La nariz de un notario – Edmond About

—¡Que venga! —exclamó M. L’Ambert—. ¿Y por qué no está ya aquí? ¿Cree acaso que estoy hecho para esperar?

Y se echó a llorar nuevamente. ¡Llorar en presencia de los criados! ¿Puede una simple estocada modificar hasta tal punto el comportamiento de un hombre? A buen seguro, el arma de Ayvaz, al cortar el conducto nasal, había dejado abierto el saco lagrimal.

L’Ambert enjugó sus lágrimas para leer el grueso volumen en doceava que le habían traído de urgencia de parte de monsieur Steimbourg. Era el Chirurgie opératoire de Ringuet[30], excelente manual enriquecido con cerca de trescientos grabados. Monsieur Steimbourg lo había comprado camino de la Bolsa y se lo había enviado a su amigo con el inequívoco fin de tranquilizarlo. Pero el efecto que produjo su lectura fue muy distinto del que cabría esperar. Cuando hubo hojeado las primeras doscientas páginas, cuando vio desfilar ante sus ojos la impresionante serie de ligaduras, amputaciones, extirpaciones y cauterizaciones, dejó caer el libro, se echó en una silla y cerró los ojos. Cerró los ojos y siguió viendo incisiones en la dermis, músculos separados con pinzas, miembros seccionados a golpe de escalpelo, huesos aserrados por manos de cirujanos invisibles. Los rostros de los pacientes, tal y como se veían en los grabados anatómicos, le parecían tranquilos, estoicos, indiferentes al dolor, y se preguntaba si tales dosis de valor podían encontrar alguna vez acomodo en el alma humana. Evocaba especialmente al pequeño cirujano de la página 89, todo vestido de negro, recubierto con una levita con cuello de terciopelo; un prodigioso ser de semblante serio, cabeza redonda y frente despejada, y con un aspecto ciertamente vigoroso, que aserraba cuidadosamente los huesos de la pierna de un paciente ¡vivo!

—¡Monstruo! —exclamó monsieur L’Ambert.

Y en aquel mismo instante vio entrar al monstruo en persona, que se anunció como el doctor Bernier.

El notario reculó hasta el rincón más oscuro de la habitación, abriendo despavorido los ojos y extendiendo los brazos hacia adelante, como para rechazar a un enemigo. Y como si de una novela de Xavier de Montépin[31] se tratase, murmuró con voz ahogada y dientes castañeantes:

—¡Él!, ¡él!, ¡él!

—Caballero —dijo el doctor—, lamento haberle hecho esperar y le suplico que se calme. Ya he sabido del accidente que acaba de sufrir y no creo que el mal sea irremediable. Pero nada podré hacer por usted si me tiene miedo.

Miedo es una palabra que desagrada al oído francés. Monsieur L’Ambert se enderezó, avanzó con decisión hacia el doctor y le dijo con una risita que resultaba demasiado nerviosa para ser natural:

—¡Por Dios, doctor, debe de estar bromeando! ¿Parezco acaso un hombre con miedo? Si fuese un cobarde, no me habría hecho mutilar esta mañana de una manera tan extraña. Mientras le esperaba, hojeaba un libro de cirugía. Y acababa de ver una figura que se parece a usted. Y cuando ha entrado, ha sido como si viese un fantasma. Añada a esto las emociones de la mañana, tal vez incluso algún ligero acceso de fiebre, y podrá perdonar lo que de extraño ha tenido mi conducta.

—¡Por supuesto! —dijo monsieur Bernier recogiendo el libro del suelo—. ¡Ah, leía usted a Ringuet! Es muy amigo mío. Recuerdo, en efecto, que me hizo grabar al natural, a partir de un croquis de Léveillé[32]. Pero no se quede en pie, se lo ruego.

El notario se calmó un poco y le refirió los acontecimientos de la jornada, sin olvidar el incidente del gato, que le hizo, por así decirlo, perder la nariz por segunda vez.

—Es una lástima —observó el cirujano—, pero al cabo de un mes podremos remediarlo. Dado que posee el librito de Ringuet, ¿tendrá seguramente algunas nociones de cirugía?

Monsieur L’Ambert confesó que aún no había llegado a ese capítulo.

—Pues bien —repuso monsieur Bernier—, voy a resumírselo en cuatro palabras. La rinoplastia es el arte de rehacer las narices de los imprudentes que la perdieron.

