Cumbia – Jorge Accame

Si yo fui mujeriego al mango. Con la que es ahora mi esposa, estuve diez años de novio. No me decidía, qué querés. Me gustaba de alma el tango, el rioba, que la vieja me cebara mate los domingos. ¿Te embola que te cuente? Si no hablo me duermo, y si te dormís en esta vida, te das la torta con otro mionca. Sabé la de tipos que he visto sacar de cabinas reventadas. Parecían pajaritos adentro de una jaula desarmada, atravesados por lo barrote.

Ahora que te veo al lado mío, me hacés acordar al Luisito, un muchacho que era ¿cómo se llaman esos que tienen los brazos medios duros acá? Estáticos, no, hepáticos, no, tampoco, espásticos, eso; pero éste además tenía los brazos más cortos y las manitos así, que casi le salían de los hombros. No, no lo tomés mal. Me hiciste acordar porque viajó de lechuza conmigo mucho tiempo. Lechuza, acompañante, ceba mate al que maneja, ayuda, qué sé yo. Era un pibe del rioba, no conseguía laburo y me dio no sé qué. Le dije que se viniera, como lechuza. Resultó bárbaro, a la final le tomé cariño, qué querés. Un día lo llevé al cabaruti, ahí yo conocía a todas las minas. Agarré una, la mejor, la más gamba, le di un toco de guita y le dije : “Al pibe me lo tratás bien. Pero bien bien, nada de una cosa así nomás. Le hacés la francesa, la completa, el 69, lo que él quiera. Te lo dejo. Yo vengo a buscarlo más tarde”. A la noche , cuando volví, Luisito estaba frapé frapé, enloquecido. La mina vino a verme y me reconoció: “La verdá, que el pibe se pasó, es un fenómeno. Hicimos de todo”.

Después, Luisito la quería seguir. Vamo a otro cabaré, decía. No estaba cansado, el loco. Todavía me acuerdo, con las manitos así, como alita. Era un espetáculo.

Ahora está metido con un puto, un homosesual. El tipo le garpa todo. Una vez lo llevó a Mendoza, le pagó alojamiento, comida, todo. Y el viaje en avión. Y allá, vos sabé, se peliaron. Y Luisito que le decía que le diera para el pasaje de vuelta, que se quería volver. El coso estaba desesperado. A la final se arreglaron. Que espetáculo. En qué andará ahora. Sé que sigue con el homosesual que lo mantiene, pero de vez en cuando, se voltea una mina.

Quevasacé. En la vida tenés que hacer cosa que a lo mejor no te gustan. No todo sale como esperás. Así como me ves, a mí también… Qué, te dormiste. Eh, muchacho… Como un tronco. Y bueno, mejor que no escuchés lo que iba a contar. La naturaleza es sabia, porque si no… Yo también me he metido en cada una.

En fin, qué vida esta. No sabés cuándo volvés a tu casa. Ahora en Palpalá, por ahí engancho otro viaje y después de ése, otro y otro. Y ya que estás, te conviene agarrar; pero yo igual, por adentro estoy deseando que no se dé nada, así vuelvo y veo la flía. La última vez, el único que salió a recibirme fue el perro. Y qué querés, nadie me esperaba; hacía dos meses que no me veían el pelo. No reconocieron ni el motor del mionca. Me quedé ahí como media hora en la puerta, acariciando al perro, pensando cómo encontraría todo. Me daba vergüenza entrar, no sabía qué decir. Dos meses es un toco, hermano. Y yo que no escribo mucho. Capaz que había otro punto que ocupaba mi lugar. Sabía que no podía ser, pero pensaba que me lo habría merecido. Igual hubiera armado un escándalo de la samputa. Me veía, che, como si estuviera pasando, sacudiéndole un roscazo a mi mujer, y acogotándolo al punto mientras la nena lloraba a grito pelado. Por suerte, nada que ver. Vos sabé, abrí la puerta y entré. Estaban las dos solitas mirando televisión. Ni bien me vieron corrieron como locas a recibirme. Papi papito, gritaba la gorda. Nos quedamos los tres ahí abrazados, qué sé yo cuánto tiempo, llorando a moco tendido como infelice. Estaba tan embalado que les prometí por todo lo santo que había sido mi último viaje, que los mango que traía poníamos un almacén en el cuarto de adelante y a otra cosa. Después qué querés, se enfrió todo, me hice el sota y no se habló más del asunto. La verdá, que yo no puedo vivir sin el mionca. A mí me hacés quedar en la casa y me muero. No sé ni arreglar un enchufe. A mí me gusta esto, aunque a vece chille. Soy más piantado… ¿Sabé por lo que se me da? Te vas a reír, pero cuando estoy solo me trasformo. Te juro, soy un mostro. Entonces meto la pata a fondo, y me importa un carajo la carga o el camión. Lo único que necesito es camino. Camino hasta el horizonte y que cuando se termina el mundo, no haya nada. Un precipicio sin fondo.

Es tan rara la vida. Qué vacé. Ah, te despertás. Muy bonito. Yo te levanto para conversar un rato y vos te dormís como un marmota. Pero no importa, la naturaleza es sabia. A veces hablo por de más. ¿Te animás a calentar agua para hacer unos mates? Por lo menos, voy a tener un lechuza hasta que te bajés, como cuando me acompañaba Luisito. Total, vos vas hasta Palpalá; después, sabe Dió. Capaz que me subo otro lechuza para charlar. Qué vacé. Así es la milonga.

Flores

Yo era profesor de Castellano en la Escuela Normal y a mediados del ochenta, en el segundo año A del bachillerato, tomé una prueba escrita de análisis sintáctico. Al devolver las hojas corregidas sobró una. Los alumnos me dijeron que ese nombre no correspondía al grupo. La evaluación, que había sido reprobada, llevaba la firma de un confuso Juan o José Flores. La guardé dentro de mi portafolios.

Por las dudas, en los días sucesivos pregunté en otros cursos: todos ignoraban su origen. Repasé las listas; en vano. Nadie apareció con ese apellido.

No me sorprendí demasiado. Un escrito aplazado era quizá eludido hasta por su propio dueño. Probablemente abusando de mi ignorancia acerca de los integrantes de cada grupo, alguien había firmado con seudónimo previendo el resultado fatal.

Hacia septiembre, volví a examinar al segundo año. Corregí los trabajos y me encontré —creo que lo esperaba— con otra hoja firmada por Flores. Tampoco esta vez había aprobado.

No llevé a cabo más pesquisas. Ahora estaba seguro de que Flores pertenecía al segundo A. Haber encontrado dos veces un trabajo suyo entre las evaluaciones de ese grupo lo confirmaba. Sospeché que se trataba del nombre apócrifo de algún bromista que había hecho dos pruebas. Una, firmada con su verdadero apellido para obtener un concepto real; la otra, que debía atribuirse a una sombra —Flores—, y que era entregada con el solo propósito de perturbarme.

Durante un recreo, mencioné el episodio en el buffet del colegio, delante de mis colegas. En ese momento el comentario no produjo ningún efecto. Nunca se escucha realmente lo que dice el otro, salvo que el discurso sea por mera casualidad el que uno mismo está por decir.

Cuando ya iba a entrar al aula, sentí que me aferraban del brazo para detenerme. Era una preceptora.

Se la veía nerviosa.

—Sin querer —murmuró— he oído lo que relató en el bar.

Le dije para tranquilizarla que no tenía la menor importancia.

Ni siquiera intentó escucharme y empezó a hablar:

—Había hace tiempo, en segundo A, un chico Flores que nunca aprobó Castellano. Era voluntarioso y estudiaba mucho, pero sus deficiencias —mala escuela primaria o falta de cabeza, se ve— le impidieron eximirse. Una tarde cuando venía hacia aquí a rendir examen por quinta o sexta vez, lo atropelló una camioneta y murió. Fue la única materia que quedó debiendo para siempre.

La narración era algo melodramática. Sin embargo, la mezcla de ambigüedad y precisión entre aquellas coincidencias me inquietó por varias semanas.

Ese verano, tomé la evaluación final en segundo A. Busqué la de Flores y la aprobé sin leerla. Al día siguiente, la dejé sobre el pupitre de un aula vacía.

Ya no volví a saber de mi inexistente alumno. Deliberadamente, deseché una última explicación posible: la intervención de algún familiar o amigo íntimo del difunto, que cursara en la escuela y hubiera prometido cumplir póstuma y simbólicamente su voluntad truncada.

Para mí (y para la sombra) había una sola realidad; Flores, ese año, se eximió en la materia que lo había fatigado.

El animal

Miro el flaco arroyo que atraviesa mi propiedad y rueda hasta el camino. El agua se empoza en los remansos solitarios revolcando espuma. No queda ni una de las truchas que sembré. Estoy arruinado.

Hasta hace algunos meses, yo me perfilaba como un promisorio hombre urbano, habituado a realizar civilizadas llamadas telefónicas desde una oficina y a dejarlo ganar a mi jefe en el squash todos los sábados a las nueve de la mañana. Esto último resultaba arduo porque jugaba muy mal y me costaba perder sin que se diera cuenta. Creo que él algo sospechaba, porque después de los partidos se ponía desagradable.

