Una casa para dos – Anne Marie Winston

Ahora que Ana sabía lo que él pensaba, ese tipo de comentarios cobraban sentido. Garrett la había estado insultando desde que la conoció, y ella no se había dado cuenta hasta hacía bien poco. Notó cómo la sangre se revolvía en su interior, pero trató de concentrarse en su plan de venganza.

—Entonces, ¿cuándo nos vamos? —preguntó con aparente inocencia.

—¿Cómo?

—Que cuando salimos hacia la cabana del Edén. ¡Qué nombre tan bonito! Debe tratarse de un lugar muy especial, para que Robin lo hubiera considerado un paraíso.

—No vamos a ir a ninguna parte —dijo Garrett—. He llevado el testamento a otro abogado, y espero que encuentre la manera de librarnos de esa absurda cláusula. Entonces compraré tu parte y terminaremos con esto.

—¿Comprar mi parte? —dijo Ana abriendo mucho los ojos—. ¿No te he comentado mis nuevos planes?

—Me temo que no. ¿A qué te refieres? —preguntó Garrett mirándola con recelo.

Ana se aclaró la garganta, dispuesta a disfrutar de aquel momento.

—He decidido no vender mi mitad. Era especial para Robin, así que voy a conservarla.

—Creí que necesitabas el dinero —dijo Garrett con un hilo de voz, como si alguien le estuviera retorciendo la garganta.

—Así es, pero si vamos a Maine durante un mes, será para mi como unas vacaciones con todo pagado. Cuando acaben, hablaremos para ver si he cambiado de opinión —contestó poniéndose de pie—. Lamento tener que echarte, pero he tenido un día agotador.

Garrett se incorporó también, pero en lugar de dirigirse a la puerta, cruzó el salón en dirección a Ana.

—Si consigo revocar esa cláusula, tendrás la mitad de la cabana pero nada de gastos pagados. Tendrás que hacer frente a tu parte correspondiente de los impuestos y del mantenimiento.

—Aunque consiguieras cambiar el testamento, seguiría queriendo ir. A lo mejor incluso me mudo a vivir allí. Ser dueña de media cabana en Maine tiene que ser más barato que pagar un alquiler en Baltimore.

Garrett parecía echar espuma por la boca. Estaba terriblemente enfadado.

—No hemos terminado con este asunto —le advirtió antes de marcharse dando un portazo.

Garrett recibió la llamada del abogado la tarde siguiente. Cuando terminó de hablar con él, sintió deseos de arrojar el teléfono contra la pared. Últimamente tenía los nervios a flor de piel. No había dormido bien desde la muerte de Robin, y aunque se las había arreglado para no dejarse llevar por el dolor durante el día, soñaba con su padrastro cada noche. En todos los sueños, Robin le cerraba una puerta en las narices o desaparecía tras una esquina. No hacía falta un psicólogo para explicar que aquello reflejaba el sentimiento de abandono que sentía tras su muerte.

Y luego estaba aquella cláusula de su testamento. Todos los abogados consultados habían estado de acuerdo: Aquello era perfectamente legal. Parecía entonces no haber escapatoria a los deseos de su padrastro.

Garrett estaba completamente furioso. ¿Cómo diablos iba a soportar treinta y un días en Maine con Ana Birch? Pero tal vez fuese mejor no prolongar la espera de lo inevitable. Descolgó de nuevo el teléfono.

—¿Diga? —contestó ella al otro lado.

—He hablado con el nuevo abogado sobre el testamento —soltó Garrett a bocajarro sin tomarse la molestia de identificarse—. No puede cambiarse.

—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Ana.

Estaba loca si pensaba que iba a compartir con ella un viaje en coche de dieciséis horas.

—Yo salgo mañana por la mañana. Tú hazlo cuando quieras, pero cuanto antes llegues, antes acabará esta farsa —replicó Garrett.

Colgó el teléfono y llamó a su doncella para que le hiciera inmediatamente el equipaje. Ahora que había tomado la decisión, quería llegar a la cabana enseguida, y por supuesto, antes que Ana. No quería darle la oportunidad de quedarse con su habitación.

Garrett abandonó la carretera comarcal y tomó la desviación del camino que lo llevaría por la orilla del lago hasta la cabana del Edén.