—¿Es cierto, doctor?… ¿Es posible el milagro?… ¿La cirugía ha encontrado un método para…?

—Ha encontrado tres. Pero descarto el francés, que no es un método aplicable al caso presente. Si la pérdida de sustancia fuese menos considerable, podría despegar los bordes de la herida, avivarlos, ponerlos en contacto y unirlos como en un principio. Pero no pensemos en esto.

—Y yo que me alegro —le contestó el notario—. No puede imaginar, doctor, hasta qué punto eso de heridas despegadas y avivadas me crispa los nervios. ¡Pasemos a métodos más amables, se lo ruego!

—La cirugía raramente procede con amabilidad; pero, en fin, a su elección queda decidir entre el método indio[33] y el italiano[34]. El primero consiste en cortar de la frente una especie de triángulo invertido de piel que servirá de materia a la nueva nariz. Se despega el trozo por completo, salvo el pedúnculo inferior, que ha de permanecer adherido; se retuerce sobre este vértice, a fin de que la epidermis quede expuesta; y finalmente, se cosen sus bordes a los de la herida. En pocas palabras, puedo hacerle una nariz bastante presentable a expensas de su frente. El éxito de la operación es casi absoluto; ahora bien, conservará en la frente una enorme cicatriz.

—No quiero cicatrices, doctor, no las quiero a ningún precio. E incluso iría más lejos (y perdone esta debilidad): no deseo operación alguna. Ya la he sufrido hoy de manos de ese maldito turco, y no deseo ninguna otra. Su simple recuerdo me hiela la sangre. Tengo tanto valor como cualquier otro hombre del mundo, pero también tengo nervios. No le temo a la muerte, pero el sufrimiento me aterra. Máteme si quiere, pero por Dios, ¡no me corte más!

—Caballero —replicó el doctor con cierta ironía—, si siente esta aversión contra las operaciones, debería haber llamado a un homeópata y no a un cirujano.

—No se burle de mí, doctor. No he sido capaz de controlarme ante la idea de una operación india. Los indios son unos salvajes, y su cirugía es digna de ellos. ¿No ha mencionado asimismo un método italiano? No me gustan políticamente los italianos. Son un pueblo ingrato, que ha mostrado la más pérfida conducta ante sus legítimos dueños; pero en cuestiones científicas, no tengo un concepto demasiado malo de estos sinvergüenzas.

—Que así sea —respondió el doctor—. Nos decantaremos, pues, por el método italiano. A veces da buenos resultados, pero exige una paciencia y una inmovilidad de la que quizá usted no sea capaz.

—Si sólo requiere paciencia e inmovilidad, respondo de mí.

—¿Será usted capaz de mantenerse treinta días en una posición extremadamente incómoda?

—Sí.

—¿Con la nariz cosida al brazo izquierdo?

—Sí.

—En ese caso, le cortaré del brazo un jirón de piel triangular de quince a dieciséis centímetros de altura y diez u once de anchura. Yo…

—¿Que me cortará a mí…?

—Sin duda.

—¡Pero eso es horrible, doctor! ¡Despellejarme vivo! ¡Sacarme la piel a tiras! ¡Eso es bárbaro, es medieval, algo digno de Shylock, el judío de Venecia[35]!

—La herida del brazo es lo de menos. Lo difícil es estar cosido a uno mismo durante treinta días.

—Y yo lo único que temo es el filo del escalpelo. Cuando uno ha sentido el frío acero penetrar en la carne viva, mi querido doctor, ya tiene suficiente para el resto de sus días. Una y no más.

—Siendo así, caballero, no tengo nada que hacer aquí; y usted se quedará sin nariz para toda la vida.

Esta especie de condenación sumió al pobre notario en una profunda consternación. Mesó sus hermosos cabellos rubios y se revolvió como un loco por la habitación.

—¡Mutilado! —dijo entre sollozos—. ¡Mutilado para siempre! ¡Y nada puede remediar mi destino! ¡Si hubiese alguna droga, algún preparado misterioso cuya virtud fuera devolver la nariz a quien la ha perdido, lo compraría a peso de oro! ¡Lo enviaría a buscar al fin del mundo! ¡Fletaría un buque si fuese necesario! ¡Pero nada! ¿De qué me sirve ser rico? ¿De qué sirve que usted sea un practicante ilustre, si toda su habilidad y todos mis sacrificios desembocan en esta estúpida nada? ¡Riqueza, ciencia, palabras vacías!

Monsieur Bernier respondía de vez en cuando con imperturbable calma:

—Déjeme cortarle un trozo de piel del brazo y yo le reconstruiré la nariz.

Por un instante, monsieur L’Ambert pareció decidido. Se quitó el abrigo y se levantó la manga de su camisa, pero cuando vio el botiquín abierto, cuando el acero pulido de treinta instrumentos de tortura centelleó ante sus ojos, palideció, perdió las fuerzas y cayó como desmayado sobre una silla. Algunas gotas de agua avinagrada le devolvieron el sentido, mas no la resolución.

—No pensemos más en esto —dijo recomponiéndose—. Nuestra generación posee toda clase de valor, pero es débil ante el dolor. Es culpa de nuestros padres que nos han criado entre algodones.

Pocos minutos después, aquel joven, imbuido de los más religiosos principios, rompió a blasfemar contra la Providencia.

—En realidad —exclamó—, el mundo es una gran jaula de grillos, ¡felicitemos por ello al Creador! Tengo doscientos mil francos de renta y me quedaré tan chato como una calavera; mientras mi portero, que no tiene más de diez escudos, tendrá la nariz del Apolo Belvedere[36]. ¡La Suprema Sabiduría, que tantas cosas ha previsto, no previó que un turco llegaría a cortarme la nariz por saludar a mademoiselle Victorine Tompain! Hay tres millones de mendigos en Francia, todos los cuales no valen ni diez sueldos, ¡y yo no puedo adquirir a peso de oro la nariz de uno de estos miserables!… Aunque de hecho, ¿por qué no?

Un rayo de esperanza iluminó su rostro; y continuó con tono más suave:

—Mi viejo tío de Poitiers, ya en sus postrimerías, se hizo inyectar cien gramos de sangre bretona en la vena mediana cefálica; uno de sus fieles servidores pagó el coste de aquella experiencia. Mi hermosa tía de Giromagny, en los tiempos en que todavía era bella, hizo que le arrancaran un incisivo a su más bonita doncella para reemplazar el diente que acababa de perder. El esqueje agarró bien y no costó más de tres luises. Doctor, usted ha dicho que, de no ser por la perversidad de ese maldito gato, hubiera podido coserme la nariz mientras aún estaba caliente. ¿Me lo ha dicho, sí o no?

—Sin duda, y lo repito.

—Y si comprase la nariz de algún pobre diablo, ¿también podría colocármela en medio de la cara?

—Podría…

—¡Bravo!

—Pero no me prestaría a hacerlo, y tampoco ninguno de mis colegas.

—¿Y por qué, si puede saberse?

—Porque mutilar a un hombre sano es un crimen, por muy estúpido que sea el paciente o muy hambriento que se halle para consentirlo.

—En realidad, doctor, confunde mis nociones sobre lo que es justo e injusto. Cuando fui llamado a filas, me hice reemplazar, a cambio de un centenar de luises, por un alsaciano de pelo castaño quemado. A mi hombre (pues ciertamente era mío), una bala de cañón lo decapitó el 30 de abril de 1849. Y como la bala en cuestión me estaba irrefutablemente destinada, puedo decir que el alsaciano me vendió su cabeza y toda su persona por un centenar de luises, o tal vez por ciento cuarenta. El Estado no solamente lo toleró, sino que aprobó esta permuta. Y usted tampoco tendrá nada que decir; es muy probable que haya comprado a ese mismo precio a un hombre entero que se hiciese matar por usted. ¡Y porque ofrezco darle el doble al primer canalla que se presente, y sólo por la punta de su nariz, usted grita escandalizado!

El doctor se detuvo un momento a meditar una respuesta lógica. Y como no la encontrase, le dijo a maese L’Ambert:

—Si bien mi conciencia no me permite desfigurar a otro hombre para su provecho, creo que sí podría, sin sombra de culpa, extraer del brazo de cualquier desgraciado los pocos centímetros cuadrados de piel que le hacen falta.

—¡Bien, mi querido doctor! ¡Tómelos de donde quiera, con tal de que repare este estúpido accidente! Encontremos inmediatamente a un hombre de buena voluntad, ¡y que viva el método italiano!

Autore(a)s: