Una casa para dos – Anne Marie Winston

Hacía una tarde preciosa. Los últimos rayos de sol saltaban juguetones sobre la superficie del lago, y un águila real sobrevoló por encima de sus cabezas hasta alcanzar la copa de un árbol. La canoa cortaba con suavidad las calmadas aguas del lago en dirección al banco de peces.

—Robin me enseñó a pescar —dijo Garrett un segundo antes de pensar en las consecuencias de introducir el tema de su padrastro en medio del silencio.

—¿De veras? —dijo Ana sonriendo abiertamente con ojos incrédulos—. No me imagino a un tipo tan elegante como Robin en camiseta y poniendo cebos.

—Todos tenemos nuestros secretos —contestó Garrett con seriedad—. ¿Cuál es el tuyo, Ana?

—Soy ilegítima —respondió ella tras una breve pausa.

Garrett no sabía qué respuesta estaba esperando, pero desde luego no era aquella. No sabía qué decir.

—Tu madre te crió sola en Inglaterra, ¿no? —preguntó con cautela.

—Sí, pero yo nací aquí. Mi padre era americano. Mi madre me dijo que había muerto antes de que pudieran casarse, pero hace poco descubrí que estaba vivo.

—¿Y tu madre lo sabía?

—Sí —dijo Ana con tristeza—. Pero él estaba casado. Al parecer, ella lo supo desde el principio, y cuando se enteró de que estaba embarazada, lo abandonó. Supongo que no quería presionarle para que abandonara a su mujer.

Decía mucho de su madre haber tomado semejante decisión, pensó Garrett. Muchas mujeres no hubieran dudado en utilizar su embarazo como un pasaporte para el matrimonio.

Garrett arrojó el ancla por la borda. Habían llegado al banco de peces. Ana no volvió a hablar, y él dejó que el silencio se instalara cómodamente entre ellos mientras lanzaba la caña.

Pescó tres ejemplares en menos de media hora, más que suficiente para la cena de dos personas. Cuando retiró el ancla, Garrett se dio cuenta de que ahora navegaban contra corriente, y aunque las aguas estaban tranquilas, tenía que remar con mucha más fuerza que antes.

—Está empezando a refrescar —dijo Ana frotándose los brazos—. A estas alturas ya debería saber que tengo que ponerme un jersey por la tarde.

—Ponte el mío.

Garrett se entretuvo durante unos segundos con la imagen de su jersey sobre el cuerpo de Ana, las mangas largas flotando al final de sus brazos, la suavidad del tejido cubriendo sus pechos…

Se puso de pie y comenzó a sacarse el jersey por la cabeza. La canoa se movió mientras realizaba la operación, y cuando se sacó los brazos de las mangas, Ana solo tuvo tiempo de exclamar:

—¡Oh, no!

Un segundo más tarde, estaban en el agua.

Estaba helada. Garrett salió a la superficie y comenzó a llamarla a gritos en cuanto el aire entró en sus pulmones.

—Estoy aquí. Estoy bien. ¡Pero este agua está congelada!

Tranquilizado por el sonido de su risa, Garrett se dedicó a atrapar la embarcación antes de que se escapara, mientras Ana se hacía con los chalecos salvavidas.

—Ha sido culpa mía —dijo ella—. He debido inclinarme demasiado hacia un lado mientras tú estabas de pie, y he desequilibrado la embarcación.

—No vale la pena volver a subirse. Tardaremos menos si vamos nadando —dijo Garrett.

Ana estuvo de acuerdo. Se colocaron cada uno a un lado de la canoa y la empujaron mientras nadaban hasta el muelle. Una vez allí, Garrett amarró la canoa mientras Ana subía por las escaleras.

—Si Robin pudiera vernos ahora… —dijo ella entre risas.

—Seguro que puede —aseguró Garrett riendo también—. Estará observándonos desde el cielo y muriéndose de la risa.

Ana le sonrió mientras colocaba su mata de pelo hacia un lado, retorciéndola con fuerza para quitarle el agua.

¿Cómo podía estar tan guapa en aquel estado? El último rayo de sol estaba a punto de desaparecer, pero Garrett todavía podía verla con nitidez. Había algo tremendamente femenino en todos sus movimientos, en la vulnerabilidad de su nuca desnuda mientras la descubría para quitar el exceso de agua. Quería besarla en aquel punto exacto, perderse entre sus rizos en busca de su cuello, tomar su hermoso rostro con las manos y levantarlo para besarla en la boca.