La luz del porche estaba encendida, recibiéndole en medio de la semioscuridad del atardecer. Tenía que darle una gratificación al matrimonio que cuidaba de la cabana en su ausencia. Habían limpiado toda la casa y comprado algunas provisiones cuando les dijo que estaba en camino.

Había salido al amanecer, haciendo solo las paradas imprescindibles. Por suerte era verano, y todavía quedaba algo de luz. Garrett se bajó del coche y estiró las piernas, contemplando el brillo de plata que la última luz del día reflejaba en las aguas del lago. Por algo se había dado tanta prisa. Si no, hubiera tenido que esperar al día siguiente para disfrutar de aquel espectáculo de la Naturaleza.

La cabana había sido construida sobre una pequeña colina. En la parte delantera, tres muelles se alzaban sobre el lago. Un grupo de árboles frondosos rodeaba la parte de atrás. Garrett respiró profundamente el aire con esencia de pino que impregnaba el ambiente.

—Es maravillo estar aquí —dijo en voz alta.

Permaneció en silencio, absorbiendo la paz de aquel lugar, una de las señas de identidad del lago. Se escuchó el sonido de un cuco, y Garrett le respondió chasqueando con la lengua. Tal vez aquello no iba a estar tan mal. Mañana le traerían el equipo de oficina que había encargado, incluidos un fax y el ordenador, pero podría sentirse como si estuviera de vacaciones. Pero la ilusión se desvaneció cuando se vio a sí mismo compartiendo la casa con la amante de Robin.

El sonido de un motor lejano lo distrajo de sus pensamientos. Normalmente no había apenas rastro de otros seres humanos en aquel paraje, solo se permitían canoas y botes de remos, y las casas alrededor del lago podían contarse con los dedos de la mano.

El sonido se hizo más intenso, y Garrett se dio la vuelta. Parecía como si algún vehículo se dirigiera a la cabana, pero no podía imaginar de quién podría tratarse. El cartel de «No pasar» se veía claramente a la entrada de su camino particular.

Las luces de lo que parecía ser un coche pequeño iluminaron durante un instante la cabana. El ruido del motor cesó poco después de que se parara a escasos metros de su propio todoterreno, y una figura descendió del asiento del conductor.

—¡Esto es precioso! —exclamó Ana Birch.

Garrett clavó su mirada en ella. ¿Cómo demonios se las había arreglado para organizarse tan deprisa y llegar prácticamente a la vez que él?

—¿Llevas aquí mucho tiempo? —preguntó Ana mientras enlazaba las manos, estirando los brazos hacia el cielo. Luego los dejó caer hacia abajo, doblándose sobre su cintura para estirar la espalda. Su trasero se elevó entonces de una forma increíblemente provocativa. Garrett pensó que era una mujer muy elástica, pero rechazó de inmediato aquel pensamiento. Puede que hubiera embrujado a Robin, pero no funcionaría con él.

—Yo… yo acabo de llegar —contestó con inusitada aspereza—. ¿Cómo es que has llegado tan rápido?

Ana se encogió de hombros mientras se echaba la melena hacia atrás, obligando a Garrett a fijar la vista en aquel brillante manojo de rizos.

—Hice la maleta con todo lo que pensé que podríamos necesitar, guardé la gata en una caja y salí.

—¿La gata? No hemos hablado de compartir la casa con una gata…

—La mantendré en mi parte, entonces —contestó Ana sin inmutarse—. Como te iba diciendo, me subí al coche ayer de noche y empecé a conducir. Cuando me paré a desayunar, llamé al banco y al restaurante y renuncié al trabajo. Puedo conseguir otros empleos como esos si los necesito cuando regrese.

—¿Trabajabas en un banco y en un restaurante?

—No todos tenemos una fortuna a nuestra disposición —dijo Ana con sarcasmo—. ¿O cómo te creías que me ganaba yo la vida?

Aquella pregunta cayó entre ellos como una bomba. Garrett se mordió la lengua. Si decía lo que realmente pensaba, comenzaría una guerra entre ellos que duraría todo el mes. Y ya iba a ser suficientemente duro sin necesidad de pelearse.

—No importa —dijo Ana mientras se dirigía a su coche—. Ya conozco tu respuesta.

