La nariz de un notario – Edmond About

Se aplicó un poco de colorete, pero sólo sirvió para resaltar la increíble finura de aquella línea recta y sin espesor que dividía en dos partes su rostro. Al igual que la sombra del gnomon se torna delgada y cortante hacia el centro de un reloj de sol, así se veía la fantástica nariz del desesperado notario.

En vano, el indignado millonario de la Rue de Verneuil se sometió a una dieta más sustanciosa. Considerando que una buena alimentación, digerida por un estómago sólido, beneficia por igual a casi todas las partes del cuerpo, se impuso la dulce tarea de consumir suculentos consomés, pesados jugos y abundancia de carnes rojas regadas con los más generosos vinos. Decir que estos selectos manjares no le beneficiaron en nada, sería negar la evidencia y blasfemar contra el buen yantar. Monsieur L’Ambert llegó a adquirir en poco tiempo unos primorosos carrillos rojos, un hermoso pescuezo de toro apoplético y una bonita y oronda pancita. Pero su nariz seguía actuando como un socio negligente o desinteresado que olvida cobrar sus dividendos.

Cuando un enfermo no puede comer ni beber, se le sostiene en ocasiones por medio de baños nutricionales que penetran por la piel hasta las fuentes de la vida. L’Ambert trató a su nariz como a un enfermo al que se hace necesario alimentar por separado y a cualquier precio. Y a este fin se hizo con una pequeña bañera de plata sobredorada. Seis veces al día, metía en ella la nariz y la mantenía pacientemente sumergida en baños de leche, consomé, vino de Borgoña o incluso salsa de tomate. ¡Trabajo perdido! La enferma salía del baño tan pálida, delgada y deplorable como al entrar.

Toda esperanza parecía perdida cuando un día monsieur Bernier, dándose una palmada en la frente, exclamó:

—¡Hemos cometido un gran error, una metedura de pata digna de colegiales! ¡Y he sido yo… cuando este hecho constituye una brillante confirmación a mi teoría! No lo dude más, monsieur: el auvernés está enfermo, y es a él a quien debemos tratar para que usted sane.

El desdichado L’Ambert se mesaba los cabellos. ¡Cuánto se arrepentía ahora de haber puesto a Romagné de patitas en la calle, de haberle negado los auxilios que demandaba, de haberse incluso olvidado de anotar su dirección! Se imaginaba al pobre diablo languideciendo sobre un camastro, sin pan, sin rosbif y sin vino de Châteaux-Margaux. Esta idea le partía el corazón; la asociaba al dolor del pobre mercenario. Por primera vez en su vida se compadeció de los sufrimientos del prójimo.

—¡Doctor, querido doctor! —exclamó estrechando la mano de monsieur Bernier—. ¡Daría toda mi fortuna por salvar a ese valiente muchacho!

Cinco días después, el mal había aumentado. Cuando su nariz no era más que una película flexible, arrugada bajo el peso de sus gafas, Bernier vino a decirle que había encontrado al auvernés.

—¡Victoria! —gritó el notario.

El cirujano se encogió de hombros y contestó que la victoria le parecía cuando menos cuestionable.

—Mi teoría —dijo— está plenamente confirmada, y como fisiólogo, tengo todos los motivos para declararme satisfecho; pero como médico, quisiera curarles, y el estado en el que he encontrado a ese desdichado deja poco lugar a la esperanza.

—¡Usted lo salvará, querido doctor!

—En primer lugar, él ya no me pertenece: está al cuidado de uno de mis colegas, que le observa con cierta curiosidad.

—Se lo cederá. ¡Se lo compraremos si es preciso!

—¡Ni lo sueñe! Un médico jamás vende a sus pacientes. Los mata algunas veces, en interés de la ciencia, para ver qué es lo que tienen dentro. Pero hacer de ellos un objeto de comercio, ¡jamás! Mi amigo Fogatier tal vez nos quiera ceder al auvernés, pero el bribonzuelo se halla muy enfermo, y para colmo de males, se encuentra tan hastiado de la vida que ni siquiera desea curarse. Se niega a tomar cualquier medicamento. En cuanto a la alimentación, tan pronto se queja de no tener bastante y reclama a grandes voces su ración, como rechaza todo lo que le ofrecen e implora morir de hambre.

—¡Pero eso es un crimen! ¡Yo le hablaré! ¡Yo le haré entender el lenguaje de la religión y la moral! ¿Dónde está?

—En el Hôtel-Dieu, sala de Saint-Paul, número 10.

—¿Tiene el carruaje listo?

—Sí.

—Pues vamos allá. ¡Ay! ¡El truhán quiere morirse! ¿Acaso no sabe que todos los hombres somos hermanos?

