La nariz de un notario – Edmond About

Comen carne dos veces al día, desprecian la gallina a la cazuela y prefieren el pollo asado. Pagan salario a un maestro y a un médico comunal, construyen sin préstamos un ayuntamiento y una iglesia, y votan al doctor Véron[19], mi espiritual amigo, en las elecciones al Corps Législatif[20]. Sus muchachas son hermosas, si la memoria no me falla. El sabio arqueólogo Cubaudet, archivero de la Subprefectura de Sceaux, asegura que Parthenay fue colonia griega y que tomó su nombre de la palabra parthénos, esto es, virgen o muchacha (ambas una misma cosa entre los pueblos civilizados). Pero esta digresión nos aleja del bueno de Ayvaz.

Llegó el primero a la cita, todavía encolerizado. ¡Con qué arrogancia recorría la plaza de la aldea a la espera de su enemigo! Escondía bajo el abrigo dos formidables yataganes con excelentes hojas de Damasco. ¿Qué digo de Damasco? Dos hojas japonesas, de esas que cortan una barra de hierro con la misma facilidad que un espárrago, siempre y cuando las empuñe un brazo fuerte. Ahmed-Bey y el fiel trujamán seguían a su amigo, dándole los más sabios consejos: atacar cautelosamente, descubrirse lo menos posible, zafarse con un salto; en fin, todas las recomendaciones que se le pueden hacer a un novato que entra en liza sin aprendizaje previo.

—Gracias por vuestros consejos —respondía el obstinado—, pero no necesito de tantas ceremonias para cortar la nariz de un notario.

Pronto vio aparecer al objetivo de su venganza, oculto tras los cristales de unas gafas, sobre la portezuela de un carruaje. Pero monsieur L’Ambert no descendió y se contentó con saludar. El marqués puso un pie en tierra y fue a decir al gran Ahmed-Bey:

—Conozco un terreno excelente a veinte minutos de aquí; tengan ustedes la amabilidad de subir nuevamente al carruaje y seguirnos.

Los contendientes tomaron un camino transversal y se alejaron un kilómetro de las casas.

—Caballeros —dijo el marqués—, podemos ir a pie hasta ese bosquecillo que ven allí abajo. Los cocheros esperarán aquí. Hemos olvidado llevar con nosotros a un cirujano, pero el lacayo que he dejado en Parthenay traerá al médico de la aldea.

El cochero del turco era uno de esos merodeadores parisinos que circulan con matrícula falsa pasada la medianoche. Ayvaz había tomado su coche a la puerta del apartamento de mademoiselle Tompain y lo había mantenido consigo hasta Parthenay. El viejo carretero sonrió maliciosamente cuando vio que le hacían parar en campo abierto y su cliente portaba dos sables bajo el abrigo.

—¡Buena suerte, caballero! —le dijo al valiente Ayvaz—. ¡Oh, pero nada ha de temer! Traigo suerte a mis clientes. Incluso el año pasado llevé en mi coche a uno que había tumbado a su adversario. Me dio veinticinco francos de propina, ¡como os lo cuento!

—Te daré cincuenta —respondió Ayvaz—, si Dios me permite vengarme a mi manera.

Monsieur L’Ambert era un admirable tirador, pero muy conocido en las salones de esgrima de París por no haber tenido jamás la ocasión de batirse. Desde el punto de vista de la liza, era tan novato como Ayvaz-Bey: así pues, aun cuando había vencido en combate a muy diversos maestros y capitanes de los regimientos de caballería, sentía en su interior un sordo trepidar que no era miedo, mas producía análogos efectos. Su conversación durante el viaje había sido brillante; había mostrado ante sus testigos un júbilo sincero, y sin embargo, un poco febril. Había quemado tres o cuatro cigarrillos so pretexto de fumárselos. Cuando todos pusieron los pies en tierra, marchó con paso firme, tal vez demasiado firme. En el fondo de su alma, era presa de un cierto temor, enteramente viril y francés; desconfiaba de su sistema nervioso y temía no parecer lo suficientemente valiente.

Parece que las facultades del alma se multiplican en los momentos críticos de la vida. Y aunque monsieur L’Ambert estaba sin duda ocupado en el pequeño drama que iba a representar, aun así, los objetos más insignificantes del mundo exterior, aquellos que en circunstancias normales jamás le hubiesen interesado, le atraían y retenían su atención con una fuerza irresistible. A sus ojos, la naturaleza parecía iluminada por una nueva luz, más nítida, más penetrante, más cruda que la luz corriente del sol. Su preocupación resaltaba, por así decir, todo aquello que caía bajo su mirada. A la vuelta de un sendero, divisó un gato que caminaba demoradamente por entre dos filas de grosellas, uno de esos gatos que suelen verse en los pueblos: largo, flaco, con el pelo blanco moteado de manchas rojizas; uno de esos animales medio salvajes a los que sus amos alimentan generosamente con todos los ratones que son capaces de atrapar. Éste sin duda debía considerar que la casa del amo no ofrecía ya suficiente caza y buscaba en campo abierto el suplemento a su pitanza. Los ojos de maese L’Ambert, tras errar algún tiempo a su albedrío, se sintieron atraídos y como fascinados por el aspecto de aquel gato. Lo observó con atención, admiró la flexibilidad de sus músculos, el vigoroso perfil de sus mandíbulas y creyó hacer un descubrimiento digno de un naturalista al notar que el gato era una especie de tigre en miniatura.

—¿Qué demonios está mirando? —preguntó el marqués, dándole una palmada en el hombro.

De inmediato volvió en sí y respondió con la mayor desenvoltura:

—Esa bestia sucia me ha distraído. No se imagina, señor marqués, los estragos que esos diablillos pueden causar en una cacería. Se comen más nidadas que perdigones se disparan. ¡Si tuviese aquí una escopeta!…

Y acompañando el gesto a la palabra, apuntó al animal con un dedo. El gato comprendió su intención, dio un salto hacia atrás y desapareció. Doscientos pasos más allá volvió a aparecer. Arreglaba sus bigotes en mitad de un campo de coles y parecía estar esperando a los parisinos.

—¿Nos estás siguiendo? —preguntó el notario repitiendo su amenaza.

La prudentísima bestia huyó nuevamente, pero reapareció a la entrada del claro donde habían de batirse. Monsieur L’Ambert, supersticioso como un jugador presto a comenzar una partida importante, trató de dar caza a aquel maléfico fetiche. Lanzó una piedra, si bien no consiguió golpearlo. El gato trepó a un árbol y allí permaneció quieto.

Los testigos ya habían elegido el terreno y echado a suerte sus puestos. El mejor le tocó a L’Ambert. La suerte quiso asimismo que se escogieran sus armas, y no los yataganes japoneses, que probablemente le hubiesen resultado embarazosos.

Nada parecía incomodar a Ayvaz; cualquier sable le parecía bueno. Miraba la nariz de su enemigo como un pescador contempla a la hermosa trucha que pende de su caña. Se desprendió rápidamente de toda la ropa que no le era necesaria, arrojó sobre la hierba el bonete rojo y la levita verde, y se arremangó la camisa hasta los codos.

Y parece ser que hasta los turcos más somnolientos despiertan al fragor de las armas. Aquel grueso muchacho, cuyo semblante tenía algo de bonachón, pareció transfigurarse. Su rostro se iluminó y sus ojos echaron chispas. Tomó uno de los sables de las manos del marqués, retrocedió dos pasos y entonó en turco una improvisación poética que su amigo Osman-Bey ha tenido la amabilidad de preservar y traducir:

—Armado estoy para el combate. ¡Que la desgracia caiga sobre el infiel que me ofenda! La sangre se paga con sangre. Me heriste con la mano; y yo, Ayvaz, hijo de Ruchdi, lo haré con el sable. Tu rostro mutilado será la irrisión de las más hermosas mujeres: y las Schlosser, Mercier, Thibert y Savile[21] te darán la espalda con desprecio. El perfume de las rosas de Esmirna se perderá para ti. ¡Que Mahoma me dé la fuerza, que a nadie pido el coraje! ¡Hurra! ¡Armado estoy para el combate!

Y dicho esto se precipitó hacia su oponente. Le atacó en tercia o en cuarta, no lo sé bien; ni él, ni monsieur L’Ambert, ni siquiera los testigos. Pero un chorro de sangre surgió de la punta de su sable, unas gafas rodaron por el suelo, y el notario sintió su cabeza aligerada del peso de su nariz. Algo quedó de ella, pero tan insignificante que solamente lo menciono por dejar constancia.

Monsieur L’Ambert cayó hacia atrás y se levantó casi de inmediato para correr con la cabeza gacha a tontas y a ciegas. En aquel preciso instante, un objeto opaco cayó desde lo alto de un roble. Un minuto después, se vio aparecer a un hombrecillo enclenque, sombrero en mano, al que seguía un enorme lacayo de librea. Era monsieur Triquet, oficial de sanidad del municipio de Parthenay.