Hubo algo en su tono de voz que le hizo a Garrett sentirse culpable durante un instante por la manera en que la estaba tratando. Pero luego se recordó a sí mismo que no era más que una buscona que había convencido a un anciano para que la incluyera en su testamento. Dos trabajos… estaba claro que buscaba una manera más sencilla de ganarse la vida. Y estaba seguro de que no había querido a Robin. Garrett tenía experiencia con lo débiles que eran los sentimientos de las mujeres para todo lo que no fuera dinero, y nada podría convencerlo de lo contrario.

—Te enseñaré la casa —dijo Garrett dirigiéndose a la cabana—. Los guardeses la han limpiado esta mañana.

—Buena idea —replicó Ana cargando con una caja llena de cosas—. Tendré que ir a saludarlos. ¿Les has advertido de mi llegada?

—No.

Garrett le dio la espalda mientras atravesaba el porche. Abrió la puerta con la llave y entró, mientras ella lo seguía con aquella caja tan pesada en brazos. No era su invitada, pensó Garrett, así que no iba a estar treinta y un días siendo cortés, sujetándole las puertas y ayudándola a cargar sus cosas. Lo mejor sería que establecieran unas normas desde el principio.

Una vez dentro, Ana contempló a través de la ventana del salón el espejo plateado en que se había convertido el lago a aquella hora del anochecer.

—Mi habitación es la que queda a la izquierda de la escalera. Puedes quedarte con la otra, que tiene vistas al lago. La que está al fondo es… era el gabinete de Robin.

Ana asintió con la cabeza.

—Esto es el salón, y allá al fondo queda el comedor. Estas puertas conducen al muelle. Allí está la cocina, y aquí mi despacho —explicó mientras recorría la casa—. En esta planta hay un aseo, y arriba un baño completo.

Garrett se interrumpió un instante, cayendo en la cuenta de lo íntima que iba a resultar aquella convivencia.

—Mañana estableceremos un horario para ver a qué hora usamos cada uno el baño y la cocina. La mujer del guarda viene una vez a la semana a limpiar, pero tú tendrás que lavar tu ropa, tus platos, y todo lo que ensucies.

Ana siguió asintiendo con la cabeza. Se hizo un silencio incómodo.

—Voy a descargar mi equipaje —dijo Garrett.

Ana se despertó a la mañana siguiente con el sonido de un pajarito que trinaba con insistencia tras su ventana. La tenue claridad que se filtraba por el cristal le hizo saber que aún era muy temprano. Se había acostado agotada por el viaje y la descarga del equipaje, pero sabía que no podría dormirse otra vez. Separó las sábanas para incorporarse, y se levantó. Se acercó entonces a la ventana. Desde aquella altura se podían contemplar los primeros rayos de sol bailando sobre la superficie del lago, haciéndola brillar. La cabana estaba situada al oeste, y el calor del sol comenzaba a sentirse en el horizonte.

Ana miró hacia abajo y se encontró con uno de los muelles de la cabana del Edén. Aquella imagen le trajo a la cabeza recuerdos de su infancia. Su madre alquilaba todos los veranos una casita en el río Choptank. Era el único lujo que se permitían en todo el año. A Janette, su madre, le encantaba el agua, y había enseñado a nadar a su hija desde muy pequeña. Las dos se bañaban, buceaban, y se sentaban al muelle al anochecer para hablar de sus cosas.

Ana se secó las lágrimas. Aquellos habían sido los momentos más felices de su vida, así que no había razón para llorar. Sacó una toalla del armario y bajó las escaleras de puntillas para no despertar al gruñón de su hermanastro. Se le ocurrió pensar que tendrían que comprar cinta fluorescente color naranja para marcar los límites de cada uno. Estaba segura de que tendría problemas para recordar en qué parte y en cuál no le estaba permitido moverse.

Cuando salió de la casa, la puerta chirrió. Se prometió a sí misma ponerle aceite más tarde. El camino que conducía desde la casa hasta el lago era de baldosas, y estaban cubiertas por las agujas de los pinos. Cuando llegó a la orilla, Ana aspiró profundamente, disfrutando del calor del primer sol de la mañana sobre su rostro. A pesar de la antipatía de Garrett, sintió que podría ser feliz en aquel lugar.