Cumbia – Jorge Accame

Nos hemos quedado allí quietos, jadeando, mirándonos, hasta que nos calmamos.

Atendimos a Nieve y hacia media mañana estuvimos en condiciones de partir. El gigante aún estaba un poco mareado, pero se repuso durante la marcha.

Por la tarde, cerca de un estero maloliente, encontramos unas pequeñas y raras huellas de pies. No tenían dedos.

Tobías dijo que eran de pitáyovai. Se cree que los pies de los pitáyovai o talón-yovai (yovai significa “al revés”) terminan en un borde redondo, sin dedos; de este modo nunca se sabe hacia dónde se dirigen sus huellas y no se los puede seguir.

A poca distancia de allí, Cancio creyó percibir un sacudón entre las plantas parásitas de un árbol. Abrimos fuego, como locos, vaciando las armas sobre el follaje. Una y otra vez atronamos el monte. De pronto, cesamos de disparar, esperando cualquier indicio del enemigo. Cayó sobre nosotros una lluvia de hojas y ramas destrozadas, mientras se expandía en el aire un silencio espeso que nos aturdía. Quizá fue un mono o un pájaro. O quizá, nuestra imaginación.

Esta noche le toca la guardia a Tobías.

Sexto día

Ignoro qué esté pasando. El mataco nos ha despertado hace una media hora. Son las tres de la mañana y se escuchan unos alaridos desde la espesura. Resbalan entre los árboles y llegan hasta las tiendas. Podrían ser simplemente de algún pájaro nocturno o de alguna fiera, pero en nuestras cabezas late la misma idea. El pulso de las arterias que nos golpea las sienes susurra: pitáyovai, pitáyovai.

¿En qué lugar de nuestras almas se origina el miedo? Nace como un pequeño animal que en pocos minutos crece hasta ocupar cada rincón. Y somos nosotros mismos quienes lo cuidamos, le damos de comer, y lo malcriamos. No tengo deseos de moverme. Creo que estoy aterrado, como todos. Sin embargo, he tomado una decisión que estimo correcta: en instantes más reuniré a mis hombres, nos separaremos en grupos y saldremos a investigar. No podemos seguir así. Tenemos una tarea que cumplir y el miedo nos está entorpeciendo el juicio.

Octavo día

Dios mío, ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá nunca hubiéramos abandonado las tiendas. Más valía permanecer en el campamento, aguardando el amanecer. Al menos así habríamos tenido una oportunidad.

Me cuesta relatar esto. No puedo dejar de pensar que no es verdad, que se trata de una pesadilla. En cualquier momento despertaré en mi casa y bajaré las escaleras para tomar el desayuno con mi familia.

La última noche que estuvimos juntos formé tres grupos: Tobías y Abel, los mellizos, Cancio y yo. El plan era avanzar describiendo un amplio círculo que rodeara el sector de donde provenían los gritos y encontrarnos en la playa del río. Nos despedimos, acordando que nos llamaríamos enseguida con un silbido ante cualquier novedad. Los gritos continuaban, ahora sonaban como risas.

Cancio y yo caminamos hasta la playa sin hallar nada. Esperamos un rato, pero nuestros compañeros no aparecieron. Al cabo de una hora, empezamos a preocuparnos. Regresamos a las tiendas, siguiendo el camino que debían tomar los Sánchez. Cada tanto soltábamos un silbido sin recibir respuesta. Los misteriosos gritos habían cesado. Busqué en vano a mis hombres toda la noche.

Entrada la mañana, como a dos quilómetros al este, hemos encontrado a Tobías, parado contra un árbol. No hemos logrado arrancarle palabra durante horas. Hacia el mediodía, nos ha conducido a través del monte hasta un precario campamento deshabitado. No puedo ni quiero describir en detalle lo que vimos, porque excede la fantasía de la mente más perversa. De un tiento atado entre dos árboles, pendían tres pellejos humanos: con terror suponemos que son las pieles de nuestros compañeros. Próximo a los restos de un fogón había un pozo de medio metro de diámetro y poco más de profundidad, lleno de un líquido espeso y negro; era sangre.

He recogido de entre los despojos una pequeña hacha de piedra sin mango y la he guardado en mi morral.

Noveno día

Ninguno de nosotros durmió anoche.

Tobías me ha relatado lo que sabe.

Dice que cuando salimos a investigar los gritos, en cierto momento se apartó de Nieve unos metros porque le pareció escuchar pisadas tras los arbustos. Al regresar, su compañero ya no estaba allí. Esperó unos instantes. Luego probó llamarlo con un cauto silbido, sin éxito. En un claro cercano, bajo la luna, creyó descubrir huellas de botas, entreveradas con huellas de pitáyovai. Con dificultad, anduvo varias horas rastreándolas por el monte, hasta que al amanecer llegó al lugar donde halló los despojos que ya he mencionado. Seguramente, los indios sorprendieron también a los Sánchez y los ejecutaron junto a Nieve.

Según el mataco, los pitáyovai son los únicos demonios vivos, de carne y hueso, que caminan en la selva; capturan víctimas en las noches de luna y guardan la carne como alimento.

Décimo día

He pensado todo el día en el relato del mataco. Obsesionado por el recuerdo de aquel pozo lleno de sangre, le he preguntado qué significa. Me ha dicho lo que otros le han contado: los pitáyovai cortan a sus prisioneros en pedazos, sin matarlos; les extraen la sangre y la juntan en un recipiente o en un pozo. Entonces se sientan a esperar que acudan las almas de los difuntos a beber.

Trato de serenarme para considerar objetivamente esta situación, pero no puedo.

La falta de sueño y las escenas que he presenciado me descalifican para tomar decisiones. ¿Qué debo hacer? ¿Suponer que las pieles y los huesos que enterramos no pertenecen a mis hombres? ¿Que Abel Nieve y los hermanos Sánchez han desertado, puesto que les encomendé una misión y no regresaron? Ojalá así fuera y me los encontrara dentro de unos meses en la ciudad, con otros nombres, ocultándose de las autoridades.

Hoy hemos revisado la zona tímidamente, tan sólo como para asegurar que seguimos buscándolos y justificarnos frente a cualquier acusación.

Undécimo día

Mañana, si Dios quiere, llegaremos al campamento militar. Ayer emprendimos el regreso. Tomé la resolución de no continuar el viaje de reconocimiento. De todas formas, no es un paso aconsejable para nuestro ejército.

Pitáyovai. Cuando hacemos un alto para descansar y cabeceo un breve sueño, aparecen las imágenes de sus huellas sobre el cieno. ¿Será posible que no tengan dedos en los pies? Quizá sea un truco que logran mediante algún instrumento fabricado por ellos.

El mataco Tobías nos abandonó apenas pisamos tierras conocidas.

Cancio y yo somos los únicos sobrevivientes del grupo. En nuestros corazones no existe la menor duda de que los demás han perecido y de que no pudimos hacer nada por ayudarlos. Nadie habría podido. Sin embargo, nos sentimos culpables, como si los hubiéramos abandonado. Debo convencerme: la única culpable es la selva, murieron víctimas de un fenómeno natural. Los pitáyovai son un fenómeno natural en este mundo, tan natural como un terremoto o un huracán.

Mientras toco el bulto del hacha de piedra en mi morral, pienso qué les diré a mis superiores: no me creerían si les cuento lo que ocurrió en realidad. Lo más sensato será referir que fuimos atacados por el enemigo y tuvimos tres bajas. El enemigo es algo simple de comprender durante la guerra. Pensarán sin duda que digo la verdad.

Huaira Cruz

a Víctor Montoya

I

Llegué a Abrapampa de noche, así que no pude conocer el paisaje más que por el silencio que descendía sobre el lomo de los médanos.

Había decidido ir como maestro a la Puna pocos días antes, cuando me sortearon para el servicio y saqué número bajo.

De la ciudad recuerdo los faroles de luz desganada en las esquinas. Me sorprendió que hubiera electricidad.

A la mañana siguiente salí a caminar. Terminaba la callecita a unas cuatro o cinco cuadras y empezaba una inmensa llanura de viento. Para el otro lado lo mismo. Arenales, llanura, y lejos, la montaña. El enorme y árido redondel por el que se llama Abrapampa.

Hacia el mediodía llegó la camioneta a recogerme. Me acomodé en la caja porque la cabina iba llena de gente y mercadería.

