La nariz de un notario – Edmond About

Aturdido, confuso, fuera de sí, el pobre millonario salió entre reverencias y pronto se encontró en su carruaje sin saber cómo ni por qué. Se golpeaba la frente, se mesaba los cabellos, se pellizcaba los brazos tratando de despertar, creyendo ser víctima de un mal sueño. ¡Pero no! No dormía. Veía la hora en su reloj, leía los nombres de las calles bajo las luces de gas, reconocía los escaparates de los establecimientos. ¿Qué había dicho? ¿Qué había hecho? ¿Qué convenciones había violado? ¿Qué torpeza o tontería había cometido para que lo tratasen de aquel modo? Porque desde luego no había la menor duda: en la casa de monsieur de Villemaurin lo habían puesto de patitas en la calle. ¡Y el contrato matrimonial estaba allí, en su mano! ¡Aquel contrato redactado con tanto esmero, en estilo tan elevado, y al que ni siquiera se había dado lectura!

Antes de dar con la solución a este problema se descubrió en el patio de su propia casa. El rostro del portero le inspiró una idea brillante:

—¡Chinguet! —gritó.

El enjuto Singuet acudió a su llamada.

—Chinguet, cien francoch chi me dicech chinceramente la verdad; y chien puntapiech en el trachero chi me ocultach cualquier cocha.

Singuet lo miró con sorpresa y sonrió con timidez.

—¡Chonríech, dechalmado! ¿Por qué? ¡Contéchtame encheguida!

—¡Dios mío, monsieur! —dijo el pobre diablo—. Si me lo permite… El señor me excusará… pero imita perfectamente el acento de Romagné.

—¡El acento de Romagné! ¿Yo? ¿Hablo como Romagné, como un auvernech?

—Bien lo debe de saber monsieur. Hace ya ocho días de esto.

—¡Puech no, demonioch! No lo chabía.

Singuet levantó los ojos al cielo. Pensaba que su señor se había vuelto loco. Pero L’Ambert, aparte de aquel maldito acento, gozaba de la plenitud de sus facultades. Uno tras otro, interrogó a toda la servidumbre, persuadiéndose de su desgracia.

—¡Ay, dechalmado aguador! —exclamaba—. Echtoy cheguro que hach vuelto a hacer alguna tontería. ¡Que lo buchquen! O mejor no, voy a buchcarle yo michmo.

Recorrió a pie el camino hasta el apartamento de su pensionado, trepó hasta el quinto piso, llamó a la puerta sin lograr despertarlo y, lleno de rabia y desesperación, derribó la puerta de la habitación.

—¡Monchieur L’Ambert! —gritó Romagné.

—¡Bachura auvernecha! —respondió el notario.

—¡Diabloch!

—¡Diabloch!

Ya eran dos los que arruinaban la francofonía. La discusión se prolongó por más de un cuarto de hora en el más confuso galimatías, sin que lograsen aclarar el misterio. El uno se quejaba con amargura, como víctima; el otro se defendía con elocuencia, como inocente.

—Echpérame aquí —dijo L’Ambert para concluir—. Monchieur Bernier me dirá echta michma noche lo que hach hecho.

Despertó a monsieur Bernier y le refirió, en el estilo que ya conocen los lectores, lo ocurrido aquella noche. El doctor se echó a reír y le dijo:

—Mucho ruido y pocas nueces. Romagné es inocente. Véalo por sí mismo. Permaneció con la cabeza descubierta a la salida del Thêatre-Italien. Todo el mal viene de ahí. Sufre un resfriado de aúpa. Habla con la nariz, como un auvernés. Es lógico. Vuelva a casa, inhale un buen acónito, mantenga los pies calientes y la cabeza cubierta y, de aquí en adelante, tome precauciones contra el constipado; ya sabe cuántas cosas dependen de su nariz.

El desgraciado regresó a su mansión farfullando cual diablo.

