La nariz de un notario – Edmond About

La pequeña duquesa de Biétry, joven, bonita y abandonada, tuvo la debilidad de reprochar a su marido los hábitos operísticos que éste había adoptado:

—¿No te da vergüenza —le dijo ella— dejarme abandonada en un palco con todos tus amigos para correr a Dios sabe dónde?

Madame —respondió él—, cuando uno espera obtener una embajada, ¿no debería estudiar política?

—De acuerdo, pero creo que hay mejores escuelas en París.

—Ninguna. Aprende, mi querida niña, que la danza y la política son gemelas. Tratar de agradar, cortejar al público, mantener la vista en el director de orquesta, componer el semblante, cambiar a cada instante de vestido y de color, saltar de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, girar rápidamente y volver a caer sobre los pies, sonreír con los ojos llenos de lágrimas, ¿acaso no es, en pocas palabras, el programa de la danza y la política?

La duquesa sonrió, perdonó y tomó un amante.

Los grandes señores como el duque de Biétry, los hombres de Estado como el barón de F***, los grandes millonarios como el pequeño señor St***, y los simples notarios como el héroe de nuestra historia se codeaban, sin orden ni concierto, en el hogar de la danza y entre los bastidores del teatro. Y eran todos iguales ante la ignorancia y la naïveté de las ochenta pequeñas ingenuas que componen el cuerpo de baile. Se les conoce como señores abonados; se les sonríe gratuitamente; se cuchichea con ellos en los rincones; se les aceptan sus bombones —e incluso sus diamantes— como cumplidos sin consecuencias que en nada comprometen a quienes los reciben. La gente imagina sin razón que la Ópera es un mercado de placer fácil y una escuela de libertinaje. Pero hay mayor número de virtudes que en cualquier otro teatro de París. ¿Y por qué? Porque allí la virtud es más cara que en cualquier otro lugar.

¿No es al punto interesante estudiar de cerca a esta multitud reducida de muchachas, casi todas de muy baja extracción, a quienes el talento o la belleza pueden elevar, en apenas un instante, a lo más alto? Muchachitas, en su mayoría, de catorce a dieciséis años, alimentadas con pan seco y manzanas verdes en buhardillas de obreros o garitas de conserjes, que llegan al teatro con vestidos de tartán y zapatos usados y corren furtivamente a cambiarse. Que un cuarto de hora después bajan al foyer radiantes, deslumbrantes, cubiertas de sedas, gasas y flores, todo a costa del Estado, y más brillantes que los ángeles, las hadas y las huríes de nuestros sueños. Ministros y príncipes besan sus manos y blanquean sus trajes negros con el albayalde de sus brazos desnudos. Les recitan al oído madrigales viejos y nuevos, que ellas sólo comprenden a veces. Algunas tienen talento natural y saben conversar. A ésas, se las llevan.

Un timbrazo llama a las hadas al teatro; la masa de los abonados las sigue hasta la entrada al escenario, las retiene y acapara entre bastidores. Virtuosos abonados que desafían la caída de los decorados, las manchas de aceite de los quinqués y los más diversos miasmas por el placer de escuchar a una vocecita ligeramente ronca murmurar estas encantadoras palabras:

—¡Por dios! ¡Cómo me duelen los pies!

Se levanta el telón y las ochenta reinas de una hora se recrean alegremente bajo la mirada de un público encendido. No hay una que no vea o no crea ver en la sala dos, tres o hasta diez adoradores conocidos o desconocidos. ¡Qué fiesta para ellas hasta que cae el telón! Se saben hermosas, ricamente ataviadas, observadas, admiradas, y no han de temer ni críticas ni abucheos.

Llega la medianoche y todo cambia como en los cuentos de hadas. Cenicienta vuelve a subir con su madre o su hermana mayor las baratas cumbres de Batignolles o Montmartre. ¡La pobre niña cojea un poquito! Y se salpica las medias grises. La buena y juiciosa madre de familia, que ha depositado sus esperanzas en las manos de esta niña, le repite, durante el camino, unas pocas lecciones de sabiduría:

—Marcha siempre recta por el camino de la vida, hija mía, ¡y nunca te permitas a ti misma caer! Pero si el destino quiere que tal desgracia te alcance, ¡cuida al menos de hacerlo sobre un lecho de palisandro!

