Cumbia – Jorge Accame

El acompañante respondió más o menos educadamente, el otro hizo un gesto sin odio —cosa que me extrañó— y más bien con indiferencia. No entiendo por qué no nos aborreció en ese momento como seguramente sabría hacerlo. Daba la sensación de que cuando desataba sus sentimientos (sus únicos sentimientos podrían ser de odio, y no se necesitaría mucho para que los manifestara), era tan natural como un volcán o una fiera.

Hice el camino hacia la parada del colectivo, temeroso, igual que un perro que ha reconocido al jefe de la jauría. Mi mujer algo presintió y yo me avergoncé. No me consoló el argumento racional de que las jerarquías menores hacen pareja en todas las especies. Me consideré indigno de ella, porque sabía que frente al horror que acababa de conocer no podría defenderla ni dos minutos. Aquel monstruo me arrojaría a varios metros con la sola mirada y yo, paralizado, me dejaría golpear como un chico.

Pero qué digo monstruo. Ojalá lo hubiera sido. Habría hecho que me sintiera más tranquilo. Lo trágico consistía en su humanidad.

Si frente a mi mujer me humillaba, con mi hijo recuperaba algo de mi fuerza. No de valor, pero sí de practicidad. Para salvar de aquel salvaje a mi chiquito era capaz, al menos, de correr con él en brazos. Tal vez estaba tan seguro de eso porque intuía que ese hombre jamás se interesaría en dañarlo.

Como fuera, este pensamiento me ayudó a serenarme y pude hablar con Milena de algunas vaguedades, hasta que llegó el colectivo y lo tomé.

Al regresar del negocio aquella noche, la camioneta y sus dos ocupantes habían desaparecido. Milena me contó que se habían marchado hacia mediodía.

—¿Hubo algún problema?

Respondió que no, sin embargo, detecté una de sus expresiones más sombrías.

—¿Pero nada o algo, por poco que sea?

Entendí. Los visitantes habían ocasionado problemas, pero de los que no pueden ser relatados a causa de su inexistencia física. Una mirada no es un cuerpo, no hace brotar sangre como un cuchillazo; pero puede ser un problema y hasta un delito. Y aunque nadie va a la cárcel por mirar, la mirada es el indicio que tenemos para saber si una persona vive en el infierno.

Di vueltas durante toda la noche, sin sueño. Tomé agua en la cocina, fui al baño, me hice un café e intenté leer un poco. Al fin, acabé en la habitación de mi hijo. Me quedé contemplándolo en medio de la penumbra. Así sobre la cama, destapado y casi desnudo, parecía un gusano de tierra, pálido, concentrado, blando.

Las luces que se filtraban por la persiana desde la calle producían un resplandor en torno a su silueta y conferían algo sagrado a la escena. Tuve la impresión de que en aquel momento no importaba que entrara el hombre que me había inquietado el día anterior; aunque abriera la puerta, haciéndola rebotar contra la pared, igual que un huracán con cuerpo humano, mis colmillos brillarían y yo me convertiría en un lobo furioso. Esto me dio un poco de coraje y casi me entusiasmó. Luego pensé, ¿qué podía hacer un lobo contra un huracán? ¿Era en realidad más fuerte yo, al contemplar a mi hijo? ¿Podría oponer algo más que valor al demonio o sería revoleado como un gato recién nacido en la primera batalla?

Otra vez desalentado, bajé la cabeza.

Antes de que se perdieran las imágenes, forcé la vista para que aparecieran lentamente unas letras. Sólo por un segundo leí: Mirisini. Era el nombre del fenómeno.

Cuando desperté a la mañana siguiente, los datos del sueño no coincidían exactamente con los de la realidad. Yo estaba casado, pero no con Milena sino con una tal Silvia. Tenía hijos y también nietos. Lo más importante de todo: no conocía a Mirisini. Jamás lo había visto ni había escuchado su absurdo nombre. Tampoco vivía en el campo; era dueño de un quinto piso en pleno centro de la ciudad y, a juzgar por lo que veía, no estaba en mala posición.

