Cumbia – Jorge Accame

Vino más gente. En la confusión reconocí a Osvaldo y a Juan.

De pronto, Estela se lanzó sobre doña Sara e intentó morderla, le horadaba con sus dedos el cuerpo para desgarrarla. La vieja trataba de mantenerla alejada a manotazos. Entre varios las separamos y sujetamos a Estela, pero ella nos despidió lejos, como un tornado. Su fuerza era terrible; sin embargo, como ya le había sucedido otras veces durante esa noche, de repente se extenuó y pudimos controlarla.

La llevamos hasta la iglesia. Parecía una potra cansada. Osvaldo, Juan y yo la metimos adentro y cerramos las puertas. En cuanto la soltamos, Estela pegó un salto y se trepó a una de las paredes. Empezó a caminar hacia el techo como una mosca.

Se detuvo a unos tres metros de altura, quedó allí con los dedos crispados como garras en las salientes de los adobes. Así petrificada estuvo unos minutos; nosotros la mirábamos desde abajo como opas, sin saber qué hacer.

Muy lentamente fue cerrando los ojos y cayó al piso, desmayada. Apenas hicimos a tiempo para atajarla.

Doña Sara nos dijo que la acostáramos junto al altar y que rezáramos con ella. Luego de cada frase le arrojaba agua bendita. Estela corcoveaba y se retorcía como si quisiera liberarse de algo. Con los muchachos tratábamos de sujetarle las piernas y los brazos, pero ella despedía un sudor resbaloso y se nos escurría como un pez.

Hacia el amanecer su cuerpo se sosegó.

Estábamos todos agotados. Nadie hablaba.

A eso de las ocho de la mañana, Estela despertó quejándose suavemente. Le dolía la cabeza y preguntaba qué le pasaba.

La ayudamos a incorporarse y la sacamos de la iglesia, casi cargándola. Nos abrimos paso hasta la calle, eludiendo las miradas de la gente que nos aguardaba afuera. El aire pareció reanimarla y nos pidió que la soltáramos.

—Quiero ir a casa a dormir —dijo, apoyando su cabeza en mi hombro.

Rodeé su cintura y la besé en el pelo.

Alguien había traído un auto para llevarla, pero ella dijo que prefería caminar. Insistí en que subiera, porque la veía muy cansada.

Retrocedió un paso con el cuerpo electrizado. El cabello se le embraveció.

—Te voy a romper la cara —dijo con voz gruesa. Sus labios habían adquirido un color violeta y mostraba los dientes amarillos al reír.

—La llevemos con don Carmen —dijo Sara, como apelando a una última esperanza.

Don Carmen era un curandero que vivía en un rancho detrás de la vía.

La cercamos entre varios y la agarramos. Ella pataleaba y nos tiraba mordiscones que tratábamos de evitar desesperadamente. Creo que todos temíamos que nos pudiera contagiar.

Fue un viaje penoso, la arrastramos en el límite de nuestras fuerzas. Atravesamos un campo a pleno sol por un sendero solitario. Los árboles tenían formas terribles, parecían llamaradas del infierno ondulando en el viento.

Al llegar a la casa de don Carmen, uno de los muchachos la soltó un segundo para llamar. Estela aprovechó el descuido y con un cabeceo de víbora me mordió en el hombro. Fue como si me hubieran quemado con un hierro de marcar hacienda.

Don Carmen salió y nos indicó que la metiéramos adentro.

Pasamos entre un catre con frazadas viejas y trastos de cocina mal apilados sobre una mesada. Arrojamos a Estela en un rincón y nos apartamos. Ella se incorporó mostrando los dientes como un perro.

El viejo se aproximó, rezando con mucha tranquilidad. Sacó un crucifijo largo y se lo mostró. Ella retrocedió insultando y haciendo gestos hasta que chocó con la pared. Se puso en cuclillas y se achicharró.

Salí al patio y revisé mi hombro: me había arrancado un pedazo. La herida no era profunda, pero tenía los bordes negros y despedía un olor dulzón a carne chamuscada.

Doña Sara mezcló en una botella el agua bendita que le quedaba con un poco de alcohol. Embebió un trapo y me fregó.

Pegué un grito.

Mis amigos y yo permanecimos en el rancho. Doña Sara se fue esa misma tarde y no volvimos a verla. Tal vez reconocía la autoridad de don Carmen y no quería interferir.

Por la noche el viejo estuvo un rato largo tirándole a Estela con agua bendita sin mojarla. Después nos encargó a nosotros que la rociáramos y él salió al patio con un cinto de cuero. Lo escuchamos pelear con alguien entre los arbustos, mientras adentro las puertas y las ventanas batían sin cesar y Estela gemía y balbuceaba frases en un idioma desconocido. Don Carmen volvió sudando, empapado.

—El diablo está ahí, en la maleza —nos dijo.

Tres días estuvimos así, sujetando a Estela cuando las pesadillas la sometían y ayudando al viejo con sus conjuros. Casi no dormíamos.

El cuarto día, ni bien amaneció, don Carmen dijo que además del traje de carnaval que llevaba puesto, Estela debía de tener otro escondido. Me pidió que fuera a buscarlo y que se lo llevara.

Corrí a su casa. Sabía que la familia había viajado, pero me colé por una ventana que no cerraba bien y que usaba para entrar sin que los padres se enteraran.

Subí a su habitación y revolví en los cajones y en el ropero. Por fin, colgado de una percha lo encontré. Era un traje rojo de diabla que yo no conocía. Me pregunté en qué momento lo habría usado. Yo estaba de novio con Estela desde hacía dos años y jamás se lo había visto puesto. Lo alcé y partí al rancho de don Carmen.

Cuando llegué Estela yacía dormida en el patio.

Mis amigos avivaban un fuego que habían encendido. Osvaldo le ponía ramitas secas y Juan lo apantallaba con una tapa carcomida de lavarropas. Don Carmen observó el disfraz de diabla.

—Éste es —dijo—. Sujeten a la chica.

Los muchachos y yo nos arrodillamos junto a Estela y la agarramos de los brazos y las piernas.

El viejo se acercó a la hoguera, dobló el traje en cuatro y lo acomodó sobre el fuego. Las llamas lo envolvieron inmediatamente como si se hundiera en el agua y empezó a pegar reventones. Don Carmen tuvo que alejarse para que no lo alcanzaran los chispazos.

Estela abrió los ojos y gritó. Empezó a corcovear. Nos sacudía como a un trapo, pero no la soltamos.

—El fuego llama a este traje —dijo don Carmen—, porque los dos tienen la misma naturaleza.

Y agregó:

—Si mañana la muchacha no amanece curada, está perdida.

Cuando el disfraz se redujo a un puñado de ceniza tornasolada sobre las brasas, Estela quedó exánime.

Don Carmen habló con Juan y Osvaldo. Les pidió que se retiraran y volvieran al otro día.

Esa noche la velé, atontado por los continuos golpes de las ventanas que batían como alas monstruosas. Estela canturreaba, soñaba con los ojos abiertos una música terrorífica. Alguien pulsaba su alma desgarrándola con arcos filosos y antiguos.

Hacia las tres de la madrugada, las paredes empezaron a temblar. Don Carmen, que había permanecido algo apartado, en cuclillas, alzó la cabeza y me miró.

—El demonio arremete —dijo—. No quiere dejarla.

Algunos revoques se desprendieron de la juntura entre el techo y la pared y cayeron sobre nosotros.

Don Carmen, cubierto de polvo, se puso en pie y empezó a golpear el aire con su cinto de cuero.

Fue una noche pavorosa, de formas desconocidas. Otro mundo abría sus puertas. El diablo se estremecía y nos hacía escuchar sus rugidos. A veces, la voz gruesa con que Estela había estado hablando esos días sonaba fuera de su cuerpo, en el patio o en algún rincón de la casa.

Como a las cinco de la mañana, súbitamente, las garras de todo aquel aire demente que nos oprimía se aflojaron. Fueron absorbidas desde una abertura que no logré localizar.

Creo que el golpe de vacío, la ausencia de lo demoníaco, la atmósfera sorpresivamente fresca, fue lo que nos desmayó y nos precipitó al sueño por unas horas.

Los primeros chispazos del alba me hicieron abrir los ojos. Me vi tirado en el piso, junto a la cama de mi novia. No quise ni mirarla siquiera.

Gateé hasta don Carmen, que dormía ovillado, y lo desperté.

La habitación empezó a llenarse de silbos de pájaros y luz blanca.

El viejo se levantó y caminó hasta donde se hallaba Estela. Lo seguí, pero me quedé unos pasos más atrás.

—¿Cómo está? —pregunté.

—Está despierta —dijo él.

Me asomé por el hombro de don Carmen y encontré a una Estela que ya casi tenía olvidada, con el rostro sereno y limpio, aunque exhausto por el trajín de los días pasados.

Extendió su mano para alcanzar la mía. Me aproximé y se la tomé.

Ella murmuró algo que no pude entender; me contempló dulcemente un rato. Después ya no recuerdo.

Don Carmen y Estela cuentan que yo empecé a hablar con una voz gruesa que no era mía.