No siempre se siguen estos consejos de la experiencia. A veces habla el corazón. Hemos visto a bailarinas casarse con bailarines. Hemos visto a niñas, hermosas como una Venus Anadiómena[11], rechazar cien mil francos en joyas por llevar al altar a un empleado de dos mil. Otras dejan al azar el cuidado de su porvenir y son el desespero de sus familias. Una decide esperar al 10 de abril para disponer de su corazón, porque se ha jurado permanecer casta hasta los diecisiete años. Otra encuentra un protector de su agrado y no se atreve a decírselo: teme la venganza de un consejero referendario que ha jurado matarla y a continuación suicidarse si ama a algún otro. Él bromeaba, como ya podéis imaginar; pero en este pequeño mundo se toman muy en serio las palabras. ¡Qué ingenuas son y cuán ignorantes de todo! Incluso hemos oído a dos de estas muchachitas de dieciséis años discutir sobre la nobleza de su origen y el rango de sus respectivas familias:

—¡Basta con mirar a esta señorita! —decía la mayor—. ¡Los pendientes de su madre son de plata y los de mi padre son de oro!

Maese Alfred L’Ambert, tras mariposear largo tiempo entre una rubia y una morena, había terminado por enamorarse de una bonita trigueña de ojos azules. Mademoiselle Victorine Tompain era decente, como se es generalmente en la Ópera… hasta que se deja de serlo; bien educada, era por lo demás incapaz de adoptar una decisión importante sin consultar a sus padres. Hacía ya seis meses que se veía perseguida de cerca por el apuesto notario y por Ayvaz-Bey, el grueso turco de veinticinco años al que apodaban el Tranquilo. Uno y otro habían mantenido serias conversaciones con ella a propósito de su futuro. Y a la espera de que uno de los dos rivales se decidiera a hablar de negocios, la respetable madame Tompain había mantenido a su hija en un prudente término medio. El turco era un buen muchacho, honrado, reposado y tímido. No obstante, habló, y fue escuchado.

Todos supieron inmediatamente de este pequeño acontecimiento; todos, excepto maese L’Ambert, que había ido a enterrar a un tío suyo a Poitiers. Cuando regresó a la Ópera, mademoiselle Tompain tenía un brazalete y unos pendientes de brillantes, y un corazón también de brillantes que colgaba de su cuello como una araña de salón. El notario era miope, como ya dijimos al principio. No vio nada de lo que debería de haber visto, ni siquiera las sonrisas pícaras con las que fue recibido a su retorno. Anduvo de un lado a otro, charló y deslumbró como siempre, esperando impaciente la terminación del baile y la salida de las muchachas. Sus planes se habían cumplido: el futuro de mademoiselle Victorine estaba asegurado gracias a su excelente pariente de Poitiers que había muerto en el momento justo.

Lo que en París se denomina Passage de l’Opéra no es sino una red de galerías, así anchas y alumbradas, como estrechas y oscuras, de muy diversos niveles, que unen el Boulevard des Italiens con la Rue Lepeletier, la Rue Drouot y la Rue Rossini. Un largo corredor, en su mayor parte descubierto, se extiende desde la Rue Drouot a la Rue Lepeletier, perpendicular a la Galerie du Baromètre y a la de l’Horloge. En su parte inferior, a un par de pasos de la Rue Drouot, se abre la puerta falsa del teatro, la entrada nocturna de los artistas. Cada dos días, a medianoche, un torrente de trescientas o cuatrocientas personas fluye tumultuoso ante los ojos del digno papá Monge, el conserje de este paraíso. Tramoyistas, comparsas, figurantes, coristas, bailarines y bailarinas, tenores y sopranos, autores, compositores, administradores y abonados, todos ellos se precipitan en tropel, los unos bajando hacia la Rue Drouot, los otros subiendo por la escalera que conduce, a través de una galería descubierta, a la Rue Lepeletier.

