Cumbia – Jorge Accame

Consideré de nuevo la situación:

Había dejado plantada a mi familia por buscar un pueblo o sitio imaginado en un sueño. Sin embargo, no me arrepentía —¿Arsénico había sido soñado o deducido luego en la vigilia?

Mirisini no me daba tanto miedo como a Ricardo. El orgullo de su juventud lo debilitaba. En cambio, yo, ¿qué tenía que perder? Si me revolcaba, si rebotaba contra su pecho, no habría conquistado una gran victoria. Sólo habría aplastado a un pobre viejo.

El auto se detuvo. Recordé que no había llenado el tanque antes de salir. Era inútil que me insultara o maldijera la suerte; de todas maneras iba a llegar a destino. Bajé y di unos pasos por la banquina haciendo dedo. Uno, dos, tres vehículos pasaron encandilándome y zumbando. El aire que desplazaban me hacía trastabillar.

Al fin, el cuarto paró. Abrí la puerta y dije:

—Voy a Arsénico.

El chofer me hizo un gesto de afirmación; subí y me acomodé en el asiento.

Por educación, intenté iniciar un diálogo, pero el tipo no parecía muy dispuesto. Además, la cabina estaba oscura y apenas lo veía. No iba a insistir. Tenía mucho que pensar hasta Arsénico.

De pronto, descubrí lo que podía ser la punta del ovillo: las sílabas iniciales de Milena, Ricardo, Silvia y Nicanor forman, si se juntan, la palabra Mirisini. ¿Se trataba entonces de algo que emanaba de nosotros cuatro? ¿O sería pura casualidad y Mirisini tenía existencia propia, independiente?

Aún había una alternativa más descabellada: que lleváramos estos nombres para hacer posible la combinación Mirisini; en otras palabras, que hubiéramos nacido y estuviéramos viviendo gracias a él. Quizá alguien, oculto en la trama de todo ese embrollo, nos hubiera creado para justificar a Mirisini.

Después de viajar unas horas, el hombre se aproximó a la orilla de la ruta y tornó por un camino de ripio. Los faros iluminaban estrechas veredas y árboles altos, tal vez eucaliptos, que se levantaban a los costados, inmóviles. Distinguí también siluetas y sombras de follaje tupido. Parecía que nos internábamos en un monte.

—Oiga —dije—. ¿Adónde estamos yendo?

No terminé mi pregunta que el tipo estacionó.

Reparé en que no podíamos haber recorrido ni una cuadra desde el asfalto; pero mi ansiedad frente a un trayecto desconocido me lo había hecho eterno.

—Me aparté de la ruta para que no nos molestaran las luces de los vehículos. Es tarde y quiero dormir un poco. Mañana temprano seguimos viaje.

No tenía calculada aquella demora. Aunque sabía que era imposible oponerme (la voluntad de los otros es tan irrevocable e impredecible como un sueño), me sentí contrariado y tuve ganas de bajarme y volver a la carretera para hacer dedo nuevamente.

Recapacité: cualquier cosa que hiciera me conduciría a Arsénico. Si me quedaba o me iba no tenía importancia; siempre llegaría.

Miré hacia mi compañero. Ya se había acomodado sobre el volante, con la cabeza apoyada en su campera doblada en cuatro.

Un descanso no me vendría mal. Busqué con la nuca el respaldo del asiento y me quedé dormido también, con la imagen de algunas estrellas y casas entre los párpados.

Ricardo

En el sueño apareció una figura, sentada en una habitación amplia. La mujer, joven, se fue aclarando como a través de una lente. Reconocí a Silvia.

Yo estaba ausente; sólo había un retrato mío sobre la mesa. Escuché que ella me llamaba Nicanor; por el tono de su voz se percibía miedo y me inundó un presentimiento desagradable.

Se hallaba en el departamento de la ciudad. Las cortinas blancas se inflaban con el viento que entraba por las ventanas abiertas. Era de noche o quizá amanecía. Había una presencia extraña en el ambiente.

Sonó el teléfono y Silvia fue a atender. Levantó el tubo y dijo “Hola, hola”, pero no contestaron. Insistió; al otro lado sólo se escuchaba un ruido. Aquello conducía a una deducción escalofriante: nadie había llamado. En ese instante Silvia gritó. Soltó el tubo del teléfono y corrió al living.