—Hoy tenés almuerzo de trabajo —me dijo, sacudiéndose el pelo mojado al salir de la ducha.

Yo odiaba esos almuerzos y él lo sabía. Cuando comía me gustaba pensar en la comida y no en el trabajo.

—¿Hoy? —repetí.

—Con el gerente de la sucursal 19 —agregó envolviéndose en su toalla.

No me gustaba el gerente de la sucursal 19. Además ya había hecho planes con una amiga.

—¿Cómo terminó el partido? —inquirió luego mi jefe con aire distraído, echándose desodorante.

Él se acordaba perfectamente, pero yo igual le informé que me había vencido por siete puntos.

—Vas a tener que entrenar más —concluyó.

Supongo que, en el curso de varios años, fui llenando un gran tacho de basura con situaciones similares; hasta que un acontecimiento fortuito me reveló que aquella vida me tenía harto. Recuerdo la imagen exacta que finalmente me decidió, como si la hubiera filmado y la observara en mi televisor todas las noches antes de acostarme. Esa mañana, mientras me dirigía a la sucursal 19 a recoger al gerente, se produjo un embotellamiento y quedé atrapado con mi auto. Avanzábamos a razón de treinta metros por hora, hasta que nos detuvimos definitivamente.

Salí y miré la avenida a la distancia. Los te­chos de los vehículos parecían las escamas de una serpiente interminable.

Al rato nos hallábamos todos afuera, conjeturando cuál sería el problema.

Un hombre atrás de mí dijo que los obreros de la compañía de teléfonos estaban abriendo la calle.

Después de cuarenta minutos de espera, cerré mi coche y caminé hasta un parque.

Descubrí a unas muchachas jugando al hockey; me senté en un morro a observar. En realidad no atendía al partido sino a las piernas. Había una chica muy hermosa, con su pantalón corto blanco y el cabello largo recogido por dos delgadas trenzas laterales. Yo la seguía por donde se moviera. De pronto, robó una pelota en el medio campo y empezó a correr hacia el arco contrario. Sé que no va a sonar razonable, pero cuando hizo aquel amague para esquivar a una jugadora rival, yo tomé la resolución de irme de la ciudad. Es que ella torció el cuerpo y se apoyó totalmente sobre una sola pierna. Y en el muslo radiante y en la rodilla se le marcó una tensión de animal libre y salvaje. Me pareció terrible mi destino de mutante pálido entre los edificios, comprendiendo por casualidad y gracias a una rodilla que yo también era un animal. No lo pensé más. Al día siguiente renuncié a mi trabajo y me vine al monte, confiado en que podría subsistir y sería feliz con cualquier cosa que hiciera.

La inversión inicial fue mala: adquirí treinta hectáreas de cerro con árboles frutales viejos y exhaustos. Había ya una casita de dos habitaciones y un baño, que yo acondicioné para acomodarme. Cambié el auto por una camioneta y empecé a ocuparme de mis árboles. Era agosto; las plantas dormían y comenzaba la época de poda.

Contraté a Severo, un hombre que vivía a dos cuadras con su familia. Compré las herramientas que él me indicó y cortamos las ramas inútiles de los frutales de toda la plantación.

A los tres días se vino el norte, un viento seco que sopla cerca del trópico en precordillera y que eleva la temperatura hasta los treinta grados en pleno invierno.

Bajó por la barranca, hizo bramar las chapas de mi casa durante una noche entera y dejó el cielo de un azul encerado. Yo me admiraba viendo los pequeños pimpollos estallando sin cesar. En menos de una semana todos los durazneros y los ciruelos estaban florecidos.

—Mire, mire —le decía a Severo, señalando los manchones rosas y blancos—. ¿No es una maravilla?

—No crea —comentaba—. El invierno no terminó.

El norte duró casi catorce días. Luego aparecieron algunas nubes sobre los cerros del sur. En una tarde se nubló todo y los colores del invierno cayeron de nuevo sobre las cosas.

El frío achicharró las flores como telas viejas.

—¿Y esto? —le pregunté a Severo, bastante inquieto.

—No vamos a tener fruta este año —dijo él.

La cosecha se había arruinado.

Una noche volvía en mi camioneta cargando unos postes para alambrar la parte de arriba, porque las vacas y los caballos vecinos entraban a pastar y rompían unas plantas de recambio que habíamos puesto. Al bajarme para abrir el portón, descubrí a un hombre recostado contra el sauce de la entrada.

Vino hacia mí y se presentó como el ingeniero González. Dijo que vivía más abajo.

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