La nariz de un notario – Edmond About

Ayvaz estuvo limpio antes que tranquilo. Y le contó encolerizado la aventura a su amigo. El negro, que era el tercero en discordia, se ofreció inmediatamente a tomar su puñal e ir a matar a L’Ambert. Ahmed-Bey le agradeció sus buenas intenciones y lo sacó a puntapiés de la estancia.

—¿Y qué haremos ahora? —le dijo al bueno de Ayvaz.

—Es muy sencillo —respondió el otro—. Mañana por la mañana le cortaré la nariz. La Ley del Talión está escrita en el Corán: «Ojo por ojo, diente por diente, nariz por nariz».

Ahmed le advirtió que el Corán era sin duda un buen libro, pero que estaba algo anticuado; que los principios del honor habían cambiado desde los tiempos de Mahoma; y que por otra parte, aun suponiendo que aplicara la ley al pie de la letra, Ayvaz se vería limitado a devolver un puñetazo a monsieur L’Ambert.

—¿Con qué derecho le cortarías la nariz cuando él no te ha cortado la tuya?

¿Pero quién puede hacer entrar en razón a un joven al que han aplastado la nariz en presencia de su amante? Ayvaz quería sangre, y Ahmed debió prometérsela.

—De acuerdo —le dijo—. Representamos a nuestro país en el extranjero, y no debemos recibir afrenta alguna sin dar muestra de valor. ¿Pero podrás batirte en un duelo con monsieur L’Ambert según los usos de este país? Tú jamás has manejado una espada.

—¿Qué puedo hacer yo con una espada? Quiero cortarle la nariz, te digo, ¡y una espada no serviría de nada para lo que quiero!…

—Si al menos tuvieses una cierta habilidad con la pistola…

—¿Estás loco? ¿Qué haría yo con una pistola para cortar la nariz de ese insolente? Yo… Sí, ¡está decidido! Ve a buscarlo y arréglalo todo para mañana. ¡Nos batiremos con sable!

—Pero desgraciado, ¿qué harás con un sable? No dudo del valor de tu corazón, pero debo decirte, sin ánimo de ofender, que no tienes la destreza de Pons[12].

—¡Y qué importa! Levántate y ve a decirle que ponga su nariz a mi disposición mañana por la mañana.

El prudente Ahmed comprendió que sería inútil razonar, y un error aplicar cualquier lógica. ¿A qué predicar a un sordo que se aferraba a una idea como el papa a lo temporal? Así que se vistió, tomó consigo al trujamán de la embajada, Osmán-Bey, que acababa de volver del Cercle Impérial[13], y se hizo conducir a la residencia de maese L’Ambert. La hora no podía ser más inoportuna, pero Ayvaz no quería perder un solo momento.

El dios de las batallas tampoco lo quería; o, al menos, todo induce a pensar así. En el instante en que el primer secretario se aprestaba a llamar a casa de maese L’Ambert, se topó con el enemigo en persona, que retornaba a pie charlando con sus dos testigos.

Al ver los bonetes rojos, L’Ambert comprendió, saludó y tomó la palabra con una cierta altanería no exenta de gracia.

—Caballeros —dijo a los recién llegados—, como soy el único ocupante de esta mansión, tengo razones para creer que se debe a mí el honor de su visita. Soy monsieur L’Ambert; permítanme invitarles a entrar.

Llamó, empujó la puerta, cruzó el patio con sus cuatro visitantes nocturnos y los condujo a su despacho. Una vez allí, los dos turcos dieron sus nombres, el notario presentó a sus amigos y dejó a las partes en liza.

