Una casa para dos – Anne Marie Winston

Ambos compararon sus gustos, y se dieron cuenta de que veían los mismos programas los lunes, miércoles y viernes. El resto de la semana no les importaba a ninguno de los dos que la televisión estuviera incluso apagada.

Garrett continuó bebiendo su cerveza en silencio. La gata se había colocado en el regazo de Ana.

—Se está volviendo más sociable —comentó ella—. Cuando la traje a casa se pasaba el día debajo de la cama y solo salía por la noche para comer.

Garrett y Ana rieron un par de veces con los mismos chistes durante la serie que estaban viendo. Luego llegó la película de la noche, tan dramática como siempre. Garrett la miró de reojo soltar unas lagrimitas cuando falleció el hijo de la protagonista.

Era una persona muy tierna, pensó Garrett mientras observaba la manera en que la gata se había acurrucado en sus piernas, ronroneando.

Él también ronronearía si Ana lo acariciase de aquella manera.

—¿Quieres tenerla en brazos? —preguntó ella.

Entonces se dio cuenta de que hacía tiempo que había dejado de mirar la televisión y había fijado su vista en Ana con expresión de arrobo. En la pantalla se escuchaban las noticias, pero Garrett habría sido incapaz de decir cuál era el titular más importante del día.

—¿Qué? No, gracias —dijo, sintiendo cómo una oleada de calor enrojecía sus mejillas.

¿Qué le estaba pasando? Ana Birch no le interesaba en absoluto. De acuerdo, tenía un cuerpo espectacular, un pelo que despertaría en cualquier hombre el deseo de meter sus manos en él, y la sonrisa más dulce que había visto en mucho tiempo. Y era simpática. Muy simpática. Estaba muy claro por qué Robin la había incluido en su testamento.

Le resultaba difícil conciliar a la mujer que estaba empezando a conocer, cálida, divertida y apacible cuando no la provocaban, con la embaucadora de sangre fría que había seducido a su padrastro por dinero.

Ambas imágenes no casaban juntas. Cuando Ana se levantó para llevar el cuenco de palomitas a la cocina con la gata enredándose entre sus piernas, Garrett murmuró un «Buenas noches» fugaz y se escapó a su habitación.

¿Cuál de las dos era la verdadera Ana?

No iba a enamorarse de Garrett Holden.

No iba a enamorarse de Garrett Holden. Una semana más tarde, Ana frotaba el ventanal del salón que daba al lago con más fuerza de la que era estrictamente necesaria. Era un bruto, una persona odiosa… pero no lo había parecido durante los cinco días que habían seguido a lo que ella llamaba «La tregua de la televisión». Si a Garrett se le ocurría volver a sonreiría de aquella manera y hablarle con aquella voz profunda y acaramelada, tendría que agarrarlo del pelo y besarlo hasta acabar con aquella ridícula fascinación.

No estaba jugando limpio, convirtiéndose de pronto en un hombre encantador.

No iba a enamorarse de él. A sus veintitrés años, Ana había tenido varias relaciones, aunque no pudiera decir que ninguna de ellas se hubiera convertido en amor. La última había sido la más larga, nueve meses. Había terminado con ella un año atrás, cuando él dejó claro que consideraba sus sombreros una distracción a la que probablemente no podría dedicar mucho tiempo cuando se casaran y vinieran los niños. Ana recordó la cara de Bradley cuando le dijo que aquello se había acabado. Por su expresión, adivinó que no entendía nada.

Pero ella sí entendía. Su madre solo había amado a un hombre en toda su vida, Robin Underwood. Y aunque fue Janette quien decidió marcharse y no regresar jamás, Ana había crecido sabiendo que el amor eterno existía, y era muy poderoso. Por eso tal vez nunca le habían roto el corazón. Inconscientemente, Ana estaba buscando ese tipo de sentimiento.

Pero nunca se hubiera imaginado sentir ese amor sin ser correspondida. Aunque todavía no estaba enamorada de Garrett de ese modo, sospechaba que él podría romperle el corazón sin siquiera darse cuenta.

—Buenos días.