Molesto a causa del sueño, deseaba despejarme pero al mismo tiempo permanecer dentro de aquella atmósfera turbadora. Salí al balcón y escuché que Silvia gritaba que me pusiera la bata. Me costaba recordar mi vida real. Apoyado en la baranda, miraba pasar los autos sin lograr sacarme de la cabeza a Mirisini. No quería que Silvia se diera cuenta. Supuse que alguna ocupación tendría, así que dije en voz alta hacia la habitación:

—Ya me visto para ir a trabajar. Haceme el café.

Escuché una risa y a los pocos segundos ella vino hasta mí. Era muy hermosa. No la recordaba así. Había una gran diferencia de edad entre nosotros y me asusté. Pensé que después de enviudar no debí haberme casado otra vez y menos con alguien tan joven. Me miré instintivamente la panza y traté de meterla para adentro.

—¿Adónde vas a ir a trabajar? ¿No te habías jubilado hace dos meses?

Dije que sí —aunque no habría podido asegurarlo— y le di un beso. Entré a ducharme por escapar de ella, mientras me repetía el nombre del tipo del sueño: Mirisini. ¿Qué era eso? ¿Un apellido? ¿Tendría significado en alguna jerga onírica? Probé darlo vuelta: sinimiri. Cambiarle las vocales: marasana, sanamara, meresene, senemere. No le encontraba ningún sentido.

Ya había leído que soñar con una banana podía querer decir no más que haber soñado con una banana. Era inexacto adjudicar a la banana simbolismos ulteriores.

Acaso Mirisini no fuera más que eso: una sucesión arbitraria de sonidos asociada a la figura horrible que ya he descripto.

Intenté recomponer mi vida del quinto piso: llamé a Silvia para que me alcanzara una toalla.

Se me aclararon ya algunas cosas. El teléfono se hallaba en la cocina, mis camisas eran marca Molly y estaban guardadas en el primer cajón de la cómoda. Percibía anticipadamente el perfume conocido de la toalla que me traería Silvia.

Estos recuerdos me hicieron sentir bien. Estaba estableciéndome otra vez en mi casa. Un poco más y todo retornaría a la normalidad. Silvia abrió la puerta del baño y con una sonrisa me dio la toalla.

Entre el vapor y las gotas que golpeaban mi cuerpo, le agradecí y respiré el perfume esperado. No quise darme cuenta en seguida: el olor no era el mismo. Silvia vio la expresión de mi cara y me preguntó si me pasaba algo malo. Le respondí que no, que me dejara solo por un rato. En cuanto cerró la puerta aspiré de nuevo, pegando mi nariz a la toalla. No tenía ya ninguna duda. El aroma imaginado minutos antes no era el de las toallas de mi quinto piso, sino el de las que —¿me?— alcanzaba Milena en el baño de la casa de campo. El baño que tenía una ventanita, a través de la cual se veía perfectamente el lote vecino donde se había estacionado, en mi sueño, la camioneta de Mirisini.

Había reflexionado durante todo el día posterior al sueño acerca de su relación con mi vida real.

Supuse con mis escasos conocimientos de psicología que Mirisini podía personificar angustias y miedos, y que no era factible que semejante horror existiera separado de los aspectos medianamente buenos que posee todo individuo.

Recordé haber visto en la playa a un hombre joven de proporciones parecidas a las de Mirisini; más que el tamaño, en realidad, asocié la actitud prepotente. Ese gesto de poder, de saberse indestructibles, de no importarles los daños que ocasionarían al prójimo si tan sólo les daba la gana.

Reviví la sensación de terror que me causó aquel muchacho y consideré que Mirisini tenía grandes posibilidades de existir. Había en sus bigotes agresión descontrolada, una necesidad de conquistar y someter violentamente a cada ser del planeta.

Sobre todo, brillaba en él la ostentación del poder. Tal vez, el nombre Mirisini proviniera de alguna lengua antigua impregnada en mis genes, como la azteca o la hitita. Yo había escuchado que los hititas habían sido una raza temible por su crueldad y tuve el impulso de ir a algún museo a consultar a un especialista. Luego deseché la idea, ¿qué podía decirle?