Garrett respiró profundamente, consciente de la aceleración de su pulso. Aquello no estaba bien. Y entonces Ana se incorporó. Su camiseta mojada se ajustaba a cada curva de su cuerpo, y aunque llevaba sujetador, Garrett pudo observar con claridad cómo sus pezones se habían transformado en dos pequeños puntos respingones.

Aquello no era justo ¿Cómo podía resistirse a tantos encantos?

Garrett levantó los ojos hacia su rostro. Ana tenía la boca entreabierta. Entonces sus miradas se cruzaron.

Estaba perdido.

—Ana…

Dijo su nombre en un susurro mientras daba un paso adelante y la tomaba entre sus brazos. Ella emitió un sonido de sorpresa mientras colocaba las palmas de sus manos contra su pecho, pero no lo empujó hacia atrás.

Se miraron fijamente durante un tiempo que les pareció eterno. Ella no apartó la mirada, y Garrett fue testigo del instante en que los ojos de Ana reflejaron que aceptaba lo inevitable. Sus pupilas se dilataron, y su respiración comenzó a agitarse del mismo modo que la suya mientras Garrett volvía a pronunciar su nombre.

—Ana… Y comenzó a bajar suavemente la cabeza.

Ana contuvo la respiración en el instante en que los labios de Garrett tocaron los suyos, y un leve gemido escapó de su garganta mientras apretaba con fuerza los dedos contra el pecho de Garrett. Pero él no sintió ningún dolor. Todos sus sentidos estaban concentrados en la suavidad de los labios de Ana bajo los suyos, moviéndose con dulzura en busca de más besos mientras él buscaba otro ángulo de su boca para seguir besándola.

Garrett movió lentamente la mano de la espalda de Ana, y atravesó con ella su húmeda melena hasta alcanzar la tierna piel de aquella nuca con la que había estado fantaseando minutos antes. Ana relajó los brazos, colocándolos alrededor de su cuello, acariciándolo con sus manos mientras lo atraía hacía sí con más firmeza.

El contacto con sus curvas hizo que la respiración de Garrett aumentara de ritmo. La suave redondez de sus pechos estrechándose contra su cuerpo le hicieron sentir una intensa oleada de calor que fue en aumento mientras los labios de Ana se movían acompasadamente en una búsqueda dulcísima de los suyos. El cúmulo de sensaciones era tan excitante que Garrett no pudo evitar que un sonido de embeleso surgiera de su garganta.

Súbitamente, Ana se zafó de su abrazo, llevándose las manos a las mejillas.

—No, Dios mío. Esto es un error.

Y antes de que él pudiera siquiera formar en su cabeza un pensamiento coherente, ella salió corriendo todo lo deprisa que pudo por el camino de baldosas que llevaba a la cabana.

Garrett permaneció de pie con la vista fija en ella hasta que la vio desaparecer por la puerta.

Cuando entró en la casa, el sonido de la ducha le indicó dónde estaba Ana. Garrett limpió el pescado y lo metió en la nevera antes de ponerse ropa seca. Luego encendió el fuego de la chimenea, esperando a que ella bajara mientras trataba de pensar en qué iba a decirle. Pero antes de que estuviera preparado, la oyó bajar las escaleras.

Garrett se levantó del sillón y empezó a hablar antes de que ella hubiera descendido el último peldaño.

—Tenías razón al decir que ha sido un error. Por favor, acepta mis disculpas.

La mirada de Ana pareció nublarse, como si alguien le hubiera cerrado la puerta en las narices.

—Disculpas aceptadas —dijo sin apenas detenerse en su camino hacia la cocina.

Garrett abrió la boca, dispuesto a ir detrás de ella para decirle… ¿Decirle qué?

¿Que se moría de ganas de hacerle el amor?

¿Qué no podía apartar la mirada de aquel cuerpo tan hermoso?

En realidad, lo que él necesitaba era una mujer. Cualquier mujer. Repasó mentalmente las mujeres que había conocido durante sus vacaciones con Robin en el lago. El verano pasado había salido un par de veces con una chica cuya compañía le había resultado bastante grata. Era bonita, y aunque no habían intimado demasiado, estaba seguro de que ella no renunciaría a conocerlo más a fondo.

