Cumbia – Jorge Accame

No pude verlo bien, pero por el volumen de su cuerpo y la forma de desplazarse, me pareció una persona mayor.

—Severo me contó que andaba preocupado por la fruta —dijo—. Se me ocurrió que podía pasar y sugerirle una idea.

Lo invité a entrar a la casa.

—Tal vez en otra oportunidad —se excusó.

Sacó un paquete de cigarros y me ofreció uno.

—La fruta ya no tiene remedio —explicó—. Es poco lo que se va a salvar. Pero en estos terrenos se pueden hacer muchas cosas. Es zona de vertientes, especial para criar truchas. Hay una con buen caudal que pasa justo en medio de su propiedad.

Hablaba de un arroyito con aguas claras y frías que nacía en la parte oeste de mi campo.

Yo estaba ya bastante vapuleado por el viento norte, así que González no necesitó demasiados argumentos para convencerme. Más, por cómo lo planteaba él; era cuestión de fabricar unos piletones de piedra y cemento, meter los alevinos y sentarse a esperar algo menos de un año, hasta que adquirieran los veintidós centímetros de largo aproximadamente, es decir, un “tamaño comercial apropiado” (me gustó esa expresión).

A la mañana siguiente, después de no dormir esa noche haciendo cálculos, bajé al pueblo y busqué todo el material disponible acerca de la cría de truchas.

Salvo algunas pequeñas imprecisiones, los datos que me había dado González eran correctos.

Hablé con Severo y nos pusimos a trabajar. Elegimos uno de los pocos sitios parejos del campo para armar tres piletones escalonados. El agua caería al primero, lo llenaría y antes de alcanzar el nivel máximo se volcaría por un caño al segundo, y mediante el mismo mecanismo, al tercero.

Empleamos un mes en la obra. Hubo también que desviar hasta allí el arroyo con un canal de veinte metros más o menos.

Todas las noches, mientras duró la construcción, me acostaba rendido, descubriendo en mi cuerpo músculos desconocidos que se hinchaban de golpe con gran dolor.

Debo confesar que me gustaba aquello: llegar al límite de las fuerzas, sentir la piel mojada, tomar un respiro entre balde y balde de portland y mirar hacia el monte, que chorreaba colores y luz.

Cuando largamos el agua y todo funcionó a la perfección, no pude contener un grito de alegría.

Compré dos mil alevinos en la estación de piscicultura y los llevé hasta mis piletas, en cuatro grandes bolsas de plástico, parecidas a las que dan en los acuarios para los peces domésticos.

Vi a mis minúsculas truchas desaparecer en los piletones. Ése fue uno de los raros contactos que tuve con ellas.

La trucha es un pez arisco, voraz, con una forma especial para lograr velocidad y músculos terribles que remontan una corriente vertical de miles de litros por segundo. Parece un animal preparado por expertos en un laboratorio secreto; el prototipo fórmula uno de los peces. La única condición que pide para sobrevivir es agua limpia y oxigenada. Si el agua donde vive se enturbia, emigra. Si no puede emigrar, muere.

Pero yo no debía temer. Mi rebaño estaba dispuesto en partes iguales dentro de las tres piletas. El manantial tenía un caudal más que suficiente para darles la oxigenación necesaria; el agua nunca desbordaba, se derramaba por un caño (tapado por una red de alambre para que no escaparan) y así alimentaba sucesivamente todas las piletas, hasta que quedaba libre y se despeñaba por el barranco.

Llegó el verano y empezaron las lluvias. Con Severo pasábamos lentas tardes en la galería de mi casa, esperando una tregua de las tormentas. Cuando escampaba, corríamos como locos con nuestros machetes a desmalezar el cerro. Diez, quince minutos trabajábamos con fiebre de máquinas y otra vez se largaba una lluvia torrencial que nos obligaba a volver.

Las piletas se hallaban a unos cien metros de la casa; al alba yo les llevaba de comer a las truchas. A veces permanecía horas completas bajo la llovizna, contemplando cómo hacían hervir a borbollones la superficie cuando les arrojaba la comida. En las orillas crecían unas begonias que daban flores de nácar y selvas de helechos culandrillos, con hojas como manchas de acuarela suspendidas en el aire. Del arroyo emanaba una luz lánguida y dulce que me provocaba adicción y me dejaba doliendo el pecho largo rato.

Aquel día, preparé un balde lleno con lombrices y lacatos y otro con alimento balanceado y caminé hasta el criadero. Lo primero que noté fue un cambio en la topografía. Faltaba algo. Conté los árboles y me pareció que estaban todos. Entonces descubrí justo sobre la primera pileta una extensión de más o menos treinta metros cuadrados completamente pelada. No había ni un yuyo. Como si alguien hubiera herido al cerro, dejándolo sangrar toda esa arcilla roja. Durante la noche se había desmoronado parte de la ladera y el aluvión había caído justo encima de mis truchas, que agonizaban. Eso no fue todo: el volumen de agua había superado las posibilidades de contención de los recipientes y el cemento cedió. En los tres piletones se abrieron enormes rajaduras y el nivel bajaba minuto a minuto. Esa tarde las truchas que aún seguían vivas chapoteaban en los pequeños charcos marrones.

Sentí ganas de llorar.

Por la tarde fui a ver a mi vecino ingeniero. Le conté la desgracia, creo que con cierto tono de reproche. Él escuchó mi relato y después se hizo un pesado silencio.

—Quiero vender el campo —anuncié. Lo dije como exigiéndole ayuda.

González chupó el último humo del cigarro y lo dejó salir tranquilamente por la nariz y por la boca.

—Va a ser difícil —dijo.

—¿Por qué? —la voz se me quebró por los nervios—. Usted mismo decía hace unos meses que no hay mejor lugar que mi barranca para la cría de truchas.

—Y es cierto —concedió—. Pero hay que buscar quien necesite criar truchas. ¿Usted conoce?

—No —suspiré y miré los cerros—. No conozco.

González me palmeó la espalda.

—El dinero es una cosa y la tierra es otra. Con el dinero usted elige y compra lo que se le da la gana. La tierra hay que trabajarla y no siempre rinde. Qué va a hacer. Este país es así. Por eso pocos se desprenden de la plata.

—Sí —dije yo.

—¿Por qué no hace algo, mientras no aparece comprador? Ponga los peces que quedan vivos en la parte del arroyo que no está sucia. Ciérreles el paso con una rejilla, arriba y abajo. Eso no cuesta mucho.

Decidí hacerle caso.

Fuimos con Severo a los piletones y trasladamos a puñados las truchas que ya se estaban asfixiando. Lo más rápido que pude, soldé dos pedazos de alambre tejido a unos marcos de hierro y los coloqué en ambos extremos de mi propiedad, sujetos entre unas rocas del arroyo.

En los días siguientes me pareció que no quedaban demasiadas, aunque no podría asegurarlo porque sus siluetas alargadas se confunden fácilmente con las sombras del fondo. A veces alguna se asustaba y relampagueaba contra la corriente. Entonces me invadía un entusiasmo nuevo y fresco, que se iba desvaneciendo a medida que subía y bajaba por la vertiente y no lograba verificar más de tres o cuatro.

Trataba de consolarme pensando que en la ciudad, por cada rata que uno ve hay nueve escondidas. Con suerte, la misma proporción valía también para las truchas.

Para tranquilizarme un poco, hice un pequeño dique de piedras y, en varias jornadas de trabajo y porrazos, logré arrearlas hasta allí y les vedé las salidas. Había cerca de cuarenta.

Sin embargo los problemas no acabaron.

Una tarde de febrero, mientras cebaba mate y contemplaba una bandada de tucanes que visitaba mi finca, me llamó la atención que Severo recorriera insistentemente el estanque con expresión afligida. Me acerqué.

—Es raro —me dijo—. Han desaparecido por lo menos quince truchas.

Consideré la posibilidad de pescadores furtivos, pero la deseché en seguida. Yo apenas me movía de casa para hacer las compras y los habría visto o escuchado.

Eso fue un domingo. El martes faltaban otras diez. El jueves quedaban cinco. El viernes, sólo una. No podíamos entender qué sucedía. Vigilábamos permanentemente, pero ellas se desvanecían así como así, sin dejar rastros. No hallamos ni una sola trucha muerta.

El sábado, con las primeras luces, fuimos a ver y el dique estaba vacío. Me parecieron las aguas del fin del mundo, deshabitadas y frías. No sé si un amor perdido pueda producir mayor tristeza que un criadero de truchas sin truchas.

Pero encontramos finalmente una pista. Algo así como la firma que revelaba el misterio: el ladrón había dejado sus huellas en una parte arenosa de la orilla. Según Severo, se trataba de un mayuato, un animalito de medio metro de largo, similar a la comadreja, muy hábil con las patas delanteras. Él había pescado a manotazos todas las truchas. Nunca he visto personalmente un mayuato, pero me lo imaginé haciendo una siesta panza arriba, aprovechando la sombra de algún cochucho. Me pregunté por qué injusticia de la naturaleza se habrían extinguido el tigre dientes de sable, el megaterio y el gliptodonte y no el mayuato.

Hice mentalmente unas cuentas: al llegar tenía doce mil pesos. Seis mil había costado el campo. Mil quinientos se me habían ido en construir los piletones, que ya no servían. Quinientos, en desviar el arroyo; doscientos en los alevinos; otros doscientos en alimento; setecientos en el trabajo de Severo. Dos mil en materiales y en gastos para mantenerme. Me quedaban más o menos mil, para atrincherarme cobardemente en mi casa y resistir tres o cuatro meses.

Severo comentó:

—El ingeniero González dice que unas colmenas abajo de los frutales andarían muy bien. Por las flores.

Empuñé con rabia el machete y empecé a dar golpes contra las plantas.

Las hojas húmedas por el vapor del arroyo volaban unos centímetros y caían sobre nosotros.

—¡Qué colmenas ni mierda! —grité—. Voy a mandar todo al diablo y se acabó.

Severo me contempló con pena. Aguardó a que me serenara y dijo:

—Venga.

Me condujo más allá de los piletones, cerca de un bosquecito de nogales.

—La otra tarde —explicó—, cuando usted había ido al pueblo para comprar mercadería, se agarraron un león y un tigre. El león venía escapándose, y el tigre por atrás. Lo alcanzó justo allí —señaló unas cortaderas—, y empezó a zarandearlo del cogote, hasta que lo mató.

Miré el sitio donde las fieras se habían revolcado estragando el monte. Había arbustos destrozados por todas partes, troncos de dos y hasta tres pulgadas de espesor partidos en varios pedazos, como si en el lugar hubiera caído una bomba. Pregunté a Severo por qué habían peleado.

—Es que si el bicho no encuentra qué comer caza cualquier cosa, hasta leones.

El bicho es el nombre que le da la gente al jaguar.

A través de las hojas de unas ramas rotas, vi los huesos del puma que brillaban con una blancura pegajosa. Cuando los pájaros no cantaban, el denso zumbido de las moscas me hacía temblar las orejas.

Me parecía increíble: esos dos animales peleándose para sobrevivir, a escasos metros de la casa.

Imaginé sus músculos, los cuerpos estirándose en cada salto, y recordé a aquella chica en el campo de hockey, con la rodilla acumulando fuerza en sus hermosos tendones. Pensé en volver a la ciudad (sólo por unos días), buscarla y proponerle matrimonio. Y lo dije en voz alta.

—¿Cómo? —preguntó Severo.

Me agaché y arranqué una hoja de menta. La desmenucé entre mis dedos. Después arranqué otra y mordí un pedazo. La mastiqué. No estaba nada mal el gusto de la menta silvestre en mi boca.

En silencio, miré a Severo durante unos segundos. Por fin le pregunté:

—Exactamente, ¿qué dijo el ingeniero sobre las abejas?

El hospicio de Crostide

X era un poeta famoso (especialmente después de publicar El hospicio de Crostide). Yo acababa de llegar a la ciudad y me recibió en su casa, gracias a un pariente que teníamos en común.

Alguien me había advertido que estaba loco. No le di mayor importancia, considerando que los escritores por una cosa u otra son raros para casi toda la gente. Sin embargo, confieso que su aspecto me impresionó.

Estaba sentado en un sofá, ovillado como un feto dentro del útero, consumido y tembloroso.

Nos presentaron y tuve que recoger su mano fría y huesuda de entre sus piernas, porque no tenía fuerzas siquiera para levantarla hasta la mía.

Me senté enfrente y quedé en silencio. Pensé que no había notado mi presencia, pero me equivoqué. Cuando su hija se fue a preparar el té a la cocina, X, aún sin mirarme, dijo:

—Así que usted escribe.

Un poco torpemente asentí y agregué que había leído sus obras y que lo admiraba mucho.

Él creo que rió o tosió:

—Con toda seguridad, El hospicio de Crostide le parecerá mi mejor poema.

Otra vez afirmé, pero como percibí cierta ironía en el tono de voz, hice un comentario cauteloso:

—Siempre lo he asociado con el Kubla Khan, de Coleridge.

Permaneció callado por un rato. Temí que se hubiera molestado y estaba a punto de cambiar el tema, cuando escuché:

—Es curioso; antes nadie lo había observado.

Le pregunté a qué se refería.

—Kubla Khan fue un sueño; El hospicio de Crostide, también. Sólo que nunca quise revelarlo.

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