Hacia mitad del pasaje descubierto, en el extremo de la Galerie du Baromètre, se hallaba Alfred L’Ambert fumando un cigarrillo y esperando. Diez pasos más allá, un hombrecillo rechoncho, tocado con un fez escarlata, aspiraba a bocanadas regulares el humo de un cigarro turco más grueso que un meñique. Otros veinte flâneurs con intereses, cada uno por su lado, pateaban inquietos o aguardaban en redor sin preocuparse de su vecino. Los cantantes cruzaban tarareando; los silfos, con cierto aspecto de indigentes, pasaban cojeando; y de minuto en minuto, una sombra femenina, cubierta de negro, gris o marrón, irreconocible a todos los ojos excepto a los del amor, se deslizaba entre las escasas luces de gas.

Las parejas se reúnen, se abordan y se escapan sin despedirse siquiera de la compañía. Pero ¡alto ahí! Un ruido extraño y un alboroto inusual. Pasan ligeras dos sombras, corren dos hombres, se aproximan las puntas ardientes de dos cigarrillos; estruendo de voces y el barullo de una precipitada pelea. Los paseantes se acumulan en un punto, pero a nadie encuentran. Maese Alfred L’Ambert vuelve completamente solo a su carruaje, que aguarda en el bulevar. Se encoge de hombros y lee maquinalmente una tarjeta de visita manchada con una gruesa gota de sangre:

AYVAZ-BEY
SECRETARIO DE LA EMBAJADA OTOMANA
Rue de Granelle Saint-Germain, 100

Escuchad lo que dice entre dientes el apuesto notario de la Rue de Verneuil:

—¡Estúpido asunto! ¡Que me lleve el diablo si sabía que ella le había dado derechos a esa bestia del turco!… Porque eso es lo que es… ¿Y por qué no me habré puesto mis gafas?… Parece que le he dado un puñetazo en la nariz… Sí, su tarjeta está manchada de sangre, y mis guantes también lo están… Y heme aquí, cargando con un turco por una mera torpeza; porque ese chico no tenía la culpa… Después de todo, la pequeña me es completamente indiferente… Si la ha conseguido, ¡pues que se la quede! Dos personas honestas no se degüellan por una mademoiselle Tompain… Es ese maldito puñetazo el que lo ha estropeado todo…

Esto es lo que decía entre dientes, entre sus treinta y dos dientes, más blancos y afilados que los de un lobezno, el apuesto notario. Envió a su cochero a casa y se dirigió a pie, a paso lento, hacia el Cercle des Chemins de Fer. Allí se encontró con dos amigos y les refirió su aventura: el viejo marqués de Villemaurin, antiguo capitán de la Guardia Real, y el joven Henri Steimbourg, agente de cambio, que juzgaron de manera unánime que el puñetazo lo estropeaba todo.

II. La caza del gato

Un filósofo turco ha dicho:

«No hay puñetazos agradables, pero los puñetazos en la nariz son los más desagradables».

Y no sin razón, este mismo pensador añade en el capítulo siguiente:

«Pegar a tu enemigo delante de la mujer a la que ama es pegarle dos veces: ofendes a su cuerpo y a su alma».

Por esta razón, el paciente Ayvaz-Bey rugía de cólera mientras acompañaba a mademoiselle Tompain y a su madre al piso que les hiciera amueblar. Dio las buenas noches en la puerta, saltó a un carruaje cualquiera y se hizo conducir, todavía sangrante, a casa de su colega y amigo Ahmed.

Ahmed dormía bajo el cuidado de un negro fiel. Y si bien está escrito: «No despertarás al amigo que duerme», también lo está: «Despiértalo si hay peligro para él o para ti». Así que despertaron al buen Ahmed. Era éste un espigado turco de treinta y cinco años, flaco y endeble, de grandes piernas arqueadas; hombre excelente, por otra parte, y de buen juicio —que también los hay buenos, digan lo que digan, entre los de allá—. Cuando vio la cara ensangrentada de su amigo, comenzó por hacer traer una enorme palangana de agua fresca, porque está escrito: «No deliberes antes de limpiar tu sangre: tus pensamientos serían confusos e impuros».

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