El visitante del laberinto – Rafael Ábalos

Envuelto en un amplio manto de pieles, el señor Grenfo Valdo tenía una apariencia solemne y distinguida. A pesar de sus años, pues contaba ya setenta y tantos, seguía conservando en las marcadas facciones de su rostro ese aura de grandeza que siempre acompaña a los hombres de bien. Al verlo entrar, Junco pensó que su padre, el rey, debía de sentirse orgulloso de tenerlo entre sus más fieles vasallos.

—¿Habéis disfrutado del silencio? —preguntó el señor Grenfo.

—Sí, y aún mucho más contemplando las hermosas lámi­nas del manuscrito. ¿Habíais reparado antes en esta ilustra­ción? —dijo Junco señalando el libro abierto.

El señor del castillo se acercó hasta el atril, cogió una lám­para de aceite e iluminó con ella la lámina que Junco le mos­traba.

—Disculpadme, mis ojos ya no ven de cerca lo que antes vieron con la precisión de un búho en estado de vigilia —se excusó, y acto seguido aguzó el haz de su mirada encogiendo los párpados. Luego prosiguió—: ¡Ah! ¿Os referíais a la lucha del guerrero y el dragón?

—Sí —dijo Junco.

—¿Por qué os inquieta? —quiso saber el señor Grenfo.

—No sé, no sabría explicarlo. Me produce una sensación extraña.

—Tal vez sea por lo engañoso de esa representación. Tam­bién yo sentí extrañeza al verla la primera vez. Si os fijáis bien, el guerrero está aterrado mientras que el dragón se alza enfu­recido y victorioso sobre su atacante.

—Pero el manuscrito dice que todos los poderes de los dragones son inútiles frente a los hombres.

El señor Grenfo cogió a Narbolius en sus manos como a un gato doméstico.

—Así es, pero ese guerrero no lo sabía —dijo.

—¿Cómo descubrieron los hombres que los dragones no eran invencibles? —preguntó Junco.

—No lo sé con certeza, pero al final del manuscrito hay un texto que se refiere a esa circunstancia. Al parecer, hubo un tiempo en que se extendió la creencia de que si un guerrero untaba su cuerpo con la sangre caliente de un dragón, alcan­zaba la inmortalidad. La noticia llegó a todos los rincones de la Tierra, y de todos los lugares partieron gentes en busca de tan prodigiosas criaturas, cuya sangre podía elevar, a quien los de­gollara, al codiciado Olimpo de los dioses. Nadie sabe cómo encontraron el lugar donde se oculta el sol, pero cuando lo descubrieron no tardaron en descubrir también que la fiere­za de los dragones sólo era una máscara para ocultar su propia debilidad ante los hombres, y acabaron con ellos sin piedad ni vergüenza. Alguna vez oí contar a mi padre que sus antepasa­dos intentaron impedir que unos seres tan fabulosos se extin­guieran, sin lograr alcanzar nunca su honroso propósito. Por ello, cuando encontré este manuscrito, decidí partir en bus­ca del misterioso lugar donde se oculta el sol. Siempre creí que si otros lo habían logrado también yo podría encontrarlo, y pensé que si la suerte me era propicia encontraría algún dra­gón vivo que acompañara mis días y mis noches. Ahora el azar ha querido que vos hayáis traído a Narbolius hasta mi castillo.

—Tal vez no sea el azar sino el destino quien lo ha dis­puesto así —dijo Junco mirando la imagen de su medallón.

—Tal vez —aceptó el señor Grenfo—. No debe de ser ca­sualidad que vos portéis al cuello el mismo medallón que ilus­tra la primera página del manuscrito.

El ajetreo de los días de viaje y el opíparo festín que Dongo había preparado para la cena sumieron a Junco en un esta­do de letargo rayano en la inconsciencia. Hacía mucho tiempo que no dormía en una cama mullida y suave como la que encontró en su aposento, una cama con dosel de madera y delicados cortinajes, similar a la que acogía sus sueños en el castillo de su padre. Antes de acostarse se despojó de su arma­dura y aún tuvo tiempo de darse un baño caliente en una barrica de roble. Su escudero, un joven avispado de pelo erizado y con redondeles rosados en las mejillas, que esa mis­ma noche fue puesto a su servicio por el señor Grenfo, le trajo ropas limpias y perfumó el agua con esencias de rosas y espliego.

—¿Deseáis alguna otra cosa, señor? —preguntó el hijo ma­yor del alcaide del castillo, mirando receloso al fascinante dra­gón que dormitaba junto a la puerta, pues aunque estaba en­cantado de haberse convertido en el escudero de un noble tan admirado como Junco, no acababa de acostumbrarse a deam­bular alrededor de la extraña criatura que lo acompañaba.

Junco, abstraído, negó con la cabeza y lo observó detrás del vapor de agua que se elevaba desde el borde de su improvisa­da bañera. Y en los infantiles ojos del chiquillo se vio a sí mis­mo tal como él era cuando se adentrara en el Laberinto sin sa­ber lo que allí le aguardaba. Su aspecto había cambiado tanto que ahora no podía reconocerse en aquel muchacho larguiru­cho y de ojos apagados que un día extraviara sus pasos por los senderos inexplorados de las orillas del lago de Fergonol. Sin embargo, no lamentó su profunda transformación. Era él mis­mo, el único hijo del gran rey de la Triple W, sólo que había crecido en la experiencia de la vida y sus misterios, y ya no era un niño como su escudero.

—¿Deseáis ser algún día un caballero al servicio de vuestro rey? —preguntó Junco.

—Nada me gustaría más, señor —dijo ilusionado el paje—. Cada día me entreno para cuando llegue la hora en que el se­ñor Grenfo Valdo me arme caballero con su noble espada. Además, el capitán Uklin me ha enseñado el manejo del ha­cha, y ya he conseguido partir una calabaza en dos desde una distancia de veinte pies. Tendríais que verme montando a ca­ballo y disparando con la ballesta.

Junco se quedó pensativo.

—Si yo llego algún día a ser rey, las armas de mis caballe­ros sólo serán un símbolo para la paz —proclamó sin saber por qué lo hacía.

—¿Cómo decís? —preguntó el escudero.

—Olvidadlo, sólo estaba pensando en voz alta.

Capítulo XIX

Al día siguiente, Junco se despertó pasadas dos horas desde que los gallos del castillo entonaron su bienvenida al amane­cer. El cielo encapotado auguraba oscuros acontecimientos y afuera de las murallas los asediadores de la fortaleza desplega­ban una frenética actividad belicosa. Las máquinas de guerra se aproximaban al foso arrastradas por bueyes y mulos que ti­raban de ellas con indolencia y desaliento. Los guerreros y mercenarios de a pie, presididos por el siniestro estandarte del barón Trulso Toleronso, avanzaban en bloques numerosos y alineados: las espadas, ceñidas al cinto; los escudos y las lanzas, en las manos. Sus pulidos yelmos destellaban como luminarias sobre las cabezas, mientras los jinetes permanecían en sus monturas ataviadas con las galas de la batalla, a resguardo de las hogueras encendidas.

Los centinelas dieron la voz de alerta, hicieron sonar los cuernos y todos los caballeros del castillo, a excepción del ca­pitán Uklin, que organizaba las defensas desde el patio de armas, subieron a la torre del homenaje para observar las ma­niobras del enemigo. Un rumor lúgubre, como un coro de voces malhadadas, llegaba hasta ellos propagado por el viento. Los arqueros corrían a las almenas con los carcajes repletos de flechas y los arcos dispuestos para lanzarlas. La hora del asalto había llegado. Narbolius olfateaba el aire, el señor Grenfo Valdo, taciturno, se temía lo peor, y Junco, que vestía de nuevo su deslumbrante armadura, pensaba qué podía hacer para evi­tar el desastre. Nunca como hasta ese momento echó más de menos la presencia de Gorgonán, él sabría lo que tenía que hacer. Entonces recordó lo que el viejo duende le dijo cuando apareció junto a la chimenea mientras él leía el viejo manus­crito. En el libro de los dragones estaba la respuesta, y Junco estaba decidido a llevar hasta el final el ardid que Gorgonán le había sugerido.

—¡Que ningún arquero haga uso de sus flechas! ¡Esta bata­lla terminará sin sangre! —gritó Junco.

—¿Qué os proponéis hacer? —inquirió con voz trémula el señor Grenfo Valdo, desconcertado por las palabras del joven caballero.

—¿Recordáis el párrafo del manuscrito que refiere en su texto que los hombres de aquellas remotas épocas ignoraban que los fabulosos dragones son inofensivos?

—Claro que lo recuerdo, he leído ese libro hasta el agota­miento.

—Narbolius evitará que el barón asalte esta fortaleza. Trulso Toleronso cree a pies juntillas que los dragones son inven­cibles. Pensaba que con tan fabuloso animal de su lado nadie se atrevería a combatir contra su ejército. Por eso me propuso unirme a él para luchar contra vos y contra mi padre.

El señor Grenfo Valdo dio un respingo, como si un dardo invisible le hubiera aguijoneado el pensamiento.

—¿Habéis dicho vuestro padre?

—Os lo explicaré luego, ahora busquemos al capitán Uklin.

Bajaron con rapidez por las estrechas escaleras de la torre. En el patio de armas, el fornido vikingo gesticulaba cual un estratega apabullado, dando órdenes sobre la ubicación de los soldados en torno a la muralla.

—¡Abrid las puertas y bajad el puente, capitán! —ordenó Junco.

—¿Os ha trastornado la sesera un sueño malvado, alteza? —respondió el interpelado con otra pregunta—. Si abrimos esas puertas, los guerreros del barón entrarán en el castillo como zorros en un corral. Nos quintuplican en número.

—No es para que entren ellos, sino para que podamos sa­lir Narbolius y yo. Ahora no disponemos de tiempo para dis­cutirlo, ya lo entenderéis más tarde —dijo Junco resuelto—. ¿Dónde está Dongo?

—Está preparando las calderas de aceite hirviendo para evitar que esos malnacidos puedan escalar la muralla. Pero permitidme que os aconseje esperar a que llegue vuestro pa­dre, su ejército es poderoso e imbatible.

El señor Grenfo Valdo no daba crédito a lo que oía:

«¡Junco es el hijo de rey Winder Wilmut Winfred!», se dijo a sí mismo, y a punto estuvo de sufrir un desmayo.

—También Narbolius es invencible. Me lo dijo Gorgonán, y él rara vez se equivoca —concluyó Junco.

—¿Es que nunca vais a dejar de hablar con ese viejo em­brujado?

—No mientras él lo quiera. Y ahora no me hagáis perder más tiempo, capitán. Abrid las puertas.

—Está bien, corno vos gustéis.

La voz grave del capitán Uklin resonó en el patio y, aún con gesto agrio, ordenó abrir las puertas del castillo.

Y las puertas se abrieron, se alzó el rastrillo y el puente leva­dizo descendió sobre el foso de agua entre el chirrido de las ca­denas que lo sujetaban. Junco acarició a Narbolius y le susurró algo inaudible al oído. Al instante el dragón alzó el vuelo, giró en espiral sobre los atónitos ojos de los asediados y se posó de nuevo sobre la tierra rojiza del patio. Junco subió en sus lomos y ambos avanzaron hacia el túnel oscuro que separaba la forta­leza del exterior. Luego se detuvo ante el ejército del barón y acarició el medallón que le colgaba del cuello, el mismo meda­llón que aparecía pintado en la primera página del manuscrito del señor Grenfo Valdo. Entonces el sol sé encendió en el cie­lo disipando las nubes como si un soplo hechizado las espanta­ra, y la figura formada por el caballero y el dragón apareció majestuosa y fascinante sobre el puente levadizo, transformada en un ser luminoso de un solo cuerpo que parecía surgido de las estrellas. Narbolius creció hasta alcanzarlas dimensiones de una criatura descomunal y su piel se tiñó del color del oro, cegan­do a los guerreros que, enfrentados a él, osaron mirarlo. Y fue así que las ordenadas huestes del mezquino barón Trulso Toleronso dejaron caer sus armas al suelo como si un ser invisible se las arrebatara de las manos y corrieron despavoridas dispersán­dose por el páramo, sin que nunca más, en los muchos años que siguieron, volviera a verse en las tierras de la comarca ca­ballero alguno que alzara su espada contra sus semejantes. Y aún relatan los juglares en sus dulces canciones que hubo en la his­toria un príncipe sensato y justo llamado Junco, el Caballero del Dragón, que casó en fastuosa ceremonia con la hija del noble señor Grenfo Valdo, cuyo hermoso retrato pintó un artista que había huido de la realidad, y que sus propios ojos vieron un día lejano en el museo de una ciudad encantada.

Fin

Agradecimientos

El autor desea expresar su admiración y gratitud a Fernando Savater, a cuya sabiduría ha hurtado algunas de las reflexiones filosóficas que vagan furtivas por las páginas de este libro.

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