Una casa para dos – Anne Marie Winston

Se tenía por una persona razonable y simpática. Nola y Teddy Wilkens no habían encontrado nada malo en ella, pero Garrett se comportaba de la manera más odiosa imaginable. ¿Por qué? Estaba decidida a que aquel hombre se arrepintiera de haber comenzado la batalla. Al día siguiente cocinaría un fabuloso guiso de pollo al brécol que llenaría toda la casa con su aroma, con un par de raciones extra para Teddy y Nola. Prepararía también una tarta con las cerezas de Michigan que había comprado.

Confiaba en que las habilidades culinarias de Garrett se redujeran a freír y sacar cosas de las latas.

De pronto, su enfado pareció disiparse. Si ella estaba triste por la muerte de Robin, ¿cómo se sentiría Garrett? Había vivido con él desde que era un adolescente. No era descabellado pensar que su desagradable comportamiento surgiera del dolor. Cada uno apechuga con la muerte de un ser querido como puede. Tal vez a no le gustaran las conclusiones que había sacado respecto a ella, pero podría perdonarlo. Y lo haría. Al día siguiente le contaría a Garrett que era hija de Robin y resolvería el conflicto.

Sintiéndose mucho mejor, Ana volvió a su coche para sacar la mercancía que había comprado en la tienda de Teddy y la subió a la planta de arriba, a la habitación que había sido el gabinete de Robin. Allí había colocado por la mañana sus otras cosas. Era un sitio ideal para trabajar. Tenía tres grandes ventanales llenos de luz, que además proporcionarían la ventilación adecuada cuando trabajara con materiales tóxicos como el pegamento. Ana sabía que Robin no tenía nada de artista, de lo contrario habría asegurado que aquella estancia estaba pensada para las manualidades.

Al fondo de la habitación, debajo de la ventana más amplia, había un gran mostrador y una mesa de madera, ideales para cortar material y dibujar diseños. Además, había espacio de sobra para colocar la máquina de coser portátil que había traído consigo.

Cuanto terminó de colocar todos sus accesorios de trabajo, Ana sintió una oleada de placer mientras extendía sobre la mesa una pieza de seda color borgoña, y tuvo la visión de un elegante sombrero de fiesta surgiendo de aquella tela. Era un alivio comprobar que la creatividad no la había abandonado tras el periodo de sequía decretado en su imaginación desde que Garrett le comunicó la muerte de Robin cinco días atrás.

Solo cinco días. Parecía que hubiera transcurrido una eternidad. Ana sintió las lágrimas brotar de sus ojos una vez más. Durante la mayor parte de su vida, había creído que su padre estaba muerto. Su madre apenas hablaba de él, y ella no había tenido el valor de preguntarle. Las pocas veces que se había atrevido, había visto tanta tristeza en los ojos de Janette que no había insistido. Solo sabía que era americano y que se habían conocido apenas un año antes de que Ana naciera. Y que no se habían casado, aunque habían estado profundamente enamorados. Los hermosos y torturados paisajes por los que se había hecho famosa la pintura de su madre eran un reflejo de sus sentimientos.

Al principio de su carrera, Janette había sido retratista. Ana conservaba un autorretrato al carboncillo de su madre con ella jugueteando entre sus faldas cuando era una niña de apenas dos años. Fue entonces cuando se fueron a vivir de nuevo a Inglaterra. Ana guardaba muchas fotografías y otros retratos de su madre, pero aquel era el recuerdo más preciado que conservaba de ella.

No tenía nada tan personal para recordar a Robin.

Mientras trataba de secarse las lágrimas, la puerta se abrió de pronto, dándole un susto de muerte.

Garrett irrumpió en su nuevo estudio de trabajo con los ojos semicerrados por la claridad.

—¿Dónde has estado todo el día? —inquirió.

—Fuera —replicó Ana secamente dándole la espalda, molesta porque la hubiera pillado llorando.

Garrett comenzó a pasearse por la estancia.

—¿Qué es todo esto? —preguntó con brusquedad.

—Mi trabajo —contestó Ana mientras trataba de secarse los ojos con la camiseta.

—Creí que habías dejado de trabajar.

Ana se dio la vuelta. Estaba empezando a enfadarse de nuevo ante aquel tono acusador.