Mi mujer yace de pronto en el piso y un hombre monstruoso se inclina sobre ella. Se da vuelta. Tiene una sonrisa irónica bajo los enormes bigotes. Desde el retrato, mis ojos lo contemplan fuera de las órbitas: es Mirisini.

Con las primeras luces, se disipó el sueño y me encontré repentinamente sentado, dolorido por alguna mala posición adoptada durante la noche. Miré a mi lado y vi el lugar vacío.

Traté de pensar en Milena. Fue imposible: Silvia, la muchacha del sueño, ocupaba toda mi atención. Me sentía culpable, como un traidor, pero no podía evitarlo: Silvia se había transformado en la mujer de mi vida. Sólo con ella sería feliz. Sabía también que aquel sentimiento duraría poco: la mañana, a lo sumo todo el día. Sin embargo, necesitaba dedicarle mi tiempo e imaginación.

Y Mirisini. ¿Qué o quién era el famoso Mirisini? Parecía un apellido. Comencé a jugar con las letras: Marasana, Morosono. No descifraba la clave, si es que había una.

Saqué un cigarrillo y lo encendí, considerando lo placentero que resultaría darme una ducha. Me incorporé definitivamente y salté de la cama.

Luego de desperezarme abrí la puerta del baño, siempre con la imagen de Silvia en la cabeza.

Me puse a entonar una melodía vieja, de mi época de bailes; mientras hacía girar las llaves de la ducha. Primero la caliente, luego la fría para graduar la temperatura.

Entré a la bañadera. Sólo perturbaba mi bienestar el nombre Mirisini. Me pregunté si podrían existir tipos así en la realidad. Las gotas se hundían en mis cabellos y resbalaban por el cuerpo. La vida, por fin, iba volviendo a su verdadera dimensión; me sentía ya más afirmado en mi personalidad: mi pequeño hijo, la casa de campo, el trabajo de vendedor, aparecieron claros, tangibles.

Al salir de la ducha, me di cuenta de que había olvidado traer la toalla y llamé a Milena para que me alcanzara una. Escuché varios pasos antes de que llegara. Estaba en la cocina, pensé.

La vi asomarse por el marco y estirar la mano. Recogí la toalla; le agradecí tirándole un beso.

Ella desapareció y empecé a secarme. Algo me trajo de nuevo el recuerdo de Silvia. Algo en el perfume de la toalla.

Me acerqué al vidrio de la ventanita que estaba encima de la bañadera y pasé mi palma para limpiarlo. Miré hacia el jardín.

Creo que imaginé la escena antes de verla. En el baldío de enfrente, había una camioneta azul estacionada. El asiento del acompañante lo ocupaba un hombre maduro de rostro conocido, que me contemplaba a su vez, estupefacto. Era el hombre del retrato, Nicanor; el marido de Silvia en el sueño.

Simultáneamente, los dos buscamos al conductor. Y al no encontrar a nadie en su lugar, sospecho que comprendimos: había sido Mirisini quien trajo a Nicanor hasta Arsénico y ahora ya estaría lejos, fuera de nuestro alcance, aproximándose a su mujer.

La posesión

Los cuatro volvíamos de un baile de carnaval. Íbamos cantando a los gritos por la ruta.

Serían las tres de la madrugada, pero el pueblo todavía andaba por las calles.

En el cruce, Osvaldo y Juan se detuvieron.

Había una mezcla de músicas y albahaca en el aire.

—Bueno, aquí los dejamos —me dijo Osvaldo guiñándome un ojo.

—Nos vemos mañana —respondí.

No pregunté adónde iban, porque quería estar un rato a solas con Estela. Si por mí hubiera sido, me habría separado de ellos mucho antes.

—Pórtense bien —dijo Juan.

Los dos me dieron la mano tres o cuatro veces y saludaron a Estela con un beso.

—Adiós —balbuceó Osvaldo.

Juan eructó.

Tenían una linda macha.

Los empujé con suavidad.

—Váyanse —dije.

—Adiós.

Bajaron hacia las casas. Me quedé viendo cómo se alejaban y doblaban una esquina.

Miré el cielo. Suspiré.

Abracé a Estela y le pregunté si me amaba.

Me contestó con voz de hombre. Yo también estaba medio borracho pero me di cuenta de que había contestado con voz de hombre. Después soltó una carcajada que me encrespó el espinazo. La contemplé estupefacto, sin reaccionar. Me pegó un sopapo que me hizo doler el cuello por la violencia con que me dobló la cabeza.