—Mire, doctor, he soñado con Mirisini, ¿sabe usted qué significa?

Intuí que debía buscar una solución personal. Los sueños son personales. Para empezar, Mirisini había aterrorizado a los habitantes de una casa de campo. Esa casa quedaba en un lugar que se llamaba Arsénico o algo parecido —lo recordaba ahora, rescatándolo de entre la niebla espesa en que ya se había convertido mi sueño—. En segundo término, a juzgar por los efectos producidos en el esposo de Milena —¿Ricardo? Le diré Ricardo aunque no esté seguro de su nombre—, la chica estaba por sufrir un mal irreparable. Sin embargo, una cosa no se me presentaba clara: ¿era ella la amenazada? ¿O más bien, el marido, mi otro yo en el sueño, que no podía impedir el holocausto que se cernía sobre su hogar?

De cualquier modo, había que localizar a la familia y advertirle, si todavía estaba a tiempo (tal vez, fatalmente, los hechos habían continuado durante mi vigilia y ya el desastre habría sucedido).

Alguien se preguntará por qué le daba importancia a un sueño. Es que no podía evitarlo. Muchas veces había considerado que lo único que otorga a la realidad nuestra mayor atención en la vida no es el sentido, la coherencia de los acontecimientos, sino la continuidad. Seguramente, si nuestros sueños continuaran noche a noche, no sería fácil distinguir las fronteras entre éstos y la vigilia.

Silvia me puso delante un plato de sopa.

—Debe de ser hambre —dijo—; comé, que en seguida se va a pasar el dolor de cabeza.

Decidí partir esa noche, con una excusa cualquiera. No me pareció inconveniente ignorar hacia dónde ir. Desconocía Arsénico, pero el mundo real poseía en aquellos momentos la certeza y determinación de los sueños. Llegaría allá, sin duda.

—¿De veras, no querés café? —preguntó Silvia alejándose hacia la cocina.

¿Qué podía hacerle Mirisini a aquella pareja y a su hijo que ya no le hubiera hecho? ¿Qué hay más terrible que estar dominado por el pánico? ¿Buscaba matarlos, además? Entonces debía de haber planeado una muerte tan abominable que yo no era capaz de imaginar.

Pensé en qué otra cosa podía ayudarlos, que no fuera avisarles del peligro. ¿Pelearía con Mirisini si era necesario? Sonaba absurdo. El joven marido de Milena no tenía la más remota oportunidad contra él. ¿Qué resistencia iba a ofrecer yo? Me haría derrumbar sobre mis huesos al primer golpe.

—Pero Nicanor —se quejó Silvia—, ¿por qué tenés que salir justo esta noche?

Era la primera vez que escuchaba mi nombre ese día. Por un instante, creí tener la clave de mi pesadilla. Una clave emocional, ilógica.

Nada detendría a Mirisini. Sólo la huida, quizá. Si aquella familia escapaba a tiempo de Arsénico —¿o era Arte Escénico?— el monstruo no podría descargar sobre ella su flagelo. ¿Pero acaso no lo había descargado ya? ¿No era peor que el crimen consumado, el saber que Mirisini existía? Aunque se hallara al otro lado del mundo, siempre latía la amenaza de su irrupción en cualquier momento.

Hasta sospeché que quizá lo mejor fuera que Mirisini aniquilara a todos de una vez y reparara el verdadero daño que les había ocasionado: el de infundirles un miedo tan detestable que les hacía vergonzoso seguir viviendo.

—No te acordaste de que hoy viene tu hija con los chicos —insistió Silvia—. Voy a llamarla para decirle que postergamos la cena. ¿Tan importante es lo que tenés que hacer?

Una vez en mi automóvil, noté que algo me guiaba compulsivamente hacia una ruta que llevaba al norte. Me dejé conducir porque sabía que era el modo de localizar Arsénico. Ya en las afueras de la ciudad, después de cruzar un puente, tomé un acceso que no tenía señales y me hallé de pronto sobre la carretera ancha y despejada. Apreté el acelerador a fondo.

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