La nariz de un notario – Edmond About

—Le advierto una vez más que se pasará todo un mes en una situación molesta.

—¡Y qué me importan a mí las molestias si en un mes podré volver al foyer de la Ópera!

—Sea pues así. ¿Tiene ya a alguien en mente? ¿Quizá ese portero del que me habló antes…?

—¡Bien! Podría comprarlo junto a su mujer y a sus hijos por un centenar de escudos. Cuando Barberau, su antecesor, se retiró a nosequé sitio a vivir de su pensión, un cliente me recomendó a éste, que se moría literalmente de hambre.

Monsieur L’Ambert llamó a su criado y le ordenó que hiciera subir a Singuet, el nuevo portero.

El hombre acudió presto y lanzó un grito de horror al ver el rostro de su amo.

Era el auténtico espécimen de pobre diablo parisino, el más pobre de todos los diablos: un hombrecillo de treinta y cinco años, al que todos echarían sesenta de tan seco, amarillento y desmirriado como se veía.

Monsieur Bernier lo examinó atentamente y le ordenó volver a la portería.

—La piel de este hombre no sirve para nada —dijo el doctor—. Recuerde que los jardineros toman sus injertos de los árboles más sanos y vigorosos. Elija a un mozo fuerte de entre su servicio, que seguro que los hay.

—Sí, pero usted lo ve demasiado sencillo. Todos mis criados son caballeros. Poseen capitales y valores en cartera, y especulan al alza y a la baja, como todo doméstico de buena casa. No creo que ninguno quiera obtener, al precio de su sangre, un capital que fácilmente podría conseguir en la Bolsa.

—Tal vez pueda encontrar alguno que por devoción…

—¿Devoción entre estas gentes? ¿Se burla, doctor? ¡Nuestros padres tenían servidores devotos! Nosotros no tenemos más que criados taimados; y en el fondo, tal vez sea lo mejor. Nuestros padres, queridos por sus domésticos, se creían obligados a pagarles con la misma afectuosa moneda. Soportaban sus defectos, los asistían en sus enfermedades, los alimentaban en su vejez; ¡era un infierno! Yo pago a mis criados por su servicio, y cuando no cumplen con éste, los despido y punto, sin entrar a averiguar si es por mala voluntad, senectud o enfermedad.

—Entonces no encontraremos en su casa al hombre que necesitamos. ¿Tiene algún otro en mente?

—¿Yo? Ninguno. Cualquiera es bueno; el primero que venga, el ganapán de la esquina o el aguador al que estoy oyendo gritar en la calle.

Sacó las gafas de su bolsillo, apartó ligeramente la cortina, echó un vistazo a la Rue de Beaune y le dijo al doctor:

—He ahí un muchacho que no tiene mala pinta. Tenga la bondad de hacerle una señal, que yo no me atrevo a mostrar mi rostro a los transeúntes.

Monsieur Bernier abrió la ventana justo en el momento en el que la víctima escogida gritaba a pleno pulmón:

—¡Agua!… ¡Agua!… ¡Agua!

—Muchacho —le dijo el doctor—, deja el barril y sube hasta aquí por la Rue de Verneuil. Puedes ganarte un dinero.

IV. Chébachtien romagné

Se llamaba Romagné por su padre. Sus padrinos lo habían bautizado Sébastien, pero siendo natural de Frognac-lès-Mauriac, departamento de Cantal[37], invocaba a su patrón por el nombre de Chan Chebachtián. Todo hacía creer que escribiría su nombre con Ch, pero por fortuna no sabía escribir. Este chico de la Auvernia, de veintitrés o veinticuatro años, parecía haber sido construido a la imagen de Hércules: alto, grueso, macizo, huesudo, de color encendido, fuerte como un buey de labranza, pero dulce y fácil de conducir como un corderito blanco. Imagínense a un hombre fabricado de la más sólida pasta, la mejor y la más grosera.

Era el mayor de diez hermanos, chicos y chicas, todos vivos, sanos y bulliciosos bajo el mismo techo paternal. Su padre poseía una cabaña, un pedazo de tierra, unos pocos castaños en el monte, media docena de cerdos y dos buenos brazos con los que cavar la tierra. La madre hilaba cáñamo. Los pequeños ayudaban al padre; las pequeñas se encargaban de las labores del hogar y cuidaban las unas de las otras, haciendo la primera de niñera de la segunda, y así sucesivamente hasta el último escalón.

El joven Sébastien jamás brilló por su inteligencia, su memoria o algún otro don del intelecto, pero en cambio tenía corazón para dar y regalar. Le habían dado a conocer algunos capítulos del catecismo, pero como si enseñasen a los mirlos a silbar el J’ai du bon tabac[38]; sin embargo, siempre había albergado los más cristianos sentimientos. Jamás abusaba de sus fuerzas contra hombres o bestias, evitaba todas las peleas y a menudo recibía pescozones que nunca llegaba a devolver. Si el subprefecto de Mauriac hubiera querido otorgarle una medalla al mérito ciudadano, no habría tenido más que escribir a París. Y es que Sébastien, aun a riesgo de su propia vida, había salvado a varias personas; en especial, a dos gendarmes que se ahogaban junto a sus caballos en el impetuoso río Saumaise. Pero visto que actuaba por instinto, a todos les parecía natural su comportamiento; y como si de un perro Terranova se tratase, a nadie se le ocurrió condecorarle.

A la edad de veinte años cumplió con el reclutamiento, pero escapó por sorteo del servicio militar, merced a una novena que la familia elevó a la Providencia. Tras esto, resolvió ir a París, siguiendo los usos y costumbres de la Auvernia, para ganar algún dinero y ayudar a sus padres. Éstos le entregaron un traje de pana y veinte francos, que siguen siendo un capital en el distrito de Mauriac; y marchó aprovechando la partida de un compañero que conocía el camino de París. Hizo el viaje a pie, empleando diez jornadas, y arribó fresco y dispuesto a la capital con doce francos y medio en el bolsillo y los zapatos nuevos en la mano.

Dos días después, hacía rodar un barril por el Faubourg Saint-Germain en compañía de otro camarada que ya no podía subir escaleras por culpa de una hernia. En pago a sus servicios recibió alojamiento, manutención y ropa limpia, a razón de una camisa por mes, sin contar los treinta sueldos a la semana que recibía por hacer de recadero. Con estos ahorros compró, al cabo de un año, un barril de ocasión y se estableció por su cuenta.

Tuvo éxito más allá de toda expectativa. Su ingenua cortesía, su incansable complacencia y su bien conocida probidad, le grajearon el favor de todo el barrio. De dos mil escalones que subía y bajaba todos los días, pasó gradualmente a siete mil. Y de este modo llegó a enviar hasta sesenta francos al mes a las buenas gentes de Frognac. La familia bendecía su nombre y, día tras día, lo encomendaba a Dios en sus oraciones: sus hermanos menores tenían calzones nuevos, ¡y ya estaban pensando en enviar a los dos menores a la escuela!

El promotor de todos estos bienes no había cambiado en nada su forma de vivir. Dormía en una cochera, pegado a su barril, y renovaba cuatro veces al año la paja de su lecho. Su traje estaba más remendado que el vestido de un arlequín. En realidad, bien poco gastaba en vestuario, a no ser por los malditos zapatos, que consumían al mes un kilo de brocas. En lo que no escatimaba en absoluto era en gastos de alimentación. Se concedía, sin regateos, cuatro libras de pan al día; y a veces, incluso, se regalaba el estómago con un trozo de queso, una cebolla, o media docena de manzanas compradas al por mayor en el Pont Neuf. Los domingos y festivos se ponía delante de una sopa y un filete de carne; y se chupaba los dedos por el resto de la semana. Pero era demasiado buen hijo y demasiado buen hermano para atreverse con un vaso de vino. Le vin, l’amour et le tabac[39] eran para él productos fabulosos, que solamente conocía de oídas. Con mayor razón desconocía los placeres del teatro, tan queridos a los obreros de París. Nuestro hombre prefería acostarse gratis a las siete que aplaudir por diez sueldos a monsieur Dumaine[40].

Así era en lo físico y en lo moral el hombre a quien el doctor había reclamado de la calle para prestar un poco de su piel a monsieur L’Ambert.

Advertidos, los criados lo hicieron pasar enseguida.

Avanzó tímidamente, sombrero en mano, levantando los pies tanto como podía, sin osar casi posarlos sobre la alfombra. La tormenta de la mañana lo había cubierto de barro hasta el cuello.

—Chi ech por el agua —dijo en saludo al doctor—, yo…

Monsieur Bernier lo interrumpió.

—No, hijo mío, no es por tu negocio.

—¿Ech por alguna otra cocha, monchieur?

—Por una completamente distinta. A este señor que veis aquí le han cortado la nariz esta mañana.

—¡Oh, caramba, pobre cheñor! ¿Y quién le ha hecho echo?

—Un turco, pero eso es lo de menos.

—¡Un chalvaje! Ya me habían dicho a mí que eran chalvajech, pero no chabía yo que lech dejaban venir a Parích. Echperen cholo un momento, voy a avichar a la policía.

Monsieur Bernier detuvo el arranque de celo del honrado auvernés, y le explicó, en pocas palabras, el servicio que esperaban de él. Pensó de entrada que se burlaban de él; al fin y al cabo, uno puede ser un excelente aguador y no tener noción alguna de rinoplastia. Pero el doctor le hizo comprender que deseaban hacerse con un mes de su tiempo y aproximadamente ciento cincuenta centímetros cuadrados de su piel.

—La operación no es nada —dijo—, y apenas vas a sufrir, pero te advierto que tendrás que armarte de paciencia, pues has de permanecer un mes inmóvil con el brazo cosido a la nariz de este caballero.

—Paciencia tengo de chobra —respondió—, que por algo choy auvernéch. Pero para que pache un mech en la cacha prechtando chervicio a echte pobre hombre, che me ha de pagar lo que ech debido.

—Por supuesto. ¿Cuánto pides?

Meditó unos instantes y dijo:

—En conciencia, echte trabajo vale cuatro francoch al día.

—No, amigo mío —respondió el notario—, este trabajo vale mil francos al mes; esto es, treinta y tres francos al día.

—No —replicó el doctor con autoridad—, vale dos mil francos.

L’Ambert agachó la cabeza y no puso ninguna objeción.

Romagné pidió licencia para terminar su jornada, dejar el barril en la cochera y buscar a alguien que le sustituyera durante aquel mes.

—Ademách —dijo—, no vale la pena comenzar hoy michmo por cholo medio jornal.

Le demostraron que la cosa era urgente y actuaron en consecuencia. Mandaron buscar a uno de sus amigos, que prometió reemplazarle por espacio de un mes.

—Me traerách el pan todach lach nochech —dijo Romagné.

Le dijeron que esa precaución era inútil y que le darían de comer en la casa.

—Echo depende de lo que me cuechte.

Monsieur L’Ambert te alimentará gratis.

—¡Gratich! ¿Echo echtá incluido en el precio? Aquí tiene mi piel. Córtemela encheguida.

Soportó la operación como un valiente, sin pestañear.

—Echto ech un placer —decía—. Me habían hablado de un auvernéch que che dejaba congelar en una fuente por veinte chueldoch la hora. Prefiero hacerme cortar en pedazos. No ech tan molechto y che gana mucho mách.

Monsieur Bernier cosió el brazo del aguador al rostro del notario; y durante un mes, ambos permanecieron encadenados. Los dos hermanos siameses que en el pasado excitaron la curiosidad de toda Europa no eran tan inseparables. Pero aquéllos eran hermanos, acostumbrados a soportarse desde la infancia, y habían recibido una misma educación. Pero si uno hubiera sido aguador y el otro notario, quizá hubiesen dado un espectáculo de amistad menos fraterna.

Romagné jamás se quejaba por nada, aun cuando la situación le era completamente nueva. Obedecía como un esclavo —o mejor dicho, como un cristiano— todas las voluntades del hombre que se había hecho con su piel. Se levantaba, se sentaba, se acostaba, se volvía a derecha e izquierda a capricho de su señor. Ni siquiera una aguja imantada es tan sumisa al Polo Norte como Romagné lo era a monsieur L’Ambert.

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