En nuestro país, un duelo no puede tener lugar sin la voluntad, o cuando menos el consentimiento, de seis personas. Sin embargo, allí había cinco que no lo deseaban en absoluto. Maese L’Ambert era valiente, pero no ignoraba que un escándalo de este tipo, a propósito de una joven bailarina de la Ópera, podía comprometer gravemente el prestigio de su bufete. El marqués de Villemaurin, viejo refinado y muy competente en cuestiones de honor, dijo que el duelo es un acto noble, en el que todo debe ser extremadamente correcto de principio a fin. No obstante, un puñetazo en la nariz por una tal mademoiselle Tompain era el más ridículo comienzo para un lance que cabía imaginar. Por otra parte, afirmó por su honor que monsieur L’Ambert no había visto a Ayvaz-Bey y que no había querido golpear ni a éste ni a nadie. Monsieur L’Ambert había creído reconocer a dos señoras y se había acercado con demasiada presteza a saludarlas. Al llevarse la mano al sombrero, había golpeado violentamente, pero sin intención alguna, a una persona que llegaba en sentido contrario. Se trataba pues de un mero accidente, o de una torpeza en el peor de los casos; y nadie rinde cuentas por un accidente o por una torpeza. El rango y la educación de maese L’Ambert no permitían a nadie suponerle capaz de dar un puñetazo a Ayvaz-Bey. Su bien conocida miopía y la semioscuridad del pasaje habían causado todo el mal. Por último, monsieur L’Ambert, siguiendo el consejo de sus testigos, estaba dispuesto a declarar ante Ayvaz-Bey que se lamentaba de haberle golpeado por accidente.

Este razonamiento, tan justo de por sí, acrecentaba la autoridad del orador. Monsieur Villemaurin era uno de esos caballeros a los que la muerte parecía haber olvidado para recordar a nuestros tiempos degenerados los usos de las edades históricas. Y aunque su partida de nacimiento no le concedía más de setenta y nueve años, por las costumbres de su cuerpo y de su alma parecía pertenecer al siglo XVI. Pensaba, hablaba y obraba como un hombre que hubiese servido en los ejércitos de la Liga[14] y puesto en apuros a las huestes del Vizconde de Bearne[15]. Monárquico convencido y católico austero, ponía en sus odios y afectos una pasión que todo lo exageraba. Su valor, su lealtad, su rectitud e incluso un cierto grado de locura caballeresca, le granjeaban la admiración de la inestable juventud actual. Nada le causaba risa, no aceptaba las bromas y le ofendían las ocurrencias como si de una falta de respeto se tratase. Era el menos tolerante, el menos amable y el más honorable de todos los ancianos. Había acompañado a Carlos X a Escocia tras las jornadas de julio[16]; pero se alejó de Holyrood[17] al cabo de quince días de estancia, escandalizado de ver que la corte de Francia no se tomaba muy en serio su desgracia. Solicitó entonces la dimisión y se cortó para siempre sus bigotes, que conservó en una especie de joyero con la siguiente inscripción: Mes moustaches de la Garde Royale. Sus subordinados, oficiales y soldados le tenían en gran estima y en gran terror. Se decía en secreto que este hombre inflexible había metido en el calabozo a su único hijo, joven soldado de veintidós años de edad, por un acto de insubordinación. El muchacho, digno hijo de su padre, se negó obstinadamente a ceder, cayó enfermo en el calabozo y murió. Este Bruto lloró a su hijo y le erigió una tumba decente, que visitaba con regularidad dos veces por semana, sin olvidar este deber en ningún momento y a ninguna edad; pero no se inclinó bajo el peso de los remordimientos. Caminaba recto, con una cierta rigidez; ni la edad ni el dolor habían conseguido doblar sus anchas espaldas.

Era un hombrecillo achaparrado, vigoroso, fiel a todos los ejercicios de su juventud, que confiaba más en el juego de pelota que en la medicina para conservar su lozana salud. A los setenta años se había casado en segundas nupcias con una joven noble y pobre. Le había dado dos hijos, y no perdía la esperanza de ser abuelo en un futuro próximo. El amor a la vida, tan poderoso en los ancianos de esta edad, no le preocupaba demasiado, aunque estaba encantado aquí abajo. A los setenta y dos años había tenido su último lance con un guapo coronel de cinco pies y seis pulgadas de altura[18]: asuntos políticos, según unos, y celos conyugales, según otros. Cuando un hombre de su rango y su carácter tomaba partido por monsieur L’Ambert, cuando declaraba que un duelo entre éste y Ayvaz-Bey sería inútil, comprometedor y burgués, la paz parecía de antemano firmada.

Tal fue la opinión de monsieur Henri Steimbourg, que no era ni lo bastante joven, ni lo bastante curioso como para desear a cualquier precio el espectáculo de un duelo; y los dos turcos, hombres de sentido común, aceptaron en el acto la reparación que se les ofrecía. No obstante, pidieron consultar con Ayvaz; y entretanto corrían a la embajada, la otra parte aguardaba en pie. Eran las cuatro de la mañana, pero el marqués carecía de la suficiente tranquilidad de ánimo para dormir; necesitaba dejarlo todo arreglado antes de irse a la cama.