La escuela estaba a unos veinticinco quilómetros de allí, en Huaira Cruz.

El camino era como un brochazo seco sobre la llanura de arena; yo veía cómo la ciudad se hacía chiquita y trataba de memorizar cualquier referencia. Tenía que bajar a los tres días a recoger un giro postal que me enviaría mi familia desde San Salvador; como yo era nuevo demoraría dos meses en cobrar el primer sueldo.

Al principio con el camino recto me orientaba fácilmente, después nos internamos en las montañas y dimos tantas vueltas que ya no pude retenerlas.

En Huaira Cruz, junto a la pared de la escuela, nos esperaban unos diez niños de pómulos rojos, tallados por el frío. Miraban recelosos y ninguno sonreía ni hablaba.

II

Benjamina, la cocinera, me prestó su bicicleta para bajar hasta Abrapampa. Era una mujer menuda y flaca, consumida por la certeza de que su hijo de siete años jugaba con un duende.

El hijo de Benjamina venía a clase y era mi alumno. En las horas libres se apartaba del grupo y desaparecía misteriosamente. El día siguiente a mi llegada lo encontré jugando y hablando solo, junto al horno de barro. Cuando le conté a su madre, ella suspiró:

—Es que el duende vive allí.

Benjamina decía que los chicos que mueren sin ser bautizados se convierten en duendes. Los duendes aparecen en forma de hombrecitos, con sombreros aludos, y se llevan a los niños. En algunos casos los retienen por años. Cuando los padres recuperan a sus hijos, los hallan enajenados y son raros los curanderos capaces de sanarlos.

Comencé a pedalear, apretando los frenos con las dos manos, porque la pendiente era fuerte y tenía miedo de desbarrancarme. El camino bajaba a veces a la playa de un río seco y se abría. Un hombre que encontré me dijo que cortara por los atajos, pero yo no distinguía el camino del atajo ni del cauce del río.

Por largos trechos no se veía a nadie. Cada tanto un paisano, o un animal.

Llegué a Abrapampa, alarmado por las cinco horas que había empleado en recorrer veinticinco quilómetros. Fui derecho al correo, cobré el giro y regresé en seguida.

Hice la vuelta prácticamente a pie. La subida era demasiado empinada para la bicicleta.

Para colmo, ya no reconocía el camino.

Durante una de mis muchas vacilaciones, dejé acostada la bicicleta sobre un morro y me puse a considerar la situación.

Cerca de mí, contra un alambrado, había una oveja muerta. No sentí mal olor y me fijé en la carne seca como un cartón. Estaba tan atento a ese cadáver sin moscas, que no vi al hombre que se aproximaba sino cuando ya lo tenía a cien metros. Avanzaba con el cuerpo curvado. Sobre sus espaldas llevaba un cubo enorme.

Vino directamente hacia mí.

—Buenas tardes, señor —dijo.

Descargó su bulto sobre la tierra y se quitó el sudor de la cara con el dorso de su mano.

Pasaron unos minutos y ninguno habló.

Para romper el silencio absurdo de dos hombres que se encuentran en el desierto, comenté la perplejidad que me producía la oveja muerta.

—¿Ve esas huellas? —señaló el hombre hacia mi derecha—. Son de león. Él la mató.

Observé unas pisadas como de perro grande.

—¿Y por qué no la ha comido?

—Mire el vientre —indicó.

Recién entonces vi que la oveja tenía la panza abierta.

—Le ha comido las tripas —dijo el hombre—. Por eso no se pudre. La altura seca la carne.

Refirió cómo los pumas bajaban a devorar los rebaños. Se habían instalado en la cima del Cerro de Cobre: desde allí podían dominar los campos y elegir los mejores animales. Después de cobrar la presa, se retiraban a su guarida.

—¿Y qué hacen los vecinos? —pregunté.

—La gente viene juntando rabia.

Le convidé un cigarro y fumamos juntos. Sin querer, eché una ojeada a su carga. Él reparó en mi curiosidad y, naturalmente, me explicó que venía trasladando un televisor color que había comprado en Bolivia. Había preferido atravesar el campo y los cerros, antes que usar la ruta habitual, por miedo a que se lo quitaran los gendarmes.

—¿Adónde va? —me preguntó.

—A Huaira Cruz.

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