—Achí puech —se dijo en un tono demasiado alto—, todach mich precaucionech chon inútilech. Tengo que alojar, alimentar y vigilar a eche vulgar aguador, y chiempre me hará alguna trachtada; chiempre cheré chu víctima; y chin poder acucharle de nada. ¿Para qué tantoch gachtoch? ¡Puech ahora verá; economizaré chu penchión!

Dicho y hecho. Al día siguiente, cuando el pobre Romagné, todavía aturdido, fue a cobrar el dinero de la semana, Singuet lo echó a la calle, anunciándole que ya no se haría más por él. Se encogió filosóficamente de hombros, como hombre que, sin haber leído a Horacio, practica por instinto el Nil admirari[52]. Singuet, que lo quería bien, le preguntó qué pensaba hacer. Le respondió que buscaría trabajo; al fin y al cabo, aquella forzada ociosidad le pesaba sobremanera.

Monsieur L’Ambert sanó de su constipado y se felicitó por haber borrado de su presupuesto la partida Romagné. Ningún otro accidente vino a interrumpir el curso de su felicidad. Hizo las paces con el marqués de Villemaurin, y también con su clientela del faubourg, a la que tenía un tanto escandalizada. Libre de toda preocupación, pudo entregarse sin coacción a la dulce pendiente que le arrastraba a la dote de mademoiselle Steimbourg. ¡Dichoso L’Ambert! Le abrió su corazón de par en par y le mostró los castos y legítimos sentimientos que albergaba. La bella y sagaz muchacha le tendió la mano a la inglesa y le dijo:

—Asunto concluido. Mis padres están de acuerdo conmigo; te daré instrucciones para el regalo de bodas. Tratemos de abreviar las formalidades para poder visitar Italia antes de que termine el invierno.

El amor le prestó alas. Compró sin regatear el regalo de bodas, encomendó a sus tapiceros el apartamento de madame, encargó un coche nuevo, eligió dos caballos alazanes de la más singular belleza y se apresuró a publicar las amonestaciones. La cena de despedida que ofreció a sus amigos se halla inscrita en los anales del Café Anglais. Sus amantes recibieron con contenida emoción el último adiós y su correspondiente regalo.

Las tarjetas de invitación anunciaban que la ceremonia nupcial tendría lugar el día 3 de marzo, a la una en punto, en la iglesia de Saint-Thomas-d’Aquin. Huelga decir que había altar mayor y toda la puesta en escena de las bodas de primera clase.

El 3 de marzo, a las ocho de la mañana, monsieur L’Ambert se despertó por sí mismo, sonrió a los primeros rayos de aquel hermoso día, tomó el pañuelo que escondía bajo la almohada y se lo llevó a la nariz para despejar sus ideas. Pero su pañuelo tan sólo halló el vacío. ¡La nariz ya no estaba allí!

De un salto, fue a mirarse al espejo. ¡Horror y maldición! (como es uso en las novelas de vieja escuela). Se vio tan desfigurado como el día que volvió de Parthenay. Correr a su lecho, hurgar entre los cobertores y las sábanas, explorar entre la cama y la pared, sondear el colchón y el somier, sacudir los muebles próximos y poner patas arriba toda la habitación, fue cosa de dos minutos.

¡Pero nada! ¡Nada de nada!

Se colgó del cordón de la campanilla, pidió ayuda a sus criados y juró echarlos como a perros si no encontraban su nariz. ¡Inútil amenaza! La nariz estaba más perdida que la Cámara de 1816[53].

Dos horas transcurrieron en medio de la agitación, el desorden y el ruido. Entretanto, monsieur Steimbourg se enfundaba su traje azul con botonadura de oro. Madame Steimbourg, vestida de gala, vigilaba a los dos ayudantes de cámara y las tres costureras, que iban, venían y giraban en torno a la bella Irma. La blanca novia, rebozada en polvos de arroz, pataleaba de impaciencia y maltrataba con admirable imparcialidad a unos y otros. El alcalde del Distrito X, fajado con su banda, se paseaba por el gran salón vacío ensayando un discursito improvisado. Los privilegiados mendigos de Saint-Thomas-d’Aquin daban caza a dos o tres intrigantes venidos de no se sabe dónde que pretendían disputarles las ganancias. Y monsieur Henri Steimbourg, que desde hacía media hora mordía nerviosamente un cigarro en el fumador de su padre, se extrañaba de que su querido Alfred no hubiese acudido aún a la cita.

