Una casa para dos – Anne Marie Winston

Pero para su sorpresa, la sonrisa de la anciana se desvaneció.

—No le haga daño al chico. Ya tuvo bastante con aquella Kammy —dijo con seriedad mientras balanceaba con más fuerza la mecedora—. Era como una serpiente alrededor de su cuello. Lo único que quería era su dinero. Yo la vi ir al encuentro de otro hombre al final del camino y besarlo. Era una serpiente.

La señora Davenport amainó el ritmo de la mecedora.

—Usted es la única mujer a la que ha traído aquí desde aquello —dijo la anciana señalándola con el dedo—. Así que no le haga daño.

—No lo haré.

Tras haber soltado su discurso, la señora Davenport pareció recuperar el tono amigable.

Tras unos minutos de conversación banal, Ana dijo que ya era hora de regresar a casa.

—Sí, más vale entrar antes de que nos coman los mosquitos. Su madre solía decir que por aquí esos bichos son tan grandes que podrían llevarse a alguien volando —dijo la anciana mirándola fijamente.

Ana sintió como si la hubieran arrojado a las heladas aguas del lago.

—¿Mi… madre? ¿Conocía usted a mi madre?

—Así es. Supe que era usted su hija desde el primer instante en que la vi.

—O sea, que Robin la trajo aquí —murmuró Ana pensando en voz alta.

—La primera vez que vinieron solo había bosques —dijo la anciana entornando los ojos—. Luego regresaron, y el señor Underwood compró un trozo de terreno en el que construyó la cabana antes de que finalizara el verano. Al año siguiente pasaron todas las vacaciones aquí.

La guardesa se detuvo unos instantes antes de proseguir con su relato.

—Nunca he visto una pareja tan feliz —continuó—. Pero el siguiente verano él vino solo. Pensé que se habrían casado, pero al parecer ella lo dejó. No hemos vuelto a verla desde entonces.

Estaba claro que los Davenport no sabían que Robin ya estaba casado cuando se llevó a Janette Birch a Maine.

—Mi madre falleció —dijo Ana por toda respuesta.

—Lo siento —dijo la anciana con sinceridad—. Por favor, déjeme ir a buscar una bolsa para que se lleve algunas judías. Nunca nos las comemos todas.

Robin y su madre juntos allí, construyendo a cuatro manos la cabana del Edén. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Ana mientras enfilaba el camino de vuelta a casa. Ella había nacido a principios de abril, así que con toda probabilidad fue concebida en la cabana del Edén el verano anterior.

Garrett seguía sin venir. Mientras guardaba las judías en la nevera, Ana no pudo evitar volver a pensar en él. Le resultaba difícil creer que alguna mujer pudiera preferir a otro hombre antes que a él. Lo tenía todo. No había duda de que era guapo. Y además rico, aunque la riqueza no ocupara un lugar destacado en el libro de la vida de Ana. También tenía algo mucho más importante que el dinero: un gran sentido del humor y una inteligencia extraordinaria. Y para colmo era bueno. A pesar de cómo la había tratado al principio de su relación, sabía que era bueno.

Por eso tenía que arreglar de una vez por todas aquel asunto y decirle que era hija de Robin. Mañana sin falta se lo diría, aunque le aterrorizara pensar en su reacción. Tal vez Garrett pensara que se había estado riendo de él durante aquellas tres semanas, pero Ana esperaba que, tras el enfado, pudieran conservar una buena amistad. Nadie había conocido a Robin tan bien como él, y el corazón de Ana estaba hambriento por compartir la memoria de su padre.

—Hola.

El pulso comenzó a latirle a gran velocidad al escuchar la voz de Garrett. Ana se tomó unos segundos antes de darse la vuelta con una gran sonrisa en la cara. Necesitaba calmarse para decirle lo que quería. No esperaría hasta el día siguiente. Se lo contaría todo en aquel momento.

Ana se giró, y su enorme sonrisa se congeló en aquel mismo segundo. Garrett no estaba solo.

—Hola —dijo con timidez mirando de reojo a la mujer que lo acompañaba.

Era una chica muy rubia. Y aunque le hubiera gustado pensar que estaba teñida, lo cierto es que parecía rubia natural. Tenía además los ojos muy grandes y azules, y un rostro de porcelana.

—Ana, te presento a Eileen.

Cuando los ojos de Garrett se cruzaron con los suyos, Ana sintió un escalofrío de pánico al contemplar la frialdad que encerraban, como si no le importara lo que ella sintiese.

¿Y por qué iba a importarle? Al fin y al cabo, ella era la que estaba dejando que los sentimientos se mezclaran en aquella aventura en la que Robin los había embarcado.

Ana volvió la vista hacia la cita de Robin.

—Bienvenida a la cabana del Edén —dijo tratando de sonreír, aunque sentía el calor arrebolándole las mejillas.

—Gracias —contestó Eileen con dulzura.

—Ya estoy acabando. Me voy en un minuto —dijo Ana mientras se movía por la cocina tratando de ocultar su dolor.

—No hay prisa —señaló Garrett—. Nosotros vamos al muelle.

Garrett sacó una botella de vino de la despensa y dos copas de cristal. Luego salió de la cocina con aquella mujer, y Ana oyó cómo se cerraba la puerta principal tras ellos.

¿No podía haber dejado las cosas como estaban? ¿Por qué tenía que darle con otra mujer en las narices justo al día siguiente de lo que había ocurrido entre ellos?

Ana sintió cómo un nudo le atravesaba la garganta, impidiéndole respirar. No iba a llorar por él. Colocó los brazos alrededor del fregadero y dejó caer la cabeza, tratando de controlar sus sentimientos.

Dios mío, ¿cómo podía haber llegado a aquella situación en tan solo tres semanas? El problema no era ya que Garrett le cayera mejor o peor.

El problema era que estaba enamorada de él.

Capítulo 6

—Vuelvo en un minuto.

—Te estaré esperando —dijo Eileen entornando los ojos con coquetería.

Garrett se dio cuenta con retraso de que debía responder a la insinuación, pero solo pudo componer una especie de sonrisa antes de dirigirse a la cabana.

Su cita no había resultado ser una mala compañía. De hecho, habían pasado una velada muy agradable. La había llevado a un restaurante situado encima del acantilado, con vistas sobre la bahía, y habían compartido una botella de vino mientras charlaban.

Seguía tan guapa como la recordaba. Además, era un genio de las matemáticas, y sabía más del mercado de valores de lo que cualquiera podría sospechar.

Pero no se sentía atraído por ella.

La había invitado a la cabana solo para hacerle saber a Ana que ya tenía repuesto. Que no la necesitaba.

Pero cuando entró en la cocina se dio cuenta de que había cometido un error. Un gran error.

No les había oído entrar, y hasta que advirtió la presencia de Eileen, Garrett pudo recibir algo de la intimidad implícita en la sonrisa que Ana empezaba a dedicarle.

A Garrett no le resultó difícil leer los sentimientos que cruzaron por el corazón de Ana cuando vio a Eileen: sorpresa, indignación, y, lo peor de todo, dolor. ¿Cómo podría él haber imaginado que pudiera herirla? Lo había rechazado la noche anterior, ni siquiera había hecho amago de querer hablar sobre lo que había pasado. Le bastó con decir que había sido un error.

Pero mentía. Garrett lo supo en cuanto vio su expresión en la cocina. Por alguna razón inexplicable, Ana no había querido que él supiera hasta qué punto la había afectado aquel beso. Y si tuviera un ápice de sentido común, lo último que se le ocurriría sería entrar en la cabana y enfrentarse a ella. Mientras traspasaba la puerta de la cocina, Garrett se convenció de que no tenía ni un gramo de sentido común en lo que se refería a Ana Birch.

Y entonces la vio.

Estaba de espaldas a la puerta, con las manos en los bordes del fregadero, como si necesitara el apoyo de los brazos para mantenerse en pie. Había algo de derrota en aquella postura. Incluso sus rizos parecían haber perdido esplendor.

—Ana —dijo Garrett con suavidad.

Ella levantó la cabeza un instante antes de volver a darle la espalda, tiempo suficiente para que él adivinara las lágrimas que arrasaban sus ojos verdes.

—Vete —dijo ella en un hilo de voz mientras se incorporaba.

—Tenemos que hablar —susurró Garrett con dulzura—. Déjame que lleve a Eileen a casa y…

—No —contestó ella con brusquedad—. No quiero hablar contigo.

Y antes de que Garrett tuviera tiempo de idear un modo de convencerla, Ana ya había pasado delante de él sin mirarlo, atravesando la cocina hasta llegar a la puerta de la cabana.

Garrett salió al porche, esperando distinguir su figura pese a la oscuridad. La luna estaba en cuarto creciente, y le costó acostumbrarse a la falta de luz. Cuando lo consiguió, se dio cuenta de que el porche estaba vacío.

Entonces escuchó el sonido de unos pasos sobre el camino que llevaba al lago.

—¿Ana? ¡Ana, espera!

Los pasos no se detuvieron, y Garrett comenzó a avanzar más deprisa, imaginando lo que ella iba a hacer.

—¡Ana! —gritó—. ¡No vayas al lago! ¡Es peligroso!

Por toda respuesta, Garrett escuchó el sonido de los pasos caminando con más rapidez. Cuando llegó a la orilla, Ana era solo un punto que se alejaba a toda prisa en la canoa.

«Maldita sea», se dijo.

—¿Garrett?

Eileen lo llamaba desde el otro muelle.

—Siento estropear la noche, pero tengo que volver a casa pronto.

Cielo santo, se había olvidado por completo de ella. Pero no pensaba moverse de allí hasta que no viera a Ana regresar sana y salva.

—No puedo irme —dijo Garrett con tristeza—. Podría ser peligroso dejar a Ana sola en el lago.

Silencio.

—Ya es mayorcita —dijo finalmente Eileen con suspicacia—. Seguro que ya ha salido más veces en canoa sin niñera.

Garrett no se tomó la molestia de contestar. Permaneció mirando el lago, deseando que la luna iluminara con más fuerza para poder distinguir en qué dirección se había ido.

—Tengo que irme —insistió Eileen—. Trabajo muy temprano.

—Estoy seguro de que volverá pronto —dijo Garrett.

Pero Ana no volvió pronto. Transcurrió media hora. ¿Y si le ocurría algo malo en medio de aquellas oscuras aguas? La preocupación inicial de Garrett comenzaba a convertirse en terror.

—Tranquilízate. Seguro que está bien —dijo Eileen mientras lo contemplaba recorrer el muelle de arriba abajo una y otra vez.

—Seguro que sí —dijo él—. Pero no quiero irme hasta verla salir del agua.

Eileen se aclaró la garganta antes de hablar.

—Garrett, de verdad que tengo que volver a casa. Tu compañera de piso, o lo que sea, está siendo muy desconsiderada, si quieres saber mi opinión.

—No quiero saberla —contestó Garrett entre dientes mientras se hurgaba en los bolsillos—. Toma, las llaves de mi coche. Llévatelo y yo lo recogeré mañana.

—Gracias —dijo Eileen con un tono que implicaba cualquier cosa menos agradecimiento—. Te las dejaré debajo del felpudo.

Y dicho esto, cruzó el muelle sobre sus altos tacones y desapareció.

Treinta minutos más tarde, Ana seguía sin regresar. Garrett permaneció sentado en el muelle con una cerveza, haciendo balance de las últimas tres semanas, hasta que escuchó un sonido familiar. A su espalda, la gata de Ana lo miraba fijamente sin dejar de maullar.

—Tienes hambre, ¿verdad? No te preocupes. Yo cuidaré de ti —dijo Garrett incorporándose para entrar en la casa con el animal pisándole los talones.

Una vez en la cocina, Garrett sacó una lata de comida y la colocó en su plato. A los pocos segundos estaba completamente limpio. Cuando acabó, la gata salió corriendo, mirándolo para ver si él la seguía. No tenía otra cosa que hacer, así que Garrett se prestó al juego. Ronroneando como una motocicleta y con la cola levantada, la gata lo fue guiando por las escaleras hasta el estudio de Ana. Una vez allí, el animal desapareció en su interior.

La puerta del estudio estaba abierta de par en par. Garrett sabía que Ana la cerraba siempre porque no quería que la gata jugueteara con los lazos y los hilos de su trabajo. Pero ahora estaba abierta, y él debería entrar y sacar al animal, como un buen… ¿amigo? ¿compañero de habitación? Algo así había llamado Eileen a Ana, añadiendo a la definición connotaciones claramente sexuales. Las venas de Garrett se tensaron ante la idea de compartir cuarto con Ana, despojar de ropa aquel magnífico cuerpo, tumbarla desnuda sobre la cama con aquella melena de rizos desparramada sobre la almohada.

Garrett permaneció en el umbral de la puerta. Por fin se enfrentaba a lo que había tratado de evitar: Necesitaba tener a aquella mujer. El beso que se habían dado bien hubiera podido causar un incendio, y Garrett supo instintivamente que el sexo con ella sería mejor que todo lo que había conocido hasta el momento.

¿Le habría pasado lo mismo a Robin? La idea de que Ana hubiera sido primero la amante de su padrastro continuaba hiriéndolo. Si es que de verdad lo había sido. Porque ¿qué otra relación podría unirlos? Garrett sabía a ciencia cierta que el único niño de Robin y su primera mujer había nacido muerto. La ausencia de hijos había sido la gran frustración de Robin, y decía mucho a su favor que no se hubiera divorciado de su esposa a pesar de su enfermedad mental. La madre de Garrett tenía cuarenta y nueve años cuando se casó con él tras la muerte de su esposa, así que tampoco hubo posibilidad de concebir un hijo.