¡Sea bienvenido, estimado monsieur Triquet! Un ilustre notario de París requiere con urgencia de sus servicios. ¡Póngase nuevamente su viejo sombrero sobre el cráneo pelado, enjugue el sudor que perla —como rocío sobre dos peonías en flor— sus rojos carrillos, y quítese cuanto antes las manchas relucientes de su respetable traje negro!

Pero el buen hombre estaba demasiado excitado para ponerse a trabajar de inmediato. Hablaba, hablaba y hablaba con una vocecilla trémula y jadeante.

—¡Santo Dios! —dijo—. Un honor, caballeros; considérenme su más humilde servidor. ¿Pero cómo les ha permitido el Señor llegar a semejante situación? ¡Esto es una mutilación; eso es lo que es! Ciertamente, es demasiado tarde para traer aquí palabras conciliadoras: el mal ya está hecho. ¡Ay, señores, señores! Los jóvenes serán siempre jóvenes. Yo también estuve a punto de dejarme llevar por el deseo de destruir o mutilar a un semejante. Fue en 1820. ¿Y qué hice yo, señores? Pues pedir disculpas. Sí, disculpas, y me honro por ello; y más, por cuanto la justicia me asistía. ¿No han leído las hermosas páginas de Rousseau contra el duelo[22]? Son verdaderamente irrefutables: un fragmento admirable de crestomatía moral y literaria. Y observen que Rousseau no llegó a decir todo sobre este asunto. Si hubiese estudiado el cuerpo humano, esa obra maestra de la creación, esa imagen admirable de Dios en la tierra, les habría demostrado que es del todo censurable destruir conjunto tan perfecto. Y no digo esto por la persona que ha asestado el golpe. ¡No lo quiera Dios! Tendría sin duda sus razones, que yo respeto. ¡Pero si supieran cuánto nos supone a nosotros, pobres médicos, curar la menor herida! Cierto es que de eso vivimos, y de aliviar enfermedades, ¡pero qué importa! Preferiría privarme de muchas cosas y no vivir más que con un poco de tocino y un pedazo de pan moreno antes que asistir al sufrimiento de mis semejantes.

El marqués interrumpió sus lamentos.

—¡Venga, doctor! —exclamó—, que no estamos aquí para filosofar; que hay un hombre desangrándose como un buey, y lo que procede ahora es detener la hemorragia.

—Sí, señor —contestó con presteza—, ¡la hemorragia! Ésa es la palabra justa. Afortunadamente lo tengo todo previsto. He aquí un frasco de agua hemostática. Es el preparado de Brocchieri; yo lo prefiero a la receta de Léchelle[23].

Y se dirigió con el frasco en la mano hacia monsieur L’Ambert, que permanecía al pie de un árbol y sangraba patéticamente.

—Caballero —le dijo con una gran reverencia—, créame que lamento no haber tenido el honor de conocerle con ocasión de un acontecimiento más afortunado.

Maese L’Ambert levantó la cabeza y le dijo con voz lastimera:

—Doctor, ¿perderé la nariz?

—No, señor, no la perderá. Desgraciadamente, mi estimado señor, ya la ha perdido.

Y mientras hablaba, vertía el agua de Brocchieri sobre una compresa.

—¡Cielos! —gritó—. Se me ocurre una idea. Creo que puedo reponer ese miembro tan útil y agradable que usted acaba de perder.

—¡Hable, maldita sea! Mi fortuna es suya. ¡Ay, doctor! Prefiero morir antes que vivir desfigurado.

—Eso es lo que se suele decir… Pero a ver, ¿dónde está el trozo de nariz que le han cortado? No soy un campeón de la talla de los doctores Velpeau o Huguier[24], pero intentaré que las cosas vuelvan a su primitivo estado.

Monsieur L’Ambert se levantó precipitadamente y corrió al campo de batalla, seguido del marqués y de Steimbourg; los turcos, que paseaban juntos cariacontecidos (el fuego de Ayvaz-Bey se había extinguido en un segundo), se unieron a sus antiguos enemigos. Encontraron con facilidad el lugar donde los combatientes habían pisado la hierba fresca y dieron con las gafas de oro; pero la nariz del notario no estaba allí. En cambio, sí vieron a un gato, al horrible gato blanco con manchas rojizas, que ahora se relamía gustosamente los labios ensangrentados.

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