VI. Historia de un par de gafas y consecuencias de un catarro nasal

Jamás predicador alguno, ni Bossuet ni Fénelon, ni Massillon ni Fléchier[49], ni el mismísimo monseñor Mermillod[50], desplegaron desde el púlpito elocuencia más eficaz y untuosa que la empleada por L’Ambert ante el cabecero de Romagné. Primero se dirigió a la razón, después a la conciencia, y finalmente al corazón del enfermo. Apeló a lo sacro y a lo profano, citó textos sagrados y filosóficos. Se mostró dulce y enérgico, paternal y severo, lógico, cariñoso e incluso agradable. Le demostró que el suicidio es el más vergonzoso de todos los crímenes, y que hace falta ser bien cobarde para entregarse voluntariamente a la muerte. E incluso arriesgó una suerte de metáfora, tan audaz como insólita, en la que comparó al suicida con el desertor que abandona su puesto sin permiso del cabo.

El auvernés, que no había probado bocado en las últimas veinticuatro horas, parecía aferrado a su idea. Permanecía inmóvil y testarudo ante la muerte, como un asno ante un puente. A los argumentos más categóricos, respondía con una dulzura impasible:

—No vale la pena, mounchieur L’Ambert; hay demachiada micheria en echte mundo.

—¡Ay, amigo mío, mi pobre amigo! La miseria fue instituida por Dios; la creó expresamente para excitar la caridad de los ricos y la resignación de los pobres.

—¿Loch ricoch? He buchcado trabajo y todoch me lo han negado. ¡He pedido limochna y me han amenazado con la policía!

—¿Y por qué no te dirigiste a tus amigos? ¡A mí, por ejemplo! ¡A mí, que tanto bien te deseo! ¡A mí, que algo de tu sangre tengo en mis venas!

—¡Echo ech! ¡Para que me puchiera nuevamente de patitach en la calle!

—¡Mis puertas siempre estarán abiertas para ti, como mi bolsa y mi corazón!

—¡Chi cholo me hubieche dado cincuenta francoch para comprar un tonel de ocachión…!

—¡Pero animal…! Mi querido animal, quiero decir… ¡Permíteme que te maltrate un poco, como en los tiempos en que compartíamos mesa y cama! No serían cincuenta francos los que te daría, sino mil, dos mil o ¡diez mil! Compartiría contigo toda mi fortuna… en proporción, naturalmente, a nuestras respectivas necesidades. ¡Es necesario que vivas, que seas feliz! He aquí la primavera que retorna, con su cortejo de flores y el dulce trino de las aves en las ramas. ¿Serías capaz de abandonar todo esto? ¡Piensa en el dolor que causarías a tus buenos padres, en tu viejo padre que te espera allá en el pueblo! ¡En tus hermanos y hermanas! ¡Piensa en tu madre, amigo mío, que no podría sobrevivirte! ¡Los volverás a ver a todos! O mejor no: debes permanecer en París, bajo mi supervisión, en la más estricta intimidad. Quiero verte feliz, casado con una buena mujer, padre de dos o tres hermosos chiquillos. ¡Sonríe! ¡Toma esta sopa!

—¡Graciach, monchieur L’Ambert! Pero guárdeche echa chopa. No hace falta. ¡Hay tanta micheria en echte mundo!

—¡Pero si te estoy jurando que ya han terminado tus días de pesar! ¡Que yo me voy a encargar de tu porvenir! ¡Palabra de notario! Si consientes en vivir, ya no sufrirás más, ya no trabajarás más, ¡tus años tendrán trescientos sesenta y cinco domingos!

—¿Chin lunech?

—Con lunes, si así lo deseas. Comerás, beberás, fumarás habanos de a 30 sueldos la pieza. Serás mi convidado, mi inseparable, mi otro yo. ¿Quieres vivir, Romagné, para ser mi otro yo?

—¡No! ¡Mala chuerte! Ya que he comenzado a morir, lo mejor cherá terminar cuanto antech.

—Conque esas tenemos, ¿eh? ¡Pues ya te haré saber yo, so animal, a qué destino te condenas! No son únicamente las penas eternas a las que te enfrentas con cada minuto de obstinación. ¡No! En este mundo, aquí mismo, mañana, o tal vez hoy, antes de ir a pudrirte a la fosa común, serás trasladado a un teatro de anatomía. Te tenderán sobre una mesa de piedra y cortarán en pedazos tu cuerpo. Un estudiante abrirá tu enorme cabeza de mulo con un hacha; otro abrirá tu pecho con un escalpelo para verificar si existe corazón en esa estúpida envoltura, otro…

—¡Graciach, graciach, monchieur L’Ambert! ¡Que yo no quiero que me corten en pedazoch! ¡Prefiero comerme la chopa!

Tres días de sopas y una constitución asaz robusta le sacaron de aquel mal paso. Lo llevaron en carruaje hasta la mansión de la Rue de Verneuil. El mismo L’Ambert lo instaló con atenciones maternales. Y para tenerlo más cerca, le dio las habitaciones de su propio ayudante de cámara. Durante un mes hizo las veces de enfermero e incluso pasó varias noches en vela.

Estas fatigas, lejos de alterar su salud, devolvieron a su rostro la frescura y lozanía habituales. Cuantas más atenciones le prodigaba a aquel pobre diablo, más fuerza y color adquiría su nariz. Repartía sus días entre el bufete, el auvernés y el espejo. Fue en este período que escribió distraídamente sobre el borrador de una escritura de venta: «¡Qué dulce es hacer el bien!». Máxima un tanto vieja en sí misma, pero del todo nueva para él.

Cuando Romagné entró en franca convalecencia, su anfitrión y salvador, que tantas rebanadas de pan le había cortado y tantos bistecs le había troceado, le dijo:

—A partir de hoy, comeremos siempre juntos. No obstante, si prefieres comer en la cocina, allí serás perfectamente alimentado; y tal vez te encuentres más a gusto.

Romagné, hombre de buen juicio, optó por la cocina.

Rápidamente se hizo al lugar y supo conducirse de tal manera que llegó a granjearse todos los corazones. Lejos de hacer valer la amistad que le unía al señor, se mostró más afable y modesto que el último de los marmitones. Era como si monsieur L’Ambert lo hubiese puesto al servicio de sus criados. Todos se servían de él, se burlaban de su acento, le daban palmaditas amistosas en la espalda; y a nadie se le ocurría retribuir sus esfuerzos. Varias veces, L’Ambert le sorprendió acarreando el agua, trasladando algunos muebles pesados o limpiando el parqué. En tales ocasiones, el buen señor le tiraba de la oreja y le decía:

—Distráete, por mi parte no hay inconveniente, pero no te canses demasiado.

Y el pobre muchacho, confundido por tales bondades, se retiraba a su cuarto y lloraba enternecido.

No pudo conservar por mucho tiempo aquel cuarto tan cómodo y limpio, contiguo a las habitaciones del señor. Con delicadeza, monsieur L’Ambert le hizo saber que echaba en falta la asistencia de su ayudante de cámara, y el propio Romagné pidió permiso para trasladarse al desván. No sin premura se atendió su petición, obteniendo una pocilga que ni las muchachas de la cocina hubiesen querido ocupar.

Un sabio dijo: «¡Dichosos los pueblos que no tienen historia!». La dicha de Sébastien Romagné duró tres meses; fue a comienzos del mes de junio que vivió esa historia. Las flechas del amor alcanzaron su largo tiempo invulnerable corazón; y atado de pies y manos, el antiguo aguador se entregó al dios que perdió Troya. Un día, entretanto preparaba las legumbres, reparó en los bonitos ojillos grises y los hermosos mofletes encarnados de la cocinera. Un suspiro que hubiese volcado las mesas fue el primer síntoma de su mal. Quiso explicarse, pero las palabras murieron ahogadas en su garganta. Apenas se atrevía a tomar a su Dulcinea por el talle y darle un beso en los labios, tan excesiva era su timidez.

Con todo, fue suficiente para comprender. Era la cocinera persona capaz, unos siete u ocho años mayor que él, y más ducha en los asuntos del corazón.

—Ya veo lo que te ocurre —le dijo ella—; quieres casarte conmigo, ¿no? Pues bien, muchacho mío, nos podemos llegar a entender si traes algo por delante.

Él respondió ingenuamente que traía por delante todo lo que a un hombre se le puede exigir, a saber: dos brazos robustos y hechos para el trabajo. Demoiselle Jeannette se rió en sus narices y habló con una mayor claridad; él a su vez rompió a reír y dijo con la más amable confianza:

—¿Ech dinero lo que che necechita para echo? Deberíach habérmelo dicho antech. ¡Valgo mi pecho en oro! ¿Cuánto ech lo que quierech? Dime una cantidad. Por ejemplo, ¿la mitad de la fortuna de monchieur L’Ambert? ¿Chería chuficiente?

—¿La mitad de la fortuna del señor?

—Echo ech. Me lo ha dicho cientoch de vecech. Ech mía la mitad de echa fortuna, chi bien todavía no hemoch repartido el dinero; él me lo guarda.

—¡Vaya una tontería!

—¿Tonteriach? Echpera; aquí viene. Voy a pedirle mi parte y te llevaré todo a la cocina.

Autore(a)s: