La nariz de un notario – Edmond About

Esta heroica mansedumbre ablandó el corazón del notario, que sin embargo nada tenía de tierno. Durante tres días, sintió una especie de agradecimiento por los buenos cuidados que su víctima le ofrecía, pero no tardó en sentirle asco y más tarde terror.

Un hombre joven, activo y saludable no se acostumbra, si no es con esfuerzo, a la inmovilidad absoluta. ¿Qué no será pues cuando tenga que permanecer inmóvil al lado de un ser inferior, sucio y sin educación? Pero la suerte estaba echada. O vivía sin nariz o soportaba al auvernés con todas sus consecuencias: comer con él, dormir con él y realizar a su lado, y en las más incómodas situaciones, todas las funciones biológicas de la vida.

Romagné era un digno y excelente joven, pero roncaba como un órgano. Adoraba a su familia, amaba al prójimo, pero nunca había tomado un baño en su vida, no fuese a malgastar su mercancía. Poseía los más delicados sentimientos del mundo, pero no sabía imponerse los más elementales sacrificios que la civilización recomienda. ¡Pobre monsieur L’Ambert! ¡Y pobre Romagné! ¡Qué noches y qué días! ¡Qué de patadas dadas y recibidas! Huelga decir que Romagné las recibía sin queja, temeroso de que un falso movimiento diese por zanjado el experimento de monsieur Bernier.

El notario recibía buen número de visitas. Vinieron a verle sus compañeros de aventuras, que se divirtieron con el auvernés. Le enseñaron a fumar cigarrillos y a beber vino y aguardiente. El pobre diablo se entregaba a todos estos nuevos placeres con la ingenuidad de un piel roja. Lo achisparon, lo emborracharon, lo hicieron caer todos los niveles que separan al hombre de la bestia. Había que rehacer su educación, y aquellos buenos señores la emprendieron con cruel placer. ¿No era acaso novedoso y divertido desmoralizar al auvernés?

Cierto día le preguntaron cómo pensaba emplear los cien luises de monsieur L’Ambert cuando hubiese terminado de ganarlos.

—Loch depochitaré al cinco por ciento —respondió— y obtendré una renta de cien francoch.

—¿Y después? —preguntó un galano millonario de veinticinco años—. ¿Serás más rico? ¿Serás más feliz? ¡Tendrás seis sueldos de renta diaria! Si te casas, y esto es inevitable, pues eres de la madera de la que se fabrican los imbéciles, tendrás doce hijos por lo menos.

—¡Chí, ech pochible!

—Y en virtud del Código Civil, esa hermosa invención del Imperio, apenas podrás dejarle a cada uno de ellos un ochavo para comer al día. En tanto que con dos mil francos al menos podrás vivir un mes como un rico, conocer los placeres de la vida y elevarte por encima de tus semejantes.

Romagné se defendía como gato panza arriba contra todas estas tentativas de corrupción; pero tantos y tan repetidos fueron los golpes que recibió en su gruesa cabezota, que terminaron por abrir una puerta a las ideas más equívocas, afectando a su cerebro.

También acudieron damas. L’Ambert conocía muchas, y de todos los estratos sociales. Romagné fue testigo de las escenas más diversas: escuchó promesas de amor y fidelidad que carecían de credibilidad alguna. Monsieur L’Ambert no sólo mentía descaradamente en su presencia, sino que a veces se divertía mostrándole en la intimidad todas aquellas falsedades que conforman, por así decirlo, el cuadro de la vida elegante.

¡Y los negocios! Cual Cristóbal Colón, Romagné creyó descubrir un mundo nuevo, del que no albergaba conocimiento alguno. A los clientes del bufete no parecía molestarles su presencia y hablaban ante él como pudieran hacerlo ante una docena de ostras. Vio padres que inquirían la manera de desposeer legalmente a sus hijos en beneficio de una amante o de un buen filón; jóvenes casaderos que estudiaban la forma de robar las dotes de sus futuras esposas; prestatarios que concedían hipotecas vacías; prestamistas que exigían un diez por ciento sobre la primera hipoteca…

Carecía de talento y su intelecto no era muy superior al de un caniche, pero en ocasiones su conciencia se revolvía. Un día, creyendo hacerle un bien, le espetó a L’Ambert:

—Uchted no merece mi rechpeto.

Y la repugnancia que sintiera el notario trocó en odio declarado.

Durante los últimos ocho días de su forzada intimidad se sucedieron las tormentas. Pero Bernier constató al fin que, a pesar de los innumerables tirones sufridos, el jirón había arraigado. Separó a los dos enemigos y dio forma a la nariz del notario con el trozo de piel que un día perteneciera a Romagné. Y fue entonces que el apuesto millonario de la Rue de Verneuil arrojó dos billetes de mil francos al rostro de su esclavo, diciendo:

—¡Ahí tienes, bellaco! El dinero es lo de menos, pero me has hecho gastar más de cien mil escudos de paciencia. ¡Vete, sal de aquí para siempre, y asegúrate de que jamás vuelva a oír tu nombre!

Romagné le dio, no sin altivez, las gracias, se bebió una botella en la cocina y dos copitas con el portero Singuet, y se marchó tambaleando a su antiguo hogar.

V. Grandeza y decadencia

Monsieur L’Ambert retornó a la vida social con éxito; incluso podría decirse que con gloria. Sus testigos le hicieron la más amplia justicia afirmando que se había batido como un león. Los viejos notarios se sintieron rejuvenecidos por su valentía.

—¡Eh! ¡Eh! Así somos nosotros cuando se nos lleva a situaciones extremas. ¡Que no por ser notarios somos menos hombres! La fortuna de las armas le ha sido esquiva a maese L’Ambert, pero qué noble ha sido su caída. ¡Un segundo Waterloo, eso es lo que ha sido! ¡Todavía somos arrojados, digan lo que digan!

Así lo decían el respetable Clopineau, el digno Labrique, el melifluo Bontoux y todos los néstores del notariado. Los jóvenes se expresaban más o menos en los mismos términos, aunque con ciertas variantes inspiradas por los celos:

—No queremos renegar de maese L’Ambert; él nos honra, ciertamente, aunque también nos compromete. Sea como fuere, cada uno de nosotros hubiese mostrado el mismo ardor y quizá algo menos de torpeza. Un funcionario ministerial no debe dejarse pisotear, aunque resta por saber si debe dar el primer paso. No se debiera acudir al campo del honor más que por causas confesables. Si fuese padre de familia, preferiría confiar mis asuntos a alguien prudente antes que a un héroe de aventuras, etcétera, etcétera.

Pero la opinión de las mujeres, que tiene fuerza de ley, se decantó por el héroe de Parthenay. Tal vez hubiese sido menos unánime si se hubiera conocido el episodio del gato; tal vez, este sexo, tan injusto como encantador, le hubiese quitado la razón si se hubiera permitido reaparecer en escena sin nariz. Pero todos los testigos habían guardado la mayor discreción a propósito del ridículo incidente, y monsieur L’Ambert, lejos de quedar desfigurado, parecía haber ganado con el cambio. Una baronesa observó que su rostro se había dulcificado desde que llevara la nariz recta. Una vieja canonesa, rebosante de malicia, preguntó al príncipe de B*** si no haría bien enfrentándose al turco. Y es que la aquilina del príncipe de B*** gozaba de una reputación hiperbólica.

Cabría preguntarse cómo es que las damas de la alta sociedad encuentran interés en peligros que no se han corrido por ellas. Las costumbres de L’Ambert eran de sobra conocidas, y se sabía que parte de su corazón y su tiempo lo ocupaba en la Ópera. Pero la sociedad perdona fácilmente estas distracciones a quienes no se entregan por entero a las mismas. Es la parte que sacrifican a las llamas, contentándose con lo poco que sobrevive al incendio. Parecía suficiente que L’Ambert no se hallase perdido más que a medias, cuando tantos a su edad ya se habían descarriado por completo. No dejaba de frecuentar las casas honradas, conversaba con las viudas, bailaba con las muchachas, ejecutaba algunas piezas musicales de un modo aceptable y jamás hablaba de caballos en boga. Estos méritos, asaz extraños entre los jóvenes millonarios de su época, le granjearon la benevolencia de las damas. Incluso llegó a decirse que más de una había creído hacer caridad disponiéndolo contra el hogar de la danza. Una hermosa devota, mademoiselle L***, le había demostrado durante tres meses que los más vivos placeres no se encuentran en el escándalo y la disipación.

Sin embargo, jamás llegó a romper con el cuerpo de baile; la severa lección recibida no le suscitó el menor espanto contra aquella hidra de cien hermosas cabezas. En una de sus primeras salidas visitó el foyer, donde refulgía mademoiselle Victorine Tompain. ¡Qué agradable recibimiento le dispensaron! ¡Con qué amigable curiosidad corrieron a su encuentro! ¡Qué efusivos cumplimientos! ¡Qué cortesías! ¡Cuántos lindos piquitos para recibir su inocente beso de amigo! Estaba radiante. Todos sus distinguidos compañeros, todos los dignatarios de la francmasonería del placer se congratulaban de su curación milagrosa. Reinó durante todo un entreacto en aquel reino de la lisonja. Escucharon el relato de su aventura, le hicieron referir el tratamiento del doctor Bernier, se admiraron de la delicadeza de sus puntos de sutura, ¡que casi no se veían!

—¡Y sepan ustedes que el excelente monsieur Bernier ha completado mi rostro con la piel de un auvernés! ¡Y qué auvernés, Dios mío! ¡El más estúpido, tosco y sucio de toda la Auvernia! Aunque nadie lo sospecharía al ver el trozo de piel que me vendió. ¡El animal me ha hecho pasar momentos muy desagradables!… A su lado, los ganapanes de las esquinas son dandis. ¡Pero ya estoy libre de él, gracias a Dios! El día que lo puse de patitas en la calle me quité un gran peso de encima. Se llama Romagné, ¡bonito nombre! Jamás lo pronunciéis en mi presencia. ¡Si no me queréis matar, no me habléis nunca de él! ¡Romagné…!

Mademoiselle Victorine Tompain no fue ni mucho menos la última en felicitar al héroe. Ayvaz-Bey la había abandonado indignamente, dejándole cuatro veces más de lo que ella valía. El bueno de L’Ambert se mostró dulce y clemente con ella.

—Nada tengo contra usted —le dijo—, ni guardo rencor a ese valiente turco. Yo sólo tengo un enemigo en este mundo, y es un auvernés de nombre Romagné.

Y pronunciaba Romagné con una entonación cómica que hacía las delicias de cuantos le escuchaban. Incluso, a día de hoy, creo que la mayor parte de estas señoritas dicen mi Romagné cuando quieren referirse a su aguador.

Tres meses pasaron, los tres meses de verano. La estación fue excelente, y pocos fueron los que quisieron permanecer en París. La Ópera fue invadida por extranjeros y gentes de provincias. Monsieur L’Ambert apenas se dejó ver.

Casi todos los días, a las seis en punto, dejaba a un lado la gravedad de su oficio para escapar a Maisons-Lafitte, donde tenía alquilado un chalet. Allí recibía a sus amigos, y también a sus amiguitas. Jugaban en el jardín a toda clase de jeux champêtres; y les puedo asegurar que el columpio nunca permanecía quieto[41].

Uno de sus huéspedes más asiduos y animados era monsieur Steimbourg, el agente de cambio, a quien el lance de Parthenay lo había ligado más estrechamente a L’Ambert. Steimbourg pertenecía a una buena familia de judíos conversos; su cargo estaba tasado en dos millones de francos y disponía de una cuarta parte para sí mismo; a saber, se podía trabar amistad con él. Y en cuanto a las amantes de ambos amigos, éstas parecían bien avenidas; es decir, a lo sumo llegaban a pelearse una vez por semana. ¡Qué hermoso era contemplar aquellos cuatro corazones que latían al unísono! Los hombres montaban a caballo, leían Le Figaro o comentaban los chismes de la ciudad; las damas, con arte sin igual, se echaban las cartas por turnos. ¡Disfrutaban de una Edad de Oro en miniatura!

Monsieur Steimbourg hizo suyo el deber de presentar a su amigo a la familia. Condujo a L’Ambert a Biéville, donde el cabeza de los Steimbourg se había hecho construir un château. Allí le recibieron cordialmente un viejo muy verde, una señora de más de cincuenta años que aún no había abdicado, y dos jovencitas extremadamente coquetas. Al primer golpe de vista reconoció que no se adentraba en una casa de fósiles. Antes al contrario, se trataba de una familia moderna y sofisticada. Como buenos compañeros, padre e hijo bromeaban entre sí sobre sus calaveradas. Las muchachas habían visto cuantas obras se habían representado en el teatro, y leído cuantos libros se habían escrito. Pocas personas conocían mejor la crónica elegante de París; todas las bellezas de este mundo les habían sido reveladas en el teatro y en el Bois de Boulogne[42]; habían presenciado las almonedas más lujosas y disertaban de la manera más grata sobre las esmeraldas de la señorita X*** o las perlas de la señorita Z***. La mayor, mademoiselle Irma Steimbourg, copiaba con pasión todos los modelos de mademoiselle Fargueil[43]; y la menor había enviado a uno de sus amigos a casa de mademoiselle Figeac[44] para que le pidiese la dirección de su modista. Ambas eran ricas y bien dotadas. Irma gustó a L’Ambert. El apuesto notario se decía de vez en cuando que una dote de medio millón y una mujer que sabía vestir no eran cosas desdeñables. Se vieron con frecuencia, casi una vez por semana, hasta que llegaron las primeras heladas de noviembre.

Autore(a)s: