Cumbia – Jorge Accame

Un año, durante la tercera lluvia de noviembre, mi padre miró por la ventana y dijo:

—Mañana cuando escampe vamos a ir al zanjón. Desde el lunes que una tropilla de mulas pasta por ahí.

Mamá sacó los frascos vacíos para conserva, buscó el vinagre aromado con estragón, peló cuatro cabezas de ajo y desenterró de entre el polvo de la despensa las botellas de aceite de oliva. Mi hermana trajo del fondo dos ramas de laurel y seis de eneldo chorreando agua.

Esa noche no dormí. Nunca duermo la noche previa a la primera salida de la temporada. La ansiedad me roe en cuerpo y alma. Me imagino todos esos hongos que cubren los campos, esperando por mi familia, y me desvelo durante horas.

Pero la lluvia no paró esa mañana ni por la tarde ni en los días siguientes. Siguió cayendo con la misma mansedumbre de un animal doméstico al que le ordenan hacer un trabajo.

Al quinto día, me apoyé en el marco de la ventana y aspiré con resignación esa luz lavada que nos entristece y nos va quitando poco a poco las fuerzas. Recuerdo a papá que se acercó y me dijo que no me preocupara. Aseguró que en uno o dos días más dejaría de llover. Después me quedé dormido. Soñé con nuestro campo lleno de unos hongos que la gente llama falsas trufas. Son unas papas gordas, casi siempre blancas y resplandecientes. Aunque también existe una clase con la piel gruesa y aureolada, de un ocre intenso, como si las hubieran forrado con cuero de tigre. Hay que verificar si están frescas: conviene cortarlas por la mitad; si en su interior son blancas y su carne se desgrana como un queso de cabra, pueden recogerse; si están amarilleando o negras quiere decir que se han pasado y se las deja para que esporen.

Permanecí parado frente a ese campo mirando las papas hasta que me desperté con dolor de garganta, a causa de un chiflete que entraba por un agujero de la ventana. Entonces lo supe: la lluvia había traído el frío y el frío no permitiría que los hongos crecieran.

Sin embargo, una tarde, cuando ya se había cumplido la semana entera de mal tiempo, caminé unos pasos con mi madre por el jardín. Aislado, en el borde del barranco, se alzaba un amanita phalloides, con su ponzoña de serpiente dormida en la ingenua redondez de su cabeza. El hongo de la muerte es, en sus primeras horas, visualmente idéntico al champignon. Por ese motivo, pocos se arriesgan a recoger los champignones mientras no está desplegado el sombrero. Nosotros los reconocemos por el aroma. El champignon nuevo tiene perfume a manteca fresca y el phalloides es nauseabundo desde que nace hasta que lo resecan los vientos.

Si distraídamente alguien mete un solo hongo venenoso en una canasta colmada de hongos comestibles, todos se echan a perder. Un tatarabuelo mío falleció por comer hongos buenos recogidos cerca de otros tóxicos. Los hongos se contagian, absorben el veneno igual que esponjas.

Lo arranqué con la punta de mi bota y lo pateé lejos, como si eso pudiera ahuyentar su poder.

En ese momento mi hermana gritó. Cuando llegamos a su habitación la encontramos llorando, desnuda. Le preguntamos qué le sucedía pero no podía hablar por la desesperación. Sólo se frotaba con fuerza la pierna derecha. Mi padre levantó la toalla con la que ella se había secado después del baño y la sacudió. Al piso cayó un alacrán, con su cola curvada hacia adelante. Cecilia tenía la pantorrilla levemente hinchada y mamá le aplicó en seguida una bolsa con hielo. Las picaduras de alacranes rubios no son demasiado graves. Apenas más dolorosas que las de una avispa común y mucho menos que las de guancoiro.

Encontramos el segundo alacrán en mi cama, al destender las sábanas para acostarme.

—Siempre han sido bichos cameros —dijo papá.

—Es la lluvia —comentó mi abuelo—. Entran a la casa para no ahogarse.

Desde entonces, los alacranes empezaron a llegar en oleadas migratorias. Los veíamos por todas partes. Adentro del canasto de la ropa sucia, o caminando por las paredes, arriba de nuestras cabezas. Eran como pequeñas máquinas de guerra, articuladas y resistentes.

Se convirtió en una costumbre aplastarlos con la suela de los zapatos y dejarlos olvidados, hasta que el tiempo los deshacía y esparcía sus cuerpos por los pisos de las habitaciones.

Nuestra casa parecía una cripta, húmeda y oscura, sitiada por aquella lluvia incesante.

Todos sucumbíamos ahogados en el sopor del agua obsesiva que nos obligaba a infinitas partidas de ajedrez y dominó, que luego repetíamos por las noches en nuestros sueños.

Los chicos casi no salíamos y los mayores sólo cumplían con las obligaciones de trabajo que no podían postergar.

Una noche mi abuelo regresó con tres champignones hallados en la zona sur.

Los champignones aparecen a los buscadores en distintas formas: cuando emergen del suelo son iguales a las papas: redondos, blancos, turgentes. A veces les quedan unos pastitos pegados sobre las cabezas porque al surgir están frescos y húmedos como un recién nacido. A medida que se abren sueltan las esporas, hasta que adquieren posición de sombrilla. A menudo se estiran tanto por la fuerza del sol que el paraguas se curva a contraviento. Con el transcurso de las horas o los días, según la intemperie, sus laminillas suavemente rosadas se oscurecen hasta ponerse negras.

Mi abuelo abría su gran mano y nos mostraba los tres hongos, que estaban pasados y no podían comerse.

Como si respondieran al orden de un génesis doméstico, las ranas llegaron dos días después de los alacranes. Eran pequeñas, albinas, con ventosas en los dedos. Se lanzaban al vacío desde las paredes del baño y cuando golpeaban contra las cosas quedaban colgando de una pata, con aire de franca confusión. Sin querer, solían chocar con el cuerpo de quien estuviera tomando una ducha. Los varones de la casa soportábamos la sorpresa disimuladamente, pero mamá y Cecilia emitían aterrados chillidos de murciélago cada vez que aquellos pequeños cuerpos fríos aterrizaban en sus pieles desnudas y brumosas por el vapor. Sin embargo, las ranas sobrevivieron sin que nadie las atacara. Aun cuando eran decenas y se amontonaban sobre los azulejos, se las respetaba como animales sagrados, quizá porque por las noches cantaban en un coro tan sólido que nos permitía olvidar la lluvia sobre el cinc.

Una mañana, después de dos semanas de temporal, papá me despertó temprano para avisarme que había salido el sol. Un sol marino, lavado por el agua de la tormenta, con un cielo frío detrás de los árboles. Cuando nos asomamos al jardín sentimos, entre los flecos de la brisa, un fuerte olor a pescado muerto que nos llegaba del monte.

—El perfume del mar es algo raro, aquí en los cerros —dijo mi padre.

Mi abuelo se llenó los pulmones de luz seca.

—Sólo que uno lo haya soñado durante la noche —agregó.

Pero hacia mediodía volvió a nublarse y a la una de la tarde estaba lloviendo otra vez.

Sabíamos que era improbable que aquel parpadeo solar hubiese calentado la tierra; igualmente, después de la siesta, salí con papá a recorrer la finca y nos internamos en los terrenos forestados con pinos patula y elliotis. Íbamos cubiertos por unos capotes impermeables. Las gotas caían sobre nosotros, rápidas y mullidas, y hacían un ruido lejano de máquina de escribir. Caminamos por los sitios en los que habíamos hallado boletus otros veranos.

Los boletus sardous, también llamados hongos de pino, son una de las tantas clases de porcinos que hay en nuestros bosques. Gordos, de una carne casi animal, cubiertos por un tegumento anaranjado y pegajoso. El cabo es fibroso y duro y bajo la cabeza tienen una esponja húmeda y amarilla, de poros dilatados.

Mi padre y yo buscábamos entre las densas parvas de agujas de pino; pero sólo salían lombrices o arañas.

Nos deslizamos hacia una cañada de maleza tan cerrada como un género. Sacamos los machetes. Nos abríamos paso a golpes (yo recordaba al príncipe de La Bella Durmiente embistiendo las espinas que guardaban el castillo). Tras una hora de caminata, rompimos una ventana en la espesura y salimos a una planicie pelada y gris como el cielo de esos días. Al pie de un tronco podrido encontramos algunos hongos inusuales en la región. No sé su nombre; pero parecen burbujas azules. Nos pusimos en cuclillas y los contemplamos un buen rato.

—¿Son venenosos? —pregunté.

—No creo —respondió papá—. La verdad, no los conozco.

Nos incorporamos para seguir viaje y descubrimos una colonia de boletus, a menos de tres metros de allí. Nos miramos y sin hablar nos lanzamos sobre ellos. Habíamos esperado demasiado por una cosecha y no queríamos arruinar todo diciendo algo inoportuno.

Llenamos dos bolsas y regresamos. Cada segundo que transcurría yo iba perdiendo más y más el entusiasmo por nuestro hallazgo.

Cuando llegamos a casa, mamá y Cecilia nos recibieron con gritos de alegría. Mi abuelo abrió la bolsa y los observó.

—Es una hermosa cosecha —dijo—. No creo que muchos hayan tenido tanta suerte esta temporada.

Fui a la sala y encendí el televisor. Junto a una de las patas del sillón, cientos de hormigas iban y venían desmontando, pieza por pieza, el cadáver de un alacrán que yacía en el piso como un juguete a cuerda descompuesto. Mis padres se quedaron en la cocina, limpiando los boletus. Podía oír lo que decían entre el tintineo de la vajilla y el chorro que salía del caño y resbalaba en la pileta.

—Había unos hongos azules cerca.

Escuché a mi bisabuela, caminando en el piso de arriba, y a la lluvia, que seguía tejiendo tras los vidrios empañados del ventanal que daba al jardín.

—Nunca los había visto antes —agregó al rato papá.

Me distraje con una película cómica que estaban pasando. Después vino Cecilia y se sentó a mi lado.

Mamá trajo la fuente a la mesa. Había derramado la salsa de hongos de pino encima de unos panes tostados. El humo avanzaba desde ellos como la neblina del monte. Nos sirvió raciones abundantes. Todos sonreíamos. No hablábamos, sólo mirábamos los platos, pendientes de aquel manjar que nuestra familia consume ritualmente desde hace siglos.

Mordí con cuidado mi primer hongo y el placer me estremeció. Esa imprecisa consistencia de molusco expatriado. Era el mismo sabor de siempre, quizá apenas más agrio. Comí otro. Mi padre dijo algo. No comprendí bien qué, porque las ranas que habitaban en el comedor habían empezado a croar y sofocaron sus palabras. Supuse que elogiaba a mamá por la cena. Sentí un mareo y una suave opresión en el pecho que me impedía respirar profundamente, como yo habría deseado. Pero al inicio de la temporada los hongos suelen provocar algunos síntomas raros e inofensivos en los organismos desacostumbrados.

Cecilia ya casi había terminado su plato, y la bisabuela pedía otro. No había de qué preocuparse. Al menos eso quise pensar, mientras preparaba en la cuchara mi tercer bocado.

Mirisini

Nicanor

Llegué a Arsénico antes de la madrugada. Ya hacía varias horas que perseguía a Mirisini.

Lo había conocido en un sueño: mi mujer y yo nos habíamos mudado a la nueva casa de campo pocos días atrás y esa mañana encontramos, enfrente de nuestro lote, una camioneta azul con dos tipos adentro. Uno me pareció conocido; pero no logré distinguir claramente su rostro.

El chofer era terrible: alto, corpulento, usaba bigotes, oscilaría entre los cuarenta y los sesenta años; en fin, no era eso lo importante, sino que de él irradiaba una fuerza horrible y homicida. La mañana estaba hermosa como pocas y la sola presencia de aquel fenómeno era suficiente para convertir los suaves charcos de sol en ambiente de pesadilla. Por un momento, me aterroricé pensando que serían los propietarios de ese terreno y que los tendríamos como vecinos en un futuro relativamente cercano. Luego me tranquilicé: parecían viajeros.

Salimos. Mi mujer cerró la puerta con llave. Al aproximarnos a ellos, los miré para estudiar sus intenciones de contestar un saludo.

—Buen día —me arriesgué.

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