El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Sus guerreros observaban recelosos y asustados al dragón, con la misma mirada torcida de quien mira un prodigio.

—Ese es su nombre —dijo Junco ufano.

El barón lanzó una estruendosa carcajada al aire frío, y el vaho que salió de su boca se elevó sobre él como una nube diminuta y frágil.

—Narbolius es un nombre ridículo. Ni siquiera el más inofensivo de mis perros falderos tiene un nombre tan burles­co.

—A mí me parece un nombre precioso —concluyó Junco.

El tono distendido de la conversación fue aprovechado por el barón para lanzar una sutil propuesta.

—¿Por qué no os unís a mi ejército? Parecéis valiente y aguerrido. Ambos seríamos invencibles.

Junco sintió una náusea ardiente treparle por la garganta. Aquel mezquino barón le proponía unirse a él para destronar a su propio padre y arrebatarle la corona o, acaso, la misma ca­beza que con tanta dignidad la portaba.

Entonces, algo imprevisto ocurrió. Una voz que provenía de las cercanías gritó:

—¡No hagáis caso a ese embaucador!

Todas las cabezas se giraron como si obedecieran una or­den. Junco miró también al lugar del que había surgido el grito y vio a un hombre encerrado en una improvisada mazmorra hecha con barrotes de palos cruzados entre sí que col­gaba de un árbol como la jaula de un pájaro enorme.

—¿Quién es ese prisionero? —preguntó Junco.

—Un vikingo necio y arrogante que osó negarse a obede­cerme. Luchaba del lado de los caballeros de Grenfo Valdo, y creedme que lo hacía con la fiereza de un bárbaro. Cuando lo hice prisionero le propuse que combatiera junto a mis in­vencibles guerreros y me escupió a los pies. El honor hace torpes a los héroes, ¿no os parece? —discursó el barón.

Junco no pareció estar de acuerdo con el barón y transfor­mó el sentido de sus palabras.

—Pero los dignifica —apostilló.

—Es evidente que tampoco vos deseáis complacerme —murmuró el barón, y acto seguido ordenó a sus hom­bres—: ¡Atrapadlo!

Antes de que los guerreros de Trulso Toleronso pudieran removerse en sus pesadas armaduras, Narbolius lanzó un bufi­do de fuego que los dejó paralizados de horror y envueltos en una nube de humo blanco que los cegó como la niebla más es­pesa. Junco saltó aprovechando la confusión creada y corrió hasta la jaula que colgaba del árbol. Desenvainó su espada y le lanzó un golpe con tanto vigor que los palos de madera salta­ron al aire convertidos en incontables astillas, al punto que el prisionero creyó que un rayo divino había caído sobre él.

—¡Dejadme vuestra espada y yo solo me bastaré para aca­bar con el barón y todas sus huestes! —dijo con arrojo, des­pués de lanzarle un guiño al cielo en señal inequívoca de gra­titud por su liberación.

—Olvidaos de vuestras ínfulas y subid a lomos del dragón, capitán Uklin. Luego me contaréis qué hacíais metido en este enredo.

El capitán Uklin obedeció sumiso, pero no dejó de pre­guntarse cómo podía saber su nombre el osado caballero que lo había liberado de su incómoda jaula. Y recordó que en cierta ocasión le ocurrió lo mismo con un atrevido jovenzue­lo que capturó en el lago de Fergonol y que surcaba sus ame­nazadoras aguas en busca de su nombre.

Aunque no menos alelado se quedó el barón Trulso Toleronso, pues cuando la nube de humo blanco se disipó, ni el prisionero vikingo ni el misterioso caballero ni el fantástico dragón, estaban allí. Se habían desvanecido en el aire como se desvanece un sueño.

Capítulo XV

Junco volvía a volar bajo las nubes grises que arropaban el cie­lo. Pero en esa ocasión no estaba solo con Narbolius. El capi­tán Uklin los acompañaba y miraba alucinado el paisaje que allá abajo se deslizaba veloz antes sus abiertos ojos. Muy lejos, al sur, se divisaban sombríos bosques de abetos con copas puntiagudas; al norte, blancos mantos de nieve cubrían las montañas que rodeaban el lago de Fergonol; al este y al oeste se extendía un páramo vacío y verde como una ondulada mo­queta de musgo agujereada por los plateados destellos de infi­nitas ciénagas.

Abajo, en el abismo, las torres almenadas del castillo del se­ñor Grenfo Valdo se erguían orgullosas entre las murallas como si quisieran llegar hasta el dragón.

—¡Por las orejas rojizas y blandas de un vikingo avergon­zado! ¿Queréis bajarme de este portento volador? Yo no soy hombre del aire sino del agua, y que yo sepa el vuelo está pensado para los pájaros, no para los hombres —-dijo el capi­tán Uklin mirando de soslayo el vacío que engullía sus pies.

Junco sonrió.

—Aguardad un poco, pronto buscaremos un lugar tran­quilo en el que poder posarnos sin temer que nos agujereen la piel los arqueros del barón Trulso Toleronso —lo tranqui­lizó.

—Excusadme, aún no os he expresado mi gratitud por de­volverme la libertad —dijo el asustado vikingo, olvidándose de su propio miedo.

—No es necesario que lo manifestéis, lo hice con sumo agrado y lo hubiera hecho igualmente aunque no os hubiera reconocido. Al veros en esa jaula sentí una inmensa alegría. No podía dejaros allí.

—¿Sois tal vez un caballero del castillo del señor Grenfo Valdo?

—¿No me reconocéis? —dijo Junco, divertido,

—¿Podría hacerlo cuando tenéis el rostro oculto tras el yelmo? Vuestra voz no me recuerda ninguna que haya oído antes, aunque no me cabe duda de que debemos conocernos de algo, pues de otro modo vos no podríais saber mi nombre —aceptó el capitán Uklin, Luego prosiguió—: En una oca­sión, hace ya tiempo, me ocurrió algo parecido con un joven que navegaba en una barcaza por el lago de Fergonol. ¿Po­déis creerlo? Tampoco él conocía su nombre, aunque lo en­contró Dongo, el cocinero de mi barco. El pobre cayó al agua durante la tormenta y se lo tragaron las olas… Junco, sí, así creo que se llamaba —dijo después de reflexionar un ins­tante.

Junco disimuló sus ganas de reír y contuvo su inicial im­pulso de desvelar el misterio sobre su persona que tanto per­turbaba a su nuevo compañero de viaje. Pero antes de revelar su identidad aún quería que el capitán Uklin le explicara cómo había llegado hasta allí y dónde estaba su gordo y buen amigo Dongo, el cocinero que había encontrado su nombre entre los cacharros de la cocina del barco poco antes de que cayera a las aguas del lago y Narbolius lo rescatara de los te­nebrosos brazos de las olas. Ardía en deseos de volver a verle y estaba seguro de que tanto el capitán Uklin como Dongo también se alegrarían de verlo a él.

—Decidme, ¿cómo es que acabasteis encerrado en esa jau­la de pájaro como un cebo dispuesto para atraer a los zorros?

El capitán carraspeó.

—¡Oh, amigo mío! El destino nos guarda sorpresas que rara vez se desvelan a nuestro conocimiento. Navegaba con mis hombres por el lago de Fergonol, cuyas aguas me pertenecen por derecho pues en él vieron mis ojos la primera luz y en él pienso acabar mis días, cuando quiso el azar que en la orilla encontráramos a un noble caballero que nos hacía seña­les desesperadas agitando al aire su estandarte. La curiosidad y mis ansias de aventura me llevaron hasta él, pues nunca antes había visto atavío ni atuendo como el que vestía, al punto que por los destellos de su armadura creí que era un ser caído de las estrellas. Al vernos a su lado pareció que el noble caballe­ro hubiera encontrado la salvación de su alma, y pronto nos explicó que llevaba años buscando el lugar en que se oculta el sol sin encontrarlo, pues había leído en un viejo, manuscrito hallado en su castillo que allí, en algún punto del ocaso, habi­taban poderosos y fieros dragones capaces de aterrorizar al más intrépido guerrero.

—¿Dragones, decís? —lo interrumpió Junco.

—Sí, eso dijo el caballero —confirmó el capitán Uklin.

Los ojos de Junco danzaron en sus órbitas.

—¿Portaba un estandarte con un dragoncillo de oro bor­dado sobre fondo de terciopelo rojo?

—Así es —confirmó el capitán—. El dragón, muy pareci­do al vuestro, es la figura del escudo de armas del señor Grenfo Valdo, señor del Castillo del Dragón.

A Junco se le erizó el vello como si una mano invisible lo hubiera acariciado. Ese era el caballero que también él había encontrado a orillas del lago de Fergonol. Ahora lo recordaba como si lo viera, pero no dijo nada al capitán Uklin.

—¿Y qué ocurrió después? —dijo Junco.

—Al principio pensé que era un caballero andante trastor­nado por la sed y el hambre de tantos días errando por las ori­llas del lago montado en su hermoso corcel blanco. Mas al despojarse de su yelmo vi en sus ojos que no mentía, y que la blancura de su pelo y su tez quemada y enmarcada por una afilada barba blanca confirmaban su sinceridad e imponían respeto a la nobleza de su alcurnia. «Necesito vuestra ayuda sin demora», nos dijo. «Si no puedo hallar dragones que di­suadan a mis enemigos de atacar mi castillo, tal vez pueda vencer su codicia con un grupo de valientes mercenarios.» Yo no podía creer lo que oía, pues siempre soñé con luchar a fa­vor de alguna causa justa como la que aquel caballero nos proponía y acepté de inmediato. «No podríais haber elegido mejor ocasión ni hombres más adecuados a vuestro propósito. Somos piratas vikingos bien adiestrados en el uso del hacha y la espada, y no tememos ni al mismísimo Diablo que surgiera de sus infiernos», le dije sin pestañear. Y así fue que atracamos el barco a orillas del lago y partimos con el señor Grenfo Valdo hacia su lejano castillo, atravesando bosques lúgubres, tie­rras inhóspitas, pantanos infectos y montañas inaccesibles.

Narbolius planeó con sus alas cerca de un terreno panta­noso adornado por infinidad de florecillas amarillas y blancas, tan frescas como si un pincel mágico las acabara de pintar, y se posó con suavidad sobre ellas. Algunos algarrobos panzudos se desperdigaban por los alrededores y a su sombra crecían hierbas altas y mullidas sobre las que Junco y el capitán Uklin se sentaron para comer algunos frutos.

—¿Cuándo comenzó el asedio al castillo del señor Grenfo Valdo? —preguntó Junco volviendo al relato inacabado del capitán Uklin.

—Al poco de llegar al castillo, donde fuimos recibidos con alegres sonidos de caracolas gigantes y con todos los honores que un vikingo pueda soñar, tocaron a rebato las campanas. Un veloz jinete acababa de cruzar el puente levadizo trayen­do malas nuevas para el señor Grenfo. Llegó sudoroso y ago­tado como su cabalgadura, y luego de beber un poco de agua del pozo más cercano a la puerta pidió audiencia urgente con su señor, pues, según explicó con voz entrecortada, no muy lejos de allí un poderoso y disciplinado ejército, fuertemente armado con las más sofisticadas máquinas de guerra que pue­dan imaginarse, quemaba plantaciones y poblados bajo los atroces estandartes y pendones del barón Trulso Toleronso.

»De inmediato se dispuso por el señor Grenfo Valdo apostar centinelas en las torres y alertar a la población más cercana e indefensa; ordenó que todos los soldados disponibles se apres­taran a defender el castillo y se convino que un reducido gru­po de avezados caballeros, entre los que me contaba yo y algu­no de mis hombres, partieran de inmediato como avanzadilla para contener y distraer a los atacantes. Mientras tanto, no pa­raban de llegar al castillo aldeanos y campesinos con sus asusta­das mujeres y sus maltrechos hijos a lomos de mulos, burros y débiles caballerías, y con su ganado y sus carros de bueyes cargados de enseres y provisiones para soportar el asedio. Todos arrastraban su desgracia con dignidad y no menos coraje, y con­taban con lágrimas en los ojos enrojecidos por el llanto que los guerreros del mezquino barón habían quemado sus casas y cosechas, arrasando sus poblados como un huracán enfurecido.

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