—¿Qué te pasa a vos? —desafió y volvió a reírse.

Me asusté. El mareo de la cerveza que había tomado desapareció en segundos.

La sacudí y la llamé por su nombre, pero se deshizo de mí y me empujó a un costado de la ruta.

—Yo te puedo —dijo burlándose, y me insul­tó masticando repulsivamente unas palabras que no comprendí.

Dio media vuelta y empezó a alejarse del pue­blo. La alcancé, la agarré del brazo y la tironeé. Ella giró la cabeza y se rió.

—Qué me vas a poder a mí —dijo, y me arrastró unos metros.

Vi cerca cuatro o cinco niños y sentí miedo.

—Shh. Vienen chicos.

Sorpresivamente se tranquilizó, el rostro se le acomodó en los rasgos que yo le conocía y pare­ció debilitarse. Tuve que sujetarla para que no cayera al suelo.

Los chicos pasaron riendo. Iban tirándose harina y papel picado. Nos saludaron y prosiguieron rumbo al pueblo. Con Estela entre mis brazos, los vi perderse en una de las primeras calles. Era una noche brumosa por el polvo que se levantaba permanentemente a causa de los bailes. Cuando bajé la vista, me encontré con los ojos abiertos de mi novia fijos en mí.

—¿Estás bien? —le pregunté con temor.

Ella sólo me observaba, en silencio. La acari­cié. Estuvimos así unos segundos. Después la boca se le empezó a deformar y le reventó en una carcajada.

Se incorporó.

—Yo te puedo a vos —dijo con voz gruesa.

Caminó un trecho en cuatro patas. Después se puso de pie. Me arrojé encima y la abracé por la espalda. Ella se revolvió como loca para zafarse, pero yo había atenazado mis manos sobre su estómago. Aunque su fuerza era brutal, no pudo desprenderse.

—Quedate quieta —le ordené.

—Soltame que te mato.

—Si te quedás quieta, te suelto.

Yo la sentía jadear agitada; algo pegajoso me mojó las manos. De repente volteó la cabeza y noté que de su boca salía una baba oscura. La apreté más. Hizo un último esfuerzo y tensó los músculos. La aguanté. Después de algunos segundos se aflojó y cayó desmayada. Deposité su cuerpo relajado sobre la arena.

Permanecí a su lado un rato para verificar que no fingía y fui corriendo al pueblo a buscar a doña Sara, una vieja rezadora.

La mujer me atendió medio dormida asomando su cabeza de tortuga por la puerta entornada.

—¿Qué hay? —preguntó.

Le expliqué lo que sucedía, pero con la agitación no podía hablar con claridad.

Al fin, le hice entender que Estela estaba mal y me dijo que la aguardara.

Doña Sara salió en seguida, cubierta con una manta.

Fuimos a paso rápido, mientras yo intentaba darle más detalles del extraño comportamiento de mi novia.

Desde lejos, antes de que llegáramos, vi que Estela no estaba en el sitio donde la había dejado. Busqué a lo largo de la ruta. La descubrí deambulando más allá del cruce. Parecía un espectro, con su traje de carnaval. Era un disfraz de viuda, negro y largo, y las luces de los vehículos que pasaban lo hacían relampaguear.

La alcanzamos y empezamos a corretearla por el campo, porque no quería detenerse a escucharnos.

Con doña Sara la agarramos y la tironeamos hacia el pueblo.

—Déjenme, mierdas —gritaba Estela y se reía. Rugía, nos pateaba. A veces lograba arrastrarnos un trecho, pero en seguida se cansaba y volvíamos a empujarla hacia las casas.

La vieja sacó desde abajo de la manta un frasco con agua bendita y comenzó a rezar entre los ronquidos de burla de Estela, que desfallecía contrayéndose como una lombriz en la sal. Luego se recuperaba, se alejaba unos pasos y de inmediato volvía y enfrentaba a doña Sara con insultos rarísimos y asquerosos.

Alguna gente había acudido y nos contemplaba.

La vieja recogió un poco de agua del frasco entre los dedos y empezó a rociarla con apuro; sentí que algunas gotas me salpicaban en la cara, pero Estela no se mojaba. Le tiró directamente con la boca del frasco. El agua bendita no la tocó, la atravesó y cayó manchando la tierra.

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