Así es la milonga

En el cabaruti la joda estaba más o menos. Después las pibas vinieron a morfar con nosotros al camión. Cebaron mate y nos cagamos de la risa. A mí me tocó una macanuda. Meta chupa y baile. A la final, terminamos llorando abrazados, sabé qué cosa, yo le conté de mi mujer y mi hija, de lo que las extraño. Porque te juro, hermano, si hay algo que me revienta del mionca es que no puedo estar más tiempo con ellas. La mina también tenía lo suyo. El viejo que la mataba a golpe y se rajó de la casa con un punto, que a la final la recagó y la dejó pagando en un cuartucho de lo peor. Sin guita para el alquiler ni pa’ el morfi, tuvo que salir a yirar. Uno llega a hacer cada cosas. No te imaginás. Una piba fenómena, fijate. Lo único que había querido en su vida era un compañero y muchos hijos, una casita en las afueras con un gallinero en el fondo. Y mirá cómo terminó. Sí, no me mirés así, es cierto, me lo contó ella. Ahí donde vo está sentado ahora, me pasó un mate y me dijo: “Tu mujer sí que tiene suerte. Debe ser una gran tipa. Me gustaría ser su amiga”. En el cabaré ese, trabaja desde hace dos años, no le va mal. Lo viste. Ese que está sobre la ruta, un quilómetro antes del boliche donde te levanté. Te confieso que al principio no sabía si llevarte o no. Los mochileros nunca me gustaron mucho. En serio. A un chabón amigo que subió a uno de ustede, lo enterraron hace un mes con un buraco en el marote. No, ya sé que no son todo iguales. A vo te vi con esa cara, con lo pelo chorreando, debajo de la lluvia, que pensé, este tipo no puede ser malo. Bah, no mucho, por lo menos. Y qué vacé, así é la milonga. Querés que prenda la radio. A mí me da lo mismo. Estoy acostumbrado a manejar con cualquier cosa. El muchacho que va adelante —hace años que viajamos juntos— dice que yo tengo pasta de camionero. Que pareciera como que, no sé, yo hubiera nacido pa’ esto. Y qué querés que te diga, no es por mandarme la parte, pero tiene razón. Cuando me subo a un camión me trasformo. Soy otro. Siento como que nada me puede parar, como que esto es un camino que no termina y yo me largo con todo como si fuera un tobogán hasta el horizonte y a la final no hay nada. Solamente camino, pibe. Camino, camino y meta camino. A vos te debe parecer una locura. Y sí, un poco pirado estoy; igual que todos, bah. Debe ser por eso que estoy seguro que algún día voy a tener mi propio mionca. Juntando los mangos, en dos o tres años… quién te dice. El muchacho que va adelante me dijo: “Pibe, vos podés tener tu mionca. ¿Sabés por qué? Porque naciste para esto”.

¿Viste a mi familia? Acá tengo una foto. Mirá la nena. Dicen que es igualita a mí, pobrecita. Dió no lo permita. Yo soy más fulero. Aunque así como ves, las minas me dan bastante bola. Un brillo en los ojos me ha dicho alguna. Yo qué sé. Para mí que todos, todos los puntos, hasta el más jodido, tiene su pinta. ¿Cuántos años me das? ¿Cuarenta? No, tengo veintinueve. La panza, puede ser. En el camión es difícil mantenerse. Antes hice de todo. Un tiempo trabajé de fletero. Le llevaba los instrumentos a una orquesta. El que la dirigía era un tano. Macanudo, el tipo. No me acuerdo del nombre. Los iba a buscar a eso de las siete y los llevaba al boliche donde tenían que tocar. Ahí esperaba hasta que terminaran. Tres, cuatro, cinco de la mañana. Un día lo fui a ver al tano y no estaba. Me atendió la mujer. Así, en camisón. Se le veía todo debajo. Le dije que iba a volver, porque era para arreglar la hora del sábado. Me dijo que no, que pasara, que iba a llegar en seguida. Mirá, no sé cómo fue, pero al rato estábamos bailando juntos, bien apretados. El tano no vino; andaba por Bahía Blanca. Yo dormí esa noche con la mina en su casa. Te juro que sentí no sé qué, una especie de culpa. A la final, era la mujer de otro. El tano no tenía idea de nada, el tipo vivía para la música. Cómo tocaba el hijo de, no sabé, tocaba todo y con cualquier instrumento. Era un capo. Le daba a esa especie de trompeta con forma rara que tiene teclas. Sexo, saxo, cómo es. Yo me quedaba igual que un tonto escuchándolo. Ése te sacaba música de las piedras. Te juro, hermano, yo lo quería al tano pero le voltiaba la jermu.

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