cuerpo.

—Pero su armadura y su oxidada espada seguían estando en el mismo lugar. Si conocierais su historia tampoco vos es­grimiríais nunca una espada contra otro hombre. Él mismo me desaconsejó que viniera hasta aquí y me advirtió de lo que encontraría en el páramo.

Después de que Junco relatara su encuentro con el fantas­ma de la armadura, el señor Grenfo Valdo anduvo algunos pa­sos cavilando alrededor del atril y al fin dijo:

—Puede que tengáis razón, pero si no es luchando no sé cómo podremos librar el castillo del asedio del mezquino ba­rón Trulso Toleronso. Y tampoco eso es de justicia.

—Dejadme pensar, tal vez haya una solución que no su­ponga otra sanguinaria batalla.

—¡Ojalá sea así! Estáis en vuestra casa, podéis hacer lo que os plazca —concedió el señor del castillo amablemente des­pués de pasar con ternura su mano sobre la cabeza de Narbolius—. Quizá os apetezca estudiar a solas el manuscrito. Os encenderé unas lámparas de aceite y daré órdenes para que nadie os moleste. Nos veremos más tarde, en la cena tal vez.

El señor Grenfo hizo ademán de marcharse, pero aún dijo:

—¡Ah! Mañana, cuando hayáis descansado lo suficiente, me complacerá presentaros a mi familia y a la Corte, si a vos no os incomoda. Han oído hablar mucho de vos y de vuestro fantástico dragón y desean conoceros cuanto antes.

—Será para mí un grato honor. Y también para Narbolius; aunque no puede hablar, comprende nuestro lenguaje como cualquier criatura inteligente —añadió Junco sonriendo.

La puerta se cerró tras el señor Grenfo y un cálido silencio voló por la estancia.

Capítulo XVIII

En la penumbra de la sala el manuscrito adquirió tintes mági­cos. Las letras góticas de su texto, enmarcadas por originales orlas con filigranas geométricas coloreadas, parecían flotar so­bre las páginas de pergamino. Junco se entretuvo en la lectu­ra de la primera línea del texto y leyó en voz alta:

—En el lugar donde se oculta el sol…

Y pensó que en efecto el sol se ocultaba cada día por el oeste pero, a medida que uno se aproximaba a él, se alejaba de nuevo para evitar que alguien supiera el lugar en que se esconde. Luego releyó para sí la misma línea y prosiguió:

En el lugar donde se oculta el sol desde tiempos perdidos en los abismos del cosmos, entre valles encantados y montañas misteriosas, junto al río de aguas de plata que riega las praderas, habitan hermosas criaturas con aliento de Fuego, caprichoso tamaño y amplias alas, que por el color dorado de su piel y la fiereza de su aspecto diríase que son fruto de la fantasía de los dioses.

Junco hizo una pausa en la lectura, alzó la mirada hasta la ven­tana acristalada con vidrieras y vio cómo la noche engullía los últimos palpitos del ocaso. Las diminutas llamas de las lámpa­ras de aceite bailotearon mecidas por una brisa furtiva y un sopor más poderoso que el sueño se apoderó de sus ojos. En la borrosidad de la estancia, junto a la chimenea, le pareció ver difuminada la pequeña figura del viejo duende.

—Estáis aquí, Gorgonán. No sabéis cuánto me alegro de veros —dijo Junco con voz alicaída.

—También yo estoy contento de veros, Junco. Sé que ha­béis pasado días difíciles y trágicos, pero como os dijo el sabio del torreón de la Rueda de la Existencia: de placer y dolor está hecha la vida de los hombres.

—Lo sé —aceptó Junco—. Aunque ahora sólo me preo­cupa evitar una nueva masacre. Pero no consigo averiguar cómo hacerlo antes de que el barón Trulso Toleronso arrase este castillo.

—La respuesta la encontraréis en ese manuscrito, no en vano ha llegado a vuestras manos —dijo Gorgonán en un leve susurro y desapareció de nuevo.

Junco no supo si en esa ocasión la imagen de Gorgonán fue real o fue sólo fruto de su imaginación, pero la visión del viejo duende lo despabiló y le animó a seguir leyendo.

El manuscrito trataba sobre la historia de los dragones en aquel valle hechizado, y así decía uno de sus párrafos:

Nada inquiera la placidez
de sus sueños,
bajo el sol o la nieve,
la lluvia o el viento,
el valle los cobija,
la pradera los alimenta,
el río sacia su sed y los miman las montañas.
Con ellos no existe el egoísmo ni la malicia,
no les atrae el poder
ni les ciegan las riquezas,
y menos aún les importa el tiempo,
pues son eternos.
Su carácter es noble y generoso,
su fuerza, de gigantes,
su valor, inmenso,
envidiable su inteligencia
y su agilidad, pasmosa.
Pueden habitan el cielo
y las oscuras cavernas,
el mar y la misma tierra

Cada página estaba ilustrada por primorosos grabados de co­lores que representaban escenas cotidianas de la vida de los dragones coexistiendo en perfecta armonía. Junco pasó las yemas de sus dedos por encima de una lámina que representaba a un dragón majestuoso mirando la puesta del sol y le pareció sentir el calor del astro como si hubiera pasado sus dedos so­bre el rescoldo incandescente de una pequeña hoguera. Lue­go, al pie del grabado leyó:

Así, ha de ocultarse a ojos codiciosos
el valle que los guarda,
pues la crueldad de otros seres
de malvada naturaleza y torpe ambición
sería fatal para su existencia;
la ingenuidad los hace confiados
y nada pueden contra los hombres
aunque su sola apariencia los aterre,
pues éstos aún ignoran que el poder
que a los dragones les fue dado
para amainar las tempestades,
comprar los vientos y sosegar los mares,
apagar volcanes ardientes
o encauzar las alocadas aguas,
es del todo inútil ante su presencia.

Mas ninguna lámina llamó tanto la atención de Junco como la que representaba la escena de un dragón enfurecido que batía sus alas al aire sobre el escudo de un guerrero que blandía una larga lanza. De las fauces abiertas del dragón salían lenguas de fuego, el cielo tenía un color rojo ceniciento, como si el sol se hubiera despedazado, y los ojos del guerrero parecían desorbitados por el horror. Pero el quejido que la puerta de la sala emitió al abrirse lo distrajo de sus pensa­mientos.

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