Bien. Mañana la llamaría. ¿Cómo se llamaba, por cierto? ¿Ellen? ¿Elaine? No, era Eileen.

Garrett sonrió. Comenzaba a sentirse mejor.

Mientras sacaba el pollo con manzanas que iba a compartir la próxima noche con Nola y Teddy, Ana se preguntó dónde estaría Garrett. Había estado todo el día muy callado y bastante distante. Cuando le dijo que tenía pensado cenar en el pueblo, Garrett había guardado silencio.

Ana había regresado de su cena con los Wilkens alrededor de las ocho, y el coche de Garrett ya no estaba. Se dijo a sí misma que no le importaba, pero el caso es que era jueves.

Siempre veían juntos el programa de los jueves por la noche. Aquel pensamiento la condujo de inmediato a otro: Estaba sentada en el sofá con Garrett, acomodada en la curvatura de su brazo. Durante la pausa publicitaria, él se volvía hacia ella y besaba sus labios mientras Ana enredaba los brazos alrededor de su cuello y… ¡Basta!

Ojalá aquel pensamiento fuera realidad. Había estado todo el día tratando de evitar pensar en lo que sí había ocurrido realmente. Su cerebro no podía borrar la inolvidable sensación de aquellos labios sobre los suyos. Unos labios suaves y cálidos, tremendamente excitantes. Recordaba con nitidez el momento en que decidió dejar de pensar para vivir aquel momento y deslizó las manos sobre el cuello de Garrett, que la tenía sujeta contra aquel territorio caliente y musculoso que era su pecho. Ana casi se desvaneció entre sus brazos, urgida por la necesidad de ofrecerse a él allí mismo.

Al recordar aquellos instantes, Ana alcanzó un grado de nerviosismo que le impidió quedarse sentada viendo la televisión, así que decidió salir a dar un paseo para despejarse. Pero en cuanto enfiló por el sendero, sus pensamientos, como una obsesión, regresaron de nuevo con fuerza.

Lo cierto era que aquella tarde en el lago había sido maravillosa. Garrett se había mostrado más cercano que nunca, y cuando surgió el tema de Robin, Ana creyó llegada la oportunidad de contárselo todo. Pero era una cobarde. Había sido incapaz de estropear aquellos momentos con su historia.

Y si se lo hubiera dicho, Garrett nunca la habría besado.

Durante su paseo en canoa, Ana había tratado por todos los medios de no quedarse mirando el músculo que se le marcaba en los brazos desnudos mientras remaba, ni en cómo la luz del atardecer formaba destellos de fuego sobre la oscuridad de su pelo negro. Lo había intentado.

Pero una vez en tierra, mientras se escurría el pelo, Ana supo con certeza que Garrett la deseaba. Solo así podía explicarse la expresión de su rostro mientras recorría todo su cuerpo con una mirada, deteniéndose en sus pechos. Garrett se las había arreglado para inmovilizarla con suavidad, haciéndole imposible protestar, ni moverse. Lo único que podía hacer era esperar su próximo movimiento sin apenas respirar.

Y entonces la había besado. Hubiera deseado que durara eternamente. Aunque ella hubiera dicho lo contrario, aquello no había sido un error. Había sido el paraíso.

¿Entonces, por qué le había dicho que parase?

Sencillamente, porque no había sido sincera con él. Y Ana sabía de sobra que en cuanto le dijera quién era, iban a estallar cohetes. Y no precisamente de bienvenida.

—Hola, querida.

Ana giró la cabeza y se encontró con la mano de la señora Davenport saludándola desde el porche de su casa. Tenía en el regazo un recipiente en el que dejaba caer el contenido de las judías que estaba pelando.

—Hola, señora Davenport —dijo Ana deteniéndose—. ¿Cómo se encuentra?

—Bien —contestó la mujer del guarda—. ¿Y usted?

—Estupendamente. ¿Cómo podría estar mal en un sitio tan maravilloso como este?

—Y al lado de un hombre tan guapo como el señor Garrett —dijo la anciana con un brillo cómplice en los ojos.

—Tener un hombre atractivo cerca siempre es un extra —replicó Ana en tono jovial.