Una casa para dos – Anne Marie Winston

Garrett se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas. No porque pensara que no eran ciertas, sino porque no quería comenzar una guerra abierta. La convivencia ya resultaba bastante difícil de por sí.

El rostro de Ana, enrojecido por el ejercicio, palideció al instante. La furia le hacía temblar.

—Para tu información, te diré que nunca le pedí a Robin nada que no fuera el placer de su compañía.

Ana salió de la habitación. Su gata se detuvo unos segundos en la puerta de la cocina para dedicarle un pequeño concierto de sonidos amenazantes antes de salir corriendo detrás de su dueña.

Garrett había oído que los mordiscos de gato eran extremadamente dolorosos y se infectaban con facilidad. Aquel animal era peligroso. Debería advertirla de que lo tuviera controlado o tendría que deshacerse de él.

Se acercó entonces a la nevera y sacó la leche y el zumo de naranja. No pudo evitar advertir la presencia de la cacerola que ella había preparado el día anterior, cuando el olor de aquella olla calentándose en el fuego lo había dejado completamente obnubilado. Garrett se planteó pedirle la receta para llevársela a su cocinera, pero recordó entonces el intercambio de palabras que acababan de tener y pensó que no sería una buena idea. Seguramente le daría la receta de algún poderoso veneno.

Garrett hizo tiempo leyendo pausadamente el periódico hasta agotar su turno de cocina, y después bajó al lago para darse un baño. Cuando regresó a la cabana y se sentó en su despacho, una sensación de descontento continuaba aferrada a él. Eran las nueve menos cuarto. Su oficina de Nueva York no abría hasta las nueve, y la sucursal de Los Angeles, tres horas más tarde. Garrett se levantó de la mesa y fue al salón.

Ana estaba de puntillas al lado de la puerta con una aceitera en la mano, tratando de alcanzar la parte superior. Aquella imagen le hizo sentirse incómodo. Había sido extremadamente maleducado con ella. Robin se hubiera avergonzado de él.

Una vez más, Garrett sintió el dolor de saber que no volvería a escuchar aquella voz, ni su risa. Y se acordó de lo que acababa de decir Ana en la cocina. Que solo había querido su compañía. Aunque una parte de él lo negara, pensó entonces que bien pudiera ser que ella también sintiera un tremendo vacío por la pérdida.

—¿Qué estas haciendo? —preguntó tratando de ser amable.

—Engrasando estas bisagras —contestó ella a la defensiva—. Todas las puertas de esta casa chirrían. Tendría que estar trabajando, pero no podré concentrarme hasta que haya terminado.

—¿Cuántas has arreglado ya?

—Esta es la única que queda abajo. ¿Por qué lo preguntas? —preguntó mientras sus ojos verdes lo miraban con temor.

Garrett extendió la mano y le arrebató la aceitera.

—Tengo unos minutos libres hasta que abra mi oficina. Vete a trabajar. Yo acabaré esto.

El rostro de Ana reflejaba tanta desconfianza que podría haberse ofendido, si no supiera perfectamente que se merecía todo aquel escepticismo y más.

—¿De verdad?

Curiosamente, el mal humor con el que se había levantado pareció fundirse en aquel instante. Garrett sonrió.

—De verdad.

El rostro de Ana se iluminó.

—Gracias.

Y desapareció por las escaleras sin decir nada más.

Garrett engrasó todas las bisagras de la parte de arriba, dejando para el final las del cuarto de trabajo de Ana. Estaba en ello cuando ella abrió súbitamente la puerta, y sus cuerpos chocaron. Garrett la agarró instintivamente por los hombros, sintiendo la frescura de su piel bajo las palmas de sus manos. La soltó inmediatamente, retrocediendo un paso.

—Vaya. ¿Estás bien?

Ella levantó los ojos tímidamente y lo miró.

—Sí, gracias.

Ana se pasó la lengua por los labios en gesto nervioso, mientras Garrett trataba de desviar su mirada hacia otro lado.

—Por cierto, te debo una disculpa por lo que dije antes —comenzó él.

Ella arqueó las cejas con escepticismo, pero no dijo nada.

—Yo… yo quería a Robin —continuó Garrett mirando al suelo—. Me resulta difícil la idea de compartir su cariño con alguien, aunque sea en el recuerdo.

—Lo sé. Él hablaba mucho de ti. Te consideraba su propio hijo. Y te quería mucho —lo interrumpió Ana.

Garrett la miró fijamente. Los hombres no lloran, se dijo a sí mismo. Pero no sabía cómo detener el nudo que subía por su garganta y no le dejaba respirar. Trató de secarse las lágrimas que amenazaban con salir.

—Yo también lo quería. Se casó con mi madre cuando yo era un adolescente problemático, y él me puso en vereda. Me enseñó a comportarme, y en algún momento de ese camino me olvidé de que no debía querer a aquel intruso que había entrado en mi vida.

—Era irresistible —dijo Ana sonriendo.

El aire se volvió denso mientras sus miradas se cruzaron. Mantuvieron la vista fija el uno en el otro… y la siguieron manteniendo. Los verdes ojos de Ana reflejaban una tristeza insoldable, pero también algo más… reflejaban que se sentía atraída por él.

El pulso de Garrett se aceleró. Era la primera vez que se daba cuenta de que ella sentía la misma atracción contra la que él estaba luchando. Y aunque trató de no pensar en ello, no pudo evitar preguntarse cómo reaccionaría Ana si la atrajera hacia sí.

En aquel instante, ella rompió la magia, y comenzó a andar en dirección a la puerta.

—Voy a dar un paseo. Parece que la creatividad me surge con más fuerza cuando camino. Te veré más tarde.

Ana pareció dudar un instante.

—Y gracias por engrasar las bisagras.

Cuando cerró la puerta, un movimiento distrajo a Garrett de sus pensamientos. La gata había saltado al borde de la mesa y estaba mirando por la ventana.

—Pensé que estarías encerrada en su habitación —dijo él con suavidad.

El animal sacudió la cabeza y le dirigió una mirada llena de desconfianza.

—Has pasado de estar tirada en una carretera a andar hecha un pincel. Espero que sepas la suerte que tienes de haber encontrado una dueña como ella.

Garrett pasó el resto de la mañana trabajando en su oficina. Serían alrededor de las once cuando sintió un olor delicioso. Olía a tarta de cereza. Menos mal que Ana no sospechaba el efecto que le causaba su cocina. De otra manera, estaría riéndose a sus expensas. A las doce y media, la alarma de su reloj le informó de que era la hora de comer, algo que su estómago ya sabía. Apagó el ordenador y se dirigió a la cocina.

Ana había sacado la cacerola de la nevera y estaba vertiendo parte de su contenido en una fiambrera. Llevaba el pelo recogido en una graciosa coleta que no podía evitar que algunos rizos se escaparan de su control y flotaran alrededor de su cabeza. Llevaba puesto un fino vestido de verano color marfil que dejaba entrever sus largas piernas.

—Hola —dijo ella mientras colocaba la fiambrera en una bolsa de plástico.

—Hola —repitió Garrett mirando la bolsa—. ¿Te vas de excursión?

—No. Voy a ver a un amigo del pueblo —contestó Ana mientras colocaba otro envase de plástico dentro de la bolsa.

—¿Eso es tarta de cereza? —preguntó él sin poder contenerse.

—Efectivamente —contestó ella.

Mientras agarraba la bolsa del mostrador, Garrett no pudo evitar fijarse en el músculo que se le formaba en los brazos cuando cargaba con peso.

—Voy a cenar en el pueblo, así que no tienes que preocuparte de que invada la cocina durante tu turno. Te veré más tarde.

—Te veré más tarde —repitió él estúpidamente mientras la veía marchar.

Cuando Ana hubo salido, sintió deseos de correr tras ella para preguntarle con quién iba a cenar. Como si no supiera que la única respuesta que ella podría darle sería «No es asunto tuyo».

Todavía no había regresado cuando Garrett limpió los platos de su solitaria cena. La cabana respiraba paz por los cuatro costados, y Garrett cayó en la cuenta de que nunca había estado allí sin Robin. Nunca hasta aquel momento había tenido que cenar solo.

Decidió entonces salir un rato a pescar. Una vez en la canoa, se dirigió a la parte sur del lago, donde sabía que había más bancos de peces. Tras una hora y media, Garrett consiguió hacerse con tres ejemplares de tamaño mediano, más que suficiente para la cena del día siguiente. La noche comenzaba a caer. La luz del día inició su despedida, pasando del rosa del atardecer al azul índigo, y finalmente al negro.

Cuando Garrett se acercó a la cabana, vio luz en el salón. Estaba seguro de que la había apagado al salir. «Ana debe estar en casa», pensó. Su pulso se aceleró sin que pudiera controlarlo. Sin perder un instante, sacó la canoa a tierra y la guardó en el cobertizo con el chaleco salvavidas. Luego agarró su pesca y se dirigió a la cabana.

En cuanto atravesó el umbral, el inconfundible olor a palomitas de maíz le golpeó como una bofetada.

—Hola —dijo Ana, entrando en la cocina mientras Garrett limpiaba el pescado en el fregadero.

—Hola. ¿Qué tal la cena? —preguntó él sin preámbulos.

—Maravillosa —respondió ella con alegría.

Garrett se preguntó con quién habría estado. Quienquiera que fuese, había conseguido teñir su voz de felicidad.

El sonido del programa de televisión que ella estaba viendo le penetró en el cerebro mientras se lavaba las manos.

—Por cierto —dijo asomándose en el salón—. No hemos hablado de la televisión. Supongo que tendremos que hacer turnos también.

Ana lo miró y sacudió la cabeza con resignación.

—Muy bien. Me pido esta noche y la noche del lunes. El resto es negociable.

—Pero hoy es jueves —replicó Garrett—. Hoy ponen una serie en la NBC que me gusta. Y el lunes por la noche hay un par de programas que también me interesan.

—Y a mí —dijo Ana levantando las cejas con aire amenazador—. Y yo he llegado antes.

Garrett se tomó unos segundos antes de contestar.

—Podemos echarlo a suertes —dijo finalmente.

—Ni lo sueñes —replicó ella volviendo la vista a la pantalla—. Pero si quieres puedes verlo conmigo. Si es que eres capaz de estar en la misma habitación que yo sin montar una bronca.

Garrett emitió un gruñido. No podía negar que era él quien se había mostrado imposible desde el principio.

—Podemos intentarlo —dijo dejándose caer en una esquina del sofá, al lado del sillón en que ella estaba sentada—. Y para que veas, te dejo incluso que te sientes en mi sillón.

—Muchas gracias —contestó Ana con sequedad—. Eres demasiado amable. Voy a hacer más palomitas. ¿Tú quieres?

Garrett levantó la vista. Ana había encendido la chimenea, y en ese momento estaba colocada entre el fuego y él. Su vestido era lo suficientemente fino como para que a contraluz pudieran contemplarse con nitidez las curvas de su cuerpo.

—Claro —dijo Garrett—. Claro que quiero.

Dos líneas verticales aparecieron en el ceño de Ana mientras procesaba la respuesta. Parecía como si Garrett se refiriera a algo más que a las palomitas.

Ana se dio la vuelta y se marchó a la cocina con la tela de su vestido flotando suavemente a su alrededor mientras caminaba. Garrett pensó que parecía un ángel. Normalmente no tenía ese tipo de pensamientos, pero no había nada normal en la manera en que Ana había afectado a su vida.

Un minuto más tarde, ella reapareció en el salón con un cuenco lleno de palomitas y una cerveza.

—Supongo que esto es tuyo —dijo con una sonrisa mientras le daba el vaso—, porque no estaba en mi parte de la nevera.

—Supones bien, gracias —dijo Garrett dando un enorme sorbo a la blanca espuma—. ¿Me pasas el mando?

—Espero que no seas uno de esos fanáticos que cambian de canal constantemente en cada pausa publicitaria —preguntó Ana con simpatía.

Garrett se mordió el labio inferior en un gesto pícaro.

—Me lo estaba temiendo —dijo Ana soltando una carcajada.

—Te prometo que seré un controlador de mando controlado —bromeó Garrett—. ¿Qué otras cosas te gusta ver por la noche?