Perdió finalmente la paciencia, corrió a la Rue de Verneuil y encontró a su futuro cuñado hundido entre la desesperación y las lágrimas. ¿Qué podía decir para consolarle ante tamaña desgracia? Paseó largo tiempo en derredor repitiendo las palabras Santo Dios. Le hizo referir dos veces el fatal acontecimiento y sembró la conversación de sentencias filosóficas.

¡Y el maldito cirujano que no venía! Le habían mandado aviso de urgencia, a su casa, al hospital, a todas partes. Finalmente, llegó y comprendió a simple vista que Romagné había muerto.

—Me lo temía —exclamó el notario redoblando su llanto—. ¡Esa bestia despreciable de Romagné!

Ésa fue la oración fúnebre del desdichado auvernés.

—Y ahora, doctor, ¿qué podemos hacer?

—Buscar a un nuevo Romagné y reiniciar la operación. Pero ya ha conocido los inconvenientes de este sistema; creo que será mejor que recurramos al método indio.

—¿La piel de la frente? ¡Jamás! Más me vale una nariz de plata.

—Hoy se hacen bien elegantes —dijo el doctor.

—Resta saber si mademoiselle Steimbourg consentirá en desposar a un inválido con la nariz de plata. Henri, mi bien amado, ¿qué le parece a usted?

Henri Steimbourg agachó la cabeza y no respondió nada. Fue a llevar la noticia a su familia y recibir órdenes de mademoiselle Irma. La gentil muchacha tuvo un acceso de heroísmo al conocer la desgracia de su prometido.

—¿Pensabas acaso —exclamó ella— que lo desposaba por su cara bonita? En tal caso hubiese tomado a mi primo Rodrigue, el maître des requêtes[54], que aunque menos rico, es mucho más guapo. He dado mi mano a monsieur L’Ambert porque es un hombre galante, admirablemente posicionado en la sociedad, por su carácter, por su ingenio, por su sastre, su mansión, sus caballos…; todo en él me agrada y me encanta. Además, ya estoy arreglada, y si no me caso, pondría en peligro mi reputación. ¡Corramos a su casa, madre mía! ¡Lo aceptaré tal cual es!

Pero cuando se encontró en presencia del mutilado, su admirable entusiasmo cejó. Se desvaneció; y cuando logró recobrar el conocimiento, fue para romper en lágrimas. En medio de sus sollozos, se oyó un grito que parecía surgir de lo más profundo de su alma:

—¡Oh, Rodrigue! —decía—. ¡Qué injusta he sido contigo!

L’Ambert permaneció soltero. Se hizo fabricar una nariz de plata esmaltada y cedió el bufete a su pasante. Compró una casita de modesta apariencia cerca de los Inválidos. Algunos amigos, buenos vividores, alegraron su retiro. Formó una selecta bodega y se consoló como pudo. Para él eran las más refinadas botellas del Château-Yquen y las mejores añadas de los viñedos Vougeot. A veces decía entre bromas:

—Poseo un privilegio sobre todos los demás hombres: ¡puedo beber a discreción sin que enrojezca mi nariz!

En la actualidad, L’Ambert permanece fiel a sus ideales políticos. Lee buenos periódicos y hace votos por el éxito de Chiavone[55], aunque no le envía dinero. El placer de amontonar escudos le proporciona una dulce embriaguez. Vive entre dos vinos y dos millones.

Una noche de la semana pasada, paseando demoradamente, bastón en mano, por la acera de la Rue Éblé, lanzó un grito de sorpresa. ¡La sombra de Romagné, vestido de pana azul, se alzaba ante él!

¿Pero era verdaderamente una sombra? Las sombras no portan nada, y ésta llevaba un hatillo colgando de un gancho.

—¡Romagné! —gritó el notario.

El otro, levantando la mirada, respondió con su voz grave y tranquila:

—¡Buenach nochech, monchieur L’Ambert!

—¡Hablas, luego vives!

—Claro que vivo.

—¡Miserable!… Pero entonces ¿qué le has hecho a mi nariz?

Y mientras así hablaba, lo agarraba del cuello y lo sacudía bruscamente.

El auvernés se soltó no sin esfuerzo y le dijo:

—¡Déjeme uchted tranquilo, caray, que no puedo defenderme! ¿No ve que choy manco? Cuando me chuprimió la penchión, entré en el taller de un mecánico ¡y me corté el brazo con un engranaje!

FIN

Autor

Edmond François Valentin About

EDMOND FRANÇOIS VALENTIN ABOUT (1828-1885): Nació en Dieuze, en el departamento de Mosela, en la región de Lorena, el 14 de febrero de 1828. Tras pasar sin gloria por el seminario local (del que sería expulsado), cursó brillantes estudios en París, primero en el Liceo Carlomagno y más tarde en la Escuela Normal Superior, establecimiento éste que compartió con otras destacadas figuras de las artes y las letras del siglo. Una beca le llevó a Grecia como pensionado de la Escuela de Atenas; corría el año 1851. No encontró interés, sin embargo, en el estudio de la arqueología (al que estaba orientado el centro), y tras un tiempo, marchó a Roma. A su regreso a París, ya en 1853, abandonó decididamente la carrera de la enseñanza a la que estaba abocado y se decantó por las letras. Como periodista colaboró ya fuera con artículos de opinión, crónicas de sociedad, críticas de arte, seriales novelísticos, o incluso como corresponsal de guerra en diversas publicaciones de prestigio: Le Figaro, Le Moniteur, Le Soir, Le Constitutionnel, Le Gaulois, L’Opinion nationale o Le XIXe siècle (rotativo radical del que sería fundador y editor). Lo intentó asimismo con el teatro, si bien tras algunos tropiezos refrenó esta ambición. Mordaz, burlón, descreído, polémico e iconoclasta no en vano sería conocido con el sobrenombre de Petit Voltaire, escribió ensayo y crítica artística, obteniendo igual número de logros que de querellas. Entre su producción destaca: La Grecia contemporánea (1854), fruto de la experiencia acumulada durante su soggiorno ateniense; La cuestión romana (1859), despiadada invectiva contra el poder temporal de la Iglesia; Alsacia (1872), en la que se refirió a la cuestión de la unificación alemana (escrita tras ser encarcelado durante un viaje por la región acusado de ultraje al Emperador); o sus muy diversas relaciones de los Salones y Exposiciones del bullente París de las Artes. En cualquier caso, fue en el campo de la narrativa donde cosechó sus mayores éxitos. De entre su prolífica obra conviene referir: Tolla (1855), considerada la mejor de sus novelas, y que ejerció una notable influencia sobre el escritor Henry James; El rey de las montañas (1857), burlesco acercamiento al mito romántico del pallikare, el héroe guerrillero griego; El hombre de la oreja rota (1872), sorprendente pieza de protociencia-ficción en la que fantaseó con la criopreservación humana; La nariz de un notario (1872), objeto de la presente edición; o Historia de un hombre honesto (1880), cautivadora estampa de la virtud burguesa durante los días revolucionarios. El éxito de estas obras y un estilo limpio, conciso e incisivo le valieron toda suerte de distinciones: caballero de la Legión de Honor, presidente de la Société des Gens de Lettres (1877-1880 y 1881-1884) y miembro electo de la Academia Francesa (1884). Murió el 17 de enero de 1885, cuando sólo contaba 57 años. Sus restos reposan en el cementerio de Père-Lachaise.

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