Una casa para dos – Anne Marie Winston

En cualquier caso, debería alegrarse de que Robin no se casara con ella. Cuando la madre de Garrett, Bárbara, su segunda mujer, murió dos años atrás, Robin dijo que no volvería a casarse, pero puede que un hombre de setenta y tres años siguiera teniendo ciertas necesidades físicas que cubrir. Teniendo en cuenta que Garrett espera llegar a esa edad, confiaba en que así fuera.

Garrett estiró los hombros, y una sensación de desagrado le hizo estremecerse. Tendría que hablar con la señorita Ana Birch de nuevo, pese al malestar que le inspiraba imaginarla con su padrastro. El abogado que ejercía de albacea de Robin había sido muy claro: No se leería el testamento si la señorita Birch y Garrett no estaban presentes.

Una vez en su casa, Garrett se dirigió directamente al despacho y descolgó el teléfono.

—Señorita Birch, soy Garrett Holden, el hijastro de Robin —dijo cuando ella contestó al otro lado del aparato—. Tiene que estar presente en la lectura del testamento.

—No —replicó ella en tono firme—. Puedes quedarte con todo lo que me haya dejado. Mándame los papeles que tengo que firmar y ya está.

Y antes de que él pudiera iniciar una frase, colgó. ¿Estaba rechazando una herencia?

Garrett miró fijamente el auricular que tenía en la mano. Tras un instante de duda, pulsó con impaciencia la tecla de rellamada.

—¿Diga?

—No lo entiende. Tiene usted que estar allí.

—No —repitió ella, esta vez en tono beligerante—. Y por favor, no vuelvas a llamar.

Y ante su asombro, Ana le colgó el teléfono por segunda vez.

Una vez superado el impacto, Garrett decidió ir a verla de nuevo. Estaba claro lo que pretendía. A pesar de sus protestas, sospechaba que ella ya conocía los términos del testamento, al menos en lo que a ella se refería. Tendría que asegurarle que le pagaría más dinero del que Robin le hubiera prometido. Eso la volvería más razonable.

Garrett se pasó las manos por el pelo, masajeándolo. Llevaba dos días con dolor de cabeza, y no parecía que fuera a mejorar. Sería probablemente culpa del estrés.

En cuanto se hubiera leído el testamento, se prometió a sí mismo una semana en el sur de Maine, en la pequeña cabaña del lago Snowflake. Aquel había sido un lugar muy especial para Robin y su hijastro. Robin lo había construido unos veinticinco años atrás. Había sido la única concesión que se había permitido durante la carga en la que se había convertido su matrimonio, cuando la enfermedad mental de su primera esposa había ido en aumento hasta que finalmente falleció.

La madre de Garrett no había mostrado mucho interés en pasar las vacaciones en aquella cabana rústica donde la principal diversión consistía en pescar y contemplar el atardecer. Así que aquello se había convertido en lo que Robin llamaba «La semana de los chicos», un tiempo al que Garrett y su padrastro dedicaban al menos una vez al año. Nadaban en las heladas aguas del lago, pescaban y navegaban en canoa por los alrededores en busca de vida salvaje, o bien se sentaban en el muelle con una cerveza al atardecer.

Sí, una semana en la cabana era justo lo que necesitaba. Sería difícil ir sin Robin, pero Garrett sentía que estaría de alguna manera más cerca de él allí, donde habían transcurrido los momentos más felices de su vida en común.

Garrett condujo de nuevo su coche a la ciudad a primera hora de la mañana. Esta vez, cuando llamó a la puerta, esta se abrió casi de inmediato.

—Señorita Birch —dijo tratando de ser más amable de lo que en realidad deseaba—, lamento haberle comunicado la muerte de Robin de una manera tan brusca. ¿Puedo entrar y hablar con usted unos minutos?

Garrett no podía ver claramente a través de la cortina, pero obviamente se había cambiado de ropa. Llevaba puesto un pantalón de deporte con una camiseta corta a juego. Tenía el pelo recogido de nuevo, pero esta vez en una gruesa cola de caballo que se balanceaba sobre su cuello. Garrett sintió un gran alivio cuando ella se decidió a abrir. Sin decir una palabra, Ana entró de nuevo en la casa y le dio la espalda, dejándole a él la tarea de cerrar la puerta y seguirla.

La habitación en la que entró era un saloncito decorado con muebles de madera pintados con flores. Era muy pequeño, pero daba la sensación de orden pese a la profusión de la decoración. En una de las paredes había una original colección de sombreros. Sombreros antiguos y elegantes.

Ana cerró la puerta del salón tras él. Garrett la miró, tratando de ignorar el aceleramiento de su pulso al contemplar la belleza de porcelana de su cuerpo.

—Parece que te gustan los sombreros, ¿no? —preguntó, tuteándola para romper el hielo.

—Durante una época me dediqué a coleccionarlos. Luego vendí la colección y me quedé solo con mis favoritos —dijo Ana—. Por favor, siéntate. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

Garrett tomó asiento en un extremo del sofá, creyendo que ella se sentaría allí. Pero Ana cruzó la estancia y se acomodó en una mecedora.

—Gracias por recibirme —comenzó Garrett—. ¿Has pensado mejor lo que te dije sobre la lectura del testamento?

—No me interesa el testamento —replicó ella con firmeza—, pero me gustaría saber dónde está enterrado para ir a visitar su tumba.

—A mí sí me importa el testamento —insistió Garrett mirándola fijamente—, porque también me concierne a mí.

—Puedes quedarte con todo. Firmaré lo que haga falta.

Su acento británico destacó más mientras pronunciaba con cuidado esas palabras. Su mirada se cruzó con la de Garrett sin que apareciera en ella ni un asomo de culpabilidad.

Garrett tenía que reconocer que era una buena actriz.

—Créeme, nada me gustaría más —continuó él, abandonando sus esfuerzos por mostrarse amable—. Pero no es tan sencillo. Los dos tenemos que estar presentes.

—¿Por qué? —preguntó Ana.

Garrett abrió la boca para responder, pero en ese momento, un sonido peculiar y la imagen de un cuerpo en movimiento más allá de su perímetro de visión lo distrajeron. Se dio la vuelta y contempló una figura de cuatro patas subiendo las escaleras.

—¿Qué era eso? —preguntó.

—Mi gata. Todavía no es muy sociable —dijo Ana, suavizando la expresión de su hermoso rostro—. La encontré tirada en la carretera. Alguien la atropello y se dio a la fuga. Todavía vivía cuando la llevé a la clínica veterinaria, y cuando se recuperó la traje conmigo para que me hiciera compañía.

Las facciones de Ana volvieron a endurecerse antes de retomar la conversación.

—Bien, ¿y por qué es tan importante mi presencia en esa ceremonia de últimas voluntades, o como se llame?

—Es lo que Robin quería —contestó Garrett encogiéndose de hombros—. He hablado con su abogado, y se niega a revelar el contenido del testamento si no estamos los dos presentes.

—Así que si yo me niego a acudir, tú te quedas sin nada, ¿no? —preguntó ella con el ceño fruncido.

—Probablemente —contestó Garrett, aunque estaba seguro de que no sería así.

—Esto es muy raro. Robin sabía que yo no quería nada, así que de esta manera me obliga a escuchar lo que tiene que decirme o si no tú perderás tu herencia. Él sabía que yo no permitiría una cosa así.

Una punzada de celos atravesó por un instante el corazón de Garrett. Cualquiera que hubiera sido la relación entre ellos, estaba claro que Ana conocía muy bien a Robin.

Ocultando sus pensamientos bajo una expresión de indiferencia, pronunció las únicas palabras que en ese momento debían importarle.

—¿Entonces, vendrás?

Ana asintió con la cabeza.

—Supongo que sí. ¿Cuándo y dónde?

El hijastro de Robin ya estaba en la sala de espera del despacho de abogados cuando Ana se presentó allí a la mañana siguiente. Estaba de espaldas a ella, mirando por la ventana, y Ana tuvo la oportunidad de observarle sin ser vista.

Tenía los hombros tan rígidos como rígida era su actitud. Recordó las palabras de Robin, asegurando que Garrett le daría la bienvenida a la familia, y se le formó un nudo en la garganta. En los pocos años que había conocido a Robin, aquella era la única vez que se había equivocado.

Robin. Ana levantó la cabeza para contener las lágrimas que amenazaban con brotar.

No podía creer que su padre hubiera muerto. Habían tenido muy poco tiempo para estar juntos. Ella ya sabía que era mayor de lo que parecía: tenía diecisiete años más que su madre. Cuando se conocieron, su madre contaba más de treinta años y Robin se acercaba a los cincuenta.

Tal vez sus padres se habían reencontrado de nuevo en el más allá. Aquel pensamiento la tranquilizó.

Ana observó al hijastro de Robin, en teoría su propio hermanastro. En ese momento, Garrett se dio la vuelta y sus miradas se encontraron. Una voz de alarma recorrió todas sus terminaciones nerviosas. Había sentido lo mismo la primera vez que lo vio, y también la segunda. Bueno, y qué más daba que aquel hombre fuera atractivo. Había demostrado que su belleza era solo una piel que cubría una actitud desagradable. Pero no pudo evitar pensar que ojalá se hubieran conocido en otras circunstancias.

El sentimiento de pérdida que había experimentado desde que Garrett le comunicara la muerte de su padre había ido en aumento. Durante meses, había imaginado el día en que Robin se lo presentara. Había imaginado varias escenas de una relación fraternal, los tres compartiendo cenas en vacaciones y citas informales.

Nunca imaginó que se conocerían en tales circunstancias. Y además, Garrett no podría haber resultado menos familiar aunque lo intentara. Había sido tan cortante el día anterior, que ella solo había deseado que se marchara. Pero tenía que hacer un esfuerzo por la memoria de Robin. Intentaría llevarse bien con su hijastro.

Aunque no eran familia, Garrett se parecía más a su padre que ella misma. Y su padre había sido un hombre muy guapo. Garrett tenía el pelo oscuro y fuerte, y su rostro parecía moldeado a cincel. Llevaba puesto un traje de marca color negro, y Ana se dio cuenta de que se parecía al actor que encarnaba a James Bond en las últimas películas. Pero los profundos ojos azules de Garrett la miraban con animadversión, y Ana se preguntó una vez más qué habría hecho para que él la detestara de aquella manera. Por lo que sabía, Robin no le había hablado nunca de ella.

Pero no iba a dejar que su actitud la acobardara. Allí estaba ella, preparada para la lectura del testamento, y eso que Garrett no había considerado siquiera la posibilidad de que tuviera algo que hacer aquella mañana.

Pero no lo tenía. Se había tomado el día libre en su trabajo de cajera en el banco, aunque tenía que trabajar por la tarde en su puesto de camarera.

Dos días atrás había recibido la llamada de un editor de Nueva York interesándose en el libro que tenía pensado escribir sobre la historia del sombrero. La había escuchado en una conferencia en la escuela de artes y oficios, y parecía muy interesado en conocer sus ideas.

Al colgar el teléfono, Ana había dudado entre la alegría de la llamada y la frustración de saber que seguramente no tendría nunca tiempo de hacer realidad aquel proyecto, ni otros muchos que tenía en mente.

Su madre había muerto tres años atrás, poco después del veinte cumpleaños de Ana. Desde entonces, había habido más facturas que pagar que tiempo para diseñar la línea de sombreros y complementos que había comenzado.

Ana vendía sus creaciones a dos tiendas exclusivas de Baltimore, y los dueños le habían comunicado que pondrían a la venta cualquier cosa que ella les entregara. Pero cuando le surgía alguna idea, no tenía la oportunidad de plasmarla con un lápiz sobre un patrón, porque estaba camino del trabajo, o bien contando dinero en el banco, o recogiendo platos en el restaurante. No sabía cómo, pero estaba determinada a encontrar tiempo para diseñar y coser. Si quería tener la más mínima oportunidad de convertirse en una verdadera artesana y vivir de su trabajo, tenía que producir más y conseguir más clientes.