Ana dio un respingo, y el trapo con el que estaba limpiando el cristal salió volando por los aires. Se dio la vuelta y contempló al objeto de sus pensamientos en la puerta de la cocina.

Garrett tenía el pecho descubierto. Solo llevaba puestos unos pantalones cortos de deporte y zapatillas. Su torso parecía el de una escultura a la que hubieran añadido unas gotitas de sudor para hacerla más real.

Ana no había visto nunca nada igual. Tuvo que echar mano de toda su concentración para no lanzarse encima de él y pasear sus manos sobre aquella piel desnuda y dorada por el sol.

—Buenos días —dijo, tratando de que su voz no reflejara su estado de nervios—. Me has asustado.

—Lo siento. Había salido a correr. ¿Qué estás haciendo?

—Limpiar las ventanas. He echado a lavar las cortinas para que la habitación huela a fresco cuando las vuelva a colgar.

—Podemos contratar a alguien para que haga el trabajo pesado —dijo Garrett frunciendo el ceño—. No deberías hacerlo tú.

—¿Por qué no? —preguntó ella mientras se estiraba.

Ana se puso las palmas de las manos en la base de la espalda, masajeándose. Aquella postura colocaba sus pechos a una altura que parecía una invitación. Él se dio cuenta, y dejó de mirarle a la cara para concentrarse en su cuerpo. Garrett tragó saliva, y aquel gesto hizo que todo el cuerpo de Ana se estremeciera con inusitado placer.

No iba a enamorarse de él, volvió a repetirse mientras cruzaba rápidamente los brazos.

—Insisto, tal vez podríamos contratar a alguien —dijo Garrett, haciendo un esfuerzo por retomar la conversación.

—No, no podemos —interrumpió Ana—. Yo no podría hacer frente a la mitad de lo que eso costaría. Pero no te preocupes, no espero que tú hagas la mitad del trabajo. Esto es totalmente voluntario.

—Creía que habías venido aquí a trabajar en tu libro y en tus sombreros —dijo Garrett con acritud.

—No puedo estar todo el tiempo concentrada —contestó ella—. La creatividad no surge así como así, y la limpieza me ayuda a recargar baterías.

—¿Y cocinar también?

—Sí. Cuando cocino también pongo el piloto automático.

—Tal vez podríamos llegar a un acuerdo —dijo Garrett entornando los ojos—. Yo pagaré a alguien que haga el trabajo de la casa si tú inviertes ese tiempo en la cocina… y me dejas compartir el fruto de tu trabajo en ella.

Ana sintió deseos de soltar una carcajada, pero se contuvo a tiempo. Si Garrett sospechaba que se estaba burlando de él, la guerra volvería a comenzar. Su plan de ataque culinario había dado resultado.

—Me parece bien —dijo Ana mostrándole las marcas enrojecidas de sus dedos—. Mis manos te lo agradecerán.

Garrett la miró sonriendo. No se trataba de un gesto cortés, sino de una sonrisa cálida y abierta que removió todas las células del cerebro de Ana. Antes de que pudiera reaccionar, Garrett atravesó la sala y la tomó de ambas manos para ayudarla a bajar.

—Y mi estómago te lo agradecerá a ti.

Garrett no se movió del sitio. Tenía las manos de Ana entre las suyas y la miraba fijamente. La solidez y el calor de aquel tacto casi la dejan sin respiración, como si su proximidad hubiera acabado con todo el oxígeno de la atmósfera que los envolvía. Estaban tan cerca, que Ana pudo distinguir cada vello de aquel pecho que parecía irradiar una irresistible calidez.

Sintió cómo se le trababa la lengua, y enrojeció. Haciendo un tremendo esfuerzo mental, logró soltarse las manos y se dio la vuelta para recoger el cubo de agua y las bayetas que estaba utilizando.

—Eh… creo que voy a guardar estas cosas y volver al trabajo.

No se atrevió a mirarlo a la cara mientras pasaba delante de él y entraba en la cocina. Tras vaciar el cubo en el fregadero, salió fuera y puso las bayetas a secar en la cuerda. Cuando regresó, Garrett estaba de pie al lado de la mesa en la que ella había colocado una pila de revistas antiguas para tirar.

—¿Dónde encontraste esto? —preguntó con aspereza mientras señalaba con un dedo la portada de la primera de ellas.

Era una revista de moda. Una mujer vestida y maquillada a la última prometía dar desde las páginas interiores los mejores consejos sobre cómo comportarse en sociedad.

—Estaba en el baño. ¿De quién es? Porque desde luego no parece tu estilo —comentó Ana, tratando de hacerle sonreír.

El resto eran publicaciones deportivas o financieras. Pero desde que vieron aquella revista, los ojos de Garrett se habían ensombrecido, dejando en su rostro una expresión vacía como una máscara.

—Tírala.

Ana recogió la pila de revistas y se dirigió en silencio hacia la puerta.

—Era de mi ex novia —dijo en tono neutro—. Solo estuvo aquí una vez. No le gustaba este sitio.

Lo habían herido. Ana nunca había pensado en él como alguien vulnerable, y sintió una corriente de simpatía.

—Lo siento —dijo simplemente, aunque él no hubiera mencionado nada negativo.

—Así es la vida —contestó Garrett encogiéndose de hombros.

Se quedaron mirándose fijamente mientras el eco de sus palabras retumbaba en las paredes de la cocina.

—¿Te gustaría cenar conmigo esta noche? —preguntó él inesperadamente—. Odio cenar solo.

—Creí que eso era lo que querías —contestó Ana sonriendo.

—Así es. Pero Robin quería que compartiéramos este lugar, y lo cierto es que he hecho más bien poco para cumplir sus deseos.

Ana sintió de pronto la necesidad de decirle quién era, y por qué Robin la había mencionado en su testamento. Ahora se arrepentía de no haberlo hecho antes.

Pero cuando se miró en lo más profundo de sus ojos, fue incapaz de abrir la boca. El aire estaba lleno de sentimientos nuevos y frágiles, sentimientos que ella nunca había experimentado antes. No podía arruinar aquel momento.

«Pronto», se prometió a sí misma. «Se lo diré pronto».

Capítulo 5

Transcurrieron otros cuatro días más. En poco más de una semana se cumpliría el plazo de un mes.

Nueve días, y ya no tendría que volver a ver a Ana. La idea no le parecía tan atractiva como unas pocas semanas atrás.

Garrett salió de la cabana y se dirigió por el sendero hasta la orilla del lago con su caña de pescar. Allí estaba ella, en la tumbona en la que solía relajarse a aquella hora.

—Hola —dijo Garrett deteniéndose junto a ella—. ¿Algún encargo para la cena de mañana?

Ana cabeceó suavemente mientras pensaba la respuesta. Garrett no pudo dejar de notar la cascada de rizos que se balanceaba suavemente sobre su hombro. Si pensarlo, Garrett estiró la mano y los echó hacia atrás. Casi involuntariamente, sus dedos resbalaron sobre la delicada piel del hombro desnudo que la camiseta de Ana dejaba al descubierto.

—¿Qué tal un par de carpas?

La voz de Ana sonó casi ahogada por falta de respiración, pero sirvió para romper el pensamiento de Garrett sobre lo que le gustaría hacer con aquella piel.

Apartó su mano de ella a duras penas. Tocarla se estaba convirtiendo en algo muy fácil. Sus cuerpos se encontraban en la cocina, las manos se rozaban cuando agarraban el mando a distancia, y un par de veces, ella le había pedido ayuda con el ordenador. Garrett se había inclinado sobre la silla, luchando desesperadamente contra la tentación de hundir su rostro en aquella melena salvaje que olía a lavanda, y luchando con aún más ahínco por recuperar el sentido común. Tener una aventura con ella sería un tremendo error. El mayor de los errores.

—¿Quieres venir a pescar conmigo? —preguntó entonces, haciendo caso omiso a su sentido común.

Por toda respuesta, Ana lo miró durante un instante con los ojos repletos de la luz de aquella hora de la tarde, y se puso en pie.

Garrett le ofreció la mano para entrar en la canoa, tratando de no pensar en la delicadeza de aquella palma entre la suya. Luego desamarró la embarcación y se colocó en el extremo, tomando un remo con ambas manos.