Sin embargo, el terrible Ayvaz, al escuchar las primeras palabras de conciliación de sus amigos, sufrió un acceso de cólera turca.

—¿Estoy acaso loco? —exclamó blandiendo el chibuquí de jazmín que le había hecho compañía—. ¿Pretendéis persuadirme de que fui yo quien golpeó el puño de L’Ambert con la nariz? Él fue quien me agredió, y la prueba es que se ofrece a presentar sus excusas. ¿Pero a qué tantas palabras cuando hay sangre derramada? ¿Puedo acaso olvidar que Victorine y su madre han sido testigos de mi vergüenza?… ¡Oh, amigos míos, no me queda más remedio que morir si no corto la nariz de quien me ha agraviado!

De buen o mal grado, hubo que reanudar las negociaciones sobre esta base un poco ridícula. Ahmed y el trujamán tenían el espíritu lo suficientemente razonable para culpar a su amigo, pero un corazón demasiado caballeresco para abandonarlo en mitad del camino. Si el embajador Hamza-Pachá se hubiese encontrado en París, habría zanjado el asunto con un simple golpe de autoridad. Desgraciadamente, acaparaba las embajadas de Francia e Inglaterra, y a la sazón se encontraba en Londres. Los testigos del bueno de Ayvaz estuvieron yendo y viniendo de la Rue de Granelle a la de Verneuil hasta las siete de la mañana, sin lograr que avanzaran significativamente las cosas. A esa hora, L’Ambert perdió la paciencia y les dijo a sus testigos:

—¡Este turco empieza ya a aburrirme! ¡No le basta con haberme soplado a la pequeña Tompain, sino que también se complace en hacerme pasar la noche en blanco! ¡Pues bien, marchemos! No vaya a pensar que tengo miedo de medirme con él. Pero vayamos rápido, por favor, e intentemos zanjar el asunto esta mañana. En diez minutos, estará enganchado el carruaje y nos dirigiremos a dos leguas de París. Batiré a mi turco en un abrir y cerrar de ojos, y antes de que los periódicos sensacionalistas sepan de nuestra historia, estaré de vuelta en mi despacho.

El marqués todavía intentó una o dos objeciones, pero acabó por confesar que monsieur L’Ambert estaba obligado a actuar. La insistencia de Ayvaz-Bey era de muy mal gusto y merecía una severa lección. Nadie dudaba que el belicoso notario, tan ventajosamente conocido en todos los salones de armas, fuera la persona elegida por el Destino para enseñar a aquel osmanlí la cortesía francesa.

—Mi querido amigo —decía el anciano Villemaurin palmeando el hombro de su representado—, nuestra situación es excelente, pues la justicia está de nuestro lado. ¡El resto, sea la voluntad de Dios! El resultado no se presenta incierto: usted tiene el corazón fuerte y la mano rápida. Recuerde únicamente que no debe arremeter a fondo; porque el duelo se ha hecho para corregir a los necios, no para destruirlos. Nadie, salvo un torpe, mataría a su contrincante so pretexto de enseñarle a vivir.

La elección de armas correspondía por derecho al buen Ayvaz; pero el notario y sus testigos torcieron el gesto al saber que había elegido el sable.

—Es el arma de los soldados —dijo el marqués—, o la de los burgueses que no quieren batirse. Que sea el sable pues, si insiste.

Los testigos de Ayvaz-Bey se mostraron de acuerdo. Se buscaron dos sables o alfanjes en los cuarteles del Quai d’Orsay, y quedaron citados a las diez de la mañana en la pequeña aldea de Parthenay, en el antiguo camino de Sceaux. Eran las ocho y media.

Todos los parisinos conocen esta bonita agrupación de doscientas casas cuyos habitantes son más ricos, más limpios y más instruidos que el común de los aldeanos. Cultivan la tierra como jardineros, no como campesinos, y cada primavera, los campos comunales de su término parecen un pequeño paraíso terrenal. Un campo de fresas en flor se extiende, cual manto argentado, entre un campo de grosellas y otro de frambuesas. El conjunto de las tierras exhala el perfume acre de la grosella negra, tan agradable al olfato de los conserjes. París adquiere la cosecha de Parthenay a peso de oro, y los bravos campesinos, a quienes veis caminando a paso lento con una regadera en cada mano, no son sino pequeños capitalistas.

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