—He dejado mis empleos. Los sombreros son mi trabajo.

Garrett tomó entre sus manos un corte de tela negra de textura gruesa.

—Fabrico piezas únicas con su bolso a juego —continuó—. También me han llamado para que escriba un libro sobre el sombrero a través de la historia.

—Estoy impresionado —dijo Garrett con aparente sinceridad—. ¿Sabía Robin que te dedicabas a esto?

—Por supuesto. Me animaba mucho.

—¿Y nunca antes habías estado aquí? ¿No sabías que existía esta cabana?

—No —replicó Ana negando con la cabeza, extrañada por la pregunta—. ¿Por qué lo dices?

—Creo que Robin reformó esta habitación para ti.

Garrett observó el efecto que causaban en ella sus palabras.

—Hace un año, este cuarto estaba prácticamente sin construir. Robin decidió de pronto tirar el tabique que la unía a un pequeño almacén y dijo que sería su gabinete. Pero nunca lo usó.

Garrett miró a Ana fijamente. Tenía los ojos hinchados y la nariz roja. ¿Había estado llorando por Robin? Ese pensamiento lo enfureció.

No es que quisiera tener el monopolio del dolor por la muerte de su padrastro, pero el contexto en que creía que aquella mujer lo había conocido le daban ganas de vomitar.

—En cualquier caso —continuó Garrett—, estaba pensando en trasladar mi despacho aquí arriba.

Ana se puso de pie, colocando los brazos en jarras sobre sus bien torneadas caderas. Con ese gesto consiguió que la camiseta se ajustara más sobre el contorno de sus pechos. Garrett pudo ver claramente el dibujo de sus pezones. Le resultó difícil dirigir de nuevo la vista hacia su rostro.

—Este es un lugar perfecto para desarrollar mi trabajo. Además, acabas de decir que Robin lo arregló pensando en mí —dijo Ana.

Garrett no tenía excesivo interés en quedarse con aquella estancia, pero quería hacerla sentirse incómoda.

—Tú tienes tu habitación, y yo la mía. Tú tienes tu despacho, y yo el mío —continuó Ana—. Tú elegiste primero, yo me quedé con lo que tú no querías. Y estoy dispuesta a luchar por este cuarto.

Ana hizo una pausa para respirar.

—Además, a Robin le gustaría que la utilizara yo —aseguró con un tono menos agresivo.

—Así que tú eres la experta en los deseos de Robin.

—No —contestó ella con tristeza—. Tú estuviste con él durante casi dos décadas. Seguro que sabes muchas cosas sobre él que yo ignoro.

Ana se dio la vuelta y comenzó a ordenar las cajitas en las que guardaba gemas y bisutería para adornar sus creaciones.

—Así que eres bastante buena en esto, ¿no? —preguntó Garrett señalando el material.

Ana tardó unos segundos en contestar.

—Robin pensaba que lo era —dijo finalmente en un hilo de voz—. Él quería que tuviera tiempo para trabajar sin tener que pensar en llegar a fin de mes.

—Parece que te las has arreglado para conseguirlo —dijo Garrett, sintiendo que la ira se apoderaba de nuevo de él—. Y tendrás aún más dinero cuando compre tu parte de la cabana.

—Ya te he dicho que no voy a vender —contestó ella, entornando los ojos con rabia.

—Eso ya lo veremos —dijo Garrett con desprecio—. He conocido a muchas mujeres como tú.

Cuando cerró la puerta para marcharse, solo podía ver a una mujer que había querido a un hombre por su dinero. Pero al contrario que su querida prometida Kammy, esta había conseguido lo que quería.

Ana comenzó a preparar su campaña contra él en el frente culinario. La noche anterior se había comportado como un perfecto ogro, y Ana todavía sentía en su carne el dolor del último comentario.

Había tenido que desayunar a las siete y media, aunque se hubiera levantado a las seis y la natación la hubiera dejado exhausta. Y todo porque a Garrett el ogro le tocaba la cocina desde las seis y media hasta las siete y media.

Luego había tenido que comer a las once y media porque el turno de Garrett comenzaba una hora más tarde. Normalmente, habría dejado que el pollo se enfriase antes de cortarlo en trocitos pequeños y agregarlo a la cacerola con el brécol, la salsa de crema y los champiñones. Pero como el tiempo apremiaba, tuvo que hacerlo en cuanto se hubo cocinado.

El hecho de que se quemara los dedos al hacerlo supuso otra cruz negra sobre el nombre de su enemigo.

Eran las doce y veinticinco cuando Garrett entró por la puerta, consultando su reloj de pulsera.

—¿Llego demasiado pronto?

Ana trató de componer una sonrisa, deleitándose en el pensamiento de lo que iba a ocurrir una hora más tarde.

—Ya he terminado. Espero que no te importe que deje una olla calentando…

—Para nada. No tenía pensado usar el fuego.

—Gracias —repuso Ana con aparente gratitud—. Volveré para apagarla cuando hayas terminado de comer. Mientras, iré a dar un paseo en canoa.

—Supongo que te llevarás un chaleco salvavidas —inquirió Garrett para su sorpresa.

—No. Soy muy buena nadadora —dijo Ana sonriendo—. No te preocupes. No voy a ahogarme y dejarte mi mitad de la cabana.

—Yo que tú no me tomaría la seguridad a broma —replicó él con preocupación—. Deberías llevar chaleco. Es más, no deberías salir sola.

—Tú lo haces.

—Eso es diferente —replicó él con el ceño fruncido.

—Claro —dijo Ana en tono de burla—. Tú eres un hombre fuerte y yo soy solo una mujercita estúpida que necesita que la cuiden, ¿no es eso?

—No. Yo llevo viniendo al lago muchos años y lo conozco muy bien, y tú no. Hay rocas peligrosas, y no hay mucha gente por aquí que pudiera rescatarte. Y si tienes la suerte de no herirte y ahogarte, tendrías que esperar flotando a que yo te echara de menos.

—Entonces, tardarías una eternidad —contestó Ana con acidez—. Solo pareces acordarte de que existo cuando necesitas descargar tu ira contra alguien.

—¿Vas a comportarte con sensatez o no? —inquirió Garrett con impaciencia.

Ana sonrió, moviendo los dedos delante de su cara en gesto de despedida mientras se dirigía a la puerta.

—No.

Capítulo 4

Garrett se levantó de mal humor.

Cundo puso los pies en el suelo desde el borde de la cama, escuchó un crujido y a continuación el golpe sordo de la puerta de la cocina al cerrarse. Miró el reloj. Eran las seis y media. Aquellos sonidos indicaban que Ana había regresado de su baño. Se dijo que no le importaba no haberse levantado más temprano para verla emerger del lago. Pero una parte de él visualizó la perfección de sus piernas, la redondez de sus pechos y sus caderas. La reacción de su propio cuerpo le hizo ver que se estaba engañando a sí mismo.

¿Cómo diablos podía excitarse con una mujer que con toda probabilidad se había acostado con su padrastro? Lo cierto era que la señorita Birch era deliciosamente hermosa, y tenía un tremendo atractivo sexual. Las mismas armas que habían funcionado con Robin parecían hacer mella también en él.

Mientras descendía por las escaleras, Garrett se preguntaba por qué los hombres eran así. Ana no le gustaba, se dijo. Lo que ocurría era que estaba terriblemente bien hecha.

Cuando entró en la cocina, la encontró untando mantequilla y mermelada sobre un par de tostadas.

—Buenos días —se forzó a decir Garrett por educación.

—Buenos días —contestó Ana con una sonrisa radiante.

Llevaba puesto un pareo de playa que se ajustaba a su cuerpo, todavía húmedo. Una toalla enrollada a modo de turbante ocultaba su pelo. Garrett no pudo evitar sentirse impresionado ante aquella demostración de belleza en estado puro.

—Son las seis y media pasadas —dijo con brusquedad—. Es mi turno.

La sonrisa se desvaneció del rostro de Ana.

—¡Oh! Lamento ocupar tu espacio vital —dijo con acidez—. Acabo de nadar, y necesitaba tomar algo. No puedo esperar hasta las siete y media con el estómago vacío, y tú lo sabes. Lo que ocurre es que estás furioso conmigo por haber heredado la mitad de la cabana. Deberías culpar a Robin, no a mí.

—Robin no ha vuelto loco a nadie hasta convencerlo para cambiar su testamento.