Un matrimonio platónico – Anne Marie Winston

Redecorar el salón. ¿Lo había dicho en serio? Faith quería ayudarlo en la oficina. Trabajar con él sería una experiencia mucho más interesante que comprar sofás para el maldito salón.

Debería haberle dicho que le parecía insultante. La dejaba en casa con un proyecto de señora desocupada y se quedaba tan tranquilo. Cuando lo que le habría gustado era ayudarlo en los negocios. Haciendo lo que él quisiera…

Esa frase la hizo pensar algo que no debería pensar. Desde que la besó aquel sábado, desde que la hizo sentir la dureza de su cuerpo, no podía dejar de pensar en cómo sería hacer el amor con él.

También la había besado el día anterior, durante la boda. Y aunque apenas había sido un roce…

Debía admitir la verdad de una vez por todas: no se había casado con Stone Lachlan para devolverle un favor. Y no se había casado para pagar lo que le debía, ni porque hubiera prometido cuidar de su madre.

Se había casado con Stone porque estaba enamorada de él.

Faith se puso una mano en el corazón. Lo amaba desde niña, pero después de conocerlo mejor había descubierto a un hombre decente, bueno, generoso. Un poco cascarrabias y definitivamente muy mandón, pero una buena persona. Y el hombre más atractivo que había visto en toda su vida.

Menudo desastre.

Stone había dejado claro muchas veces que aquel era un acuerdo entre los dos, un matrimonio de conveniencia simplemente.

Pues él podía considerarlo un negocio, pero aquello era la guerra. Tenía un año. Trescientos sesenta y cinco días.

Y estaba segura de que, en algún momento, Stone Lachlan se daría cuenta de que también él estaba enamorado.

Tener a la madre de Faith y a Clarice en su casa no era la carga que Stone había esperado, pensaba una semana después, mientras tomaba café en la cocina. De hecho, era una bendición.

Las dos mujeres cenaban con ellos cada noche y, aunque habían protestado al principio, Stone las convenció. No quería pasar ni un minuto a solas con Faith y lo estaba consiguiendo.

Eso era lo único que podía impedir que, en un arranque de locura, llevase a su mujer al dormitorio para hacer con ella lo que quisiera durante las cincuenta y dos semanas que quedaban hasta completar aquel año de tortura.

Stone dejó escapar un suspiro. Faith se lo estaba poniendo muy difícil. Él no tenía intenciones de seducirla. Sería despreciable usarla de esa forma para dejarla después.

Y si seguía diciéndose eso diez mil veces cada día, acabaría por creerlo.

La oía por las mañanas cuando se levantaba de la cama, cuando se duchaba, cuando sacaba perchas del vestidor… Y su activa imaginación le daba todos los detalles. Sobre todo, qué llevaría puesto… o no llevaría puesto.

Siempre desayunaban juntos, por muy temprano que se levantara, y su sonrisa era lo último que veía antes de irse a trabajar.

Por la noche, lo recibía en la puerta… Era maravilloso no tener que cenar solo.

Y le gustaba verla con su madre. Faith y Naomi se querían mucho, a pesar de haber estado separadas durante tanto tiempo. Se reían, contaban historias, hacían crucigramas juntas…

Muy distinto de la relación que él mantenía con su madre. Tanto que podría ponerse celoso si lo pensaba mucho.

Seguramente todas las familias normales tenían ese tipo de relación, pero hasta que lo vio de cerca solo era un concepto abstracto.

Y gracias a Faith era una realidad. Muy dolorosa.

Ella entró poco después en la cocina.

—Hemos vuelto —lo saludó, con una sonrisa.

—¿Dónde estabais?

—En el parque. Hace un día precioso. Ya casi estamos en primavera.

—Pues dicen que va a nevar —le advirtió Stone.

—No creo que el frío dure mucho.

Clarice y Naomi habían ido directamente a su apartamento privado y estaban solos. En silencio, sin saber qué decir.

Entonces Faith se aclaró la garganta.

—¿Tienes algo planeado para hoy?

—No, nada especial. Esta noche tenemos una cena benéfica, pero hasta entonces no hay nada que hacer.

—¿Quieres que me ponga algo especial? Tengo los vestidos que compraste la semana pasada, ¿te acuerdas?

¿Que si se acordaba? Se acordaba muy bien y le hervía la sangre en las venas cada vez que la imaginaba con alguno de ellos.

—¿Por qué no te pones el azul, el del corpiño?

—Muy bien. Y ya que tienes tiempo, me gustaría enseñarte unas telas para el salón.

Stone no quería pasar demasiado tiempo con ella, pero Faith salió de la cocina antes de que pudiera encontrar una buena excusa. Volvió unos minutos después cargada de telas y revistas.

Su figura, envuelta en unos vaqueros de diseño y un ajustado jersey, era un tormento. Y estaba tan cerca que podía oler su pelo…

—Lo primero que tienes que decidir es el color de la pared.

—Te alegras de tener a tu madre aquí, ¿verdad? —preguntó él entonces.

—Mucho. ¿Por qué lo preguntas?

—No, por nada. Me refería a que disfrutas mucho estando con ella.

—Por supuesto que disfruto mucho estando con ella. Me encanta estar con mi madre. En el internado lloraba todas las noches porque la echaba de menos. Hablábamos por teléfono todos los días, pero no es igual…

—No, claro —murmuró Stone, sin mirarla—. Pero sabías que, aunque le habría gustado mucho hacerlo, no podía cuidar de ti.

Faith lo miró entonces con curiosidad.

—Yo creo que a tu madre también le habría gustado cuidar de ti. Quizá para Eliza no fue tan fácil dejarte como crees.

—Mi padre y yo vivíamos muy contentos sin ella —replicó Stone. Después se quedó en silencio unos segundos—. Al menos podía haber aparentado que le importaba, pero ni siquiera se molestó. ¿Tan difícil era hacer que un crío de seis años se sintiera especial para su madre?

Faith apretó su mano.

—¿Se lo has preguntado alguna vez?

—No —contestó él—. Pero ya da igual. ¿Por qué no me enseñas esas telas?

Por supuesto, de niño se había sentido herido por la indiferencia de su madre, pero era un adulto y ya no necesitaba su aprobación para nada.

—Muy bien —dijo Faith entonces.

Estaba tan cerca que sus pechos rozaban la cara de Stone. Y no pudo evitar mirarlos y desear…

—No hace falta que yo elija las telas. Puedes hacerlo tú —dijo, levantándose bruscamente—. Seguro que me gustará lo que elijas.

—Pero tú seguirás viviendo aquí cuando yo me marche.

«Cuando yo me marche».

Aquellas palabras se repetían como un eco y Stone sintió el absurdo deseo de gritar: ¡No te vayas!

No lo hizo, por supuesto. Sin embargo, imágenes de la casa vacía, sin Faith, empezaron a bombardearlo.

Le gustaba tenerla allí. Incluso le gustaba tener a Naomi y Clarice allí.

Por un momento, imaginó cómo sería hacerse viejo con Faith a su lado, seguir casado con ella…

El pensamiento era tan atractivo que lo apartó de su cabeza inmediatamente.

—No tengo tiempo para ver telas, Faith. Lo siento.

Capítulo 5

Esa noche, Faith se arregló el pelo dejándolo caer como una cascada de oro sobre sus hombros. Mentiría si dijera que no la había halagado la reacción de Stone aquella mañana.

Cuando estaban tan cerca, en la cocina, se encontraba incómodo. Y estaba segura de que no tenía nada que ver con las telas para decorar el salón.

Lo había visto mirarle los pechos por el rabillo del ojo. Y antes de eso, había hablado de su madre.

No le contó mucho, pero lo haría en otro momento, estaba segura. A Stone le costaba un poco abrirse a los demás.

Faith se puso un sujetador sin hombreras y después se envolvió en el vestido de Escada que él había sugerido. Las sandalias de tacón alto y el bolso plateado daban el toque final.

Cuando se miró al espejo tuvo que sonreír. Nunca se había visto tan guapa. El corpiño del vestido tenía un más que generoso escote y la falda de seda gris azulado se movía como agitada por el viento mientras bajaba la escalera.

Stone estaba esperándola en el vestíbulo, de espaldas. Faith se sujetó a la barandilla porque no estaba acostumbrada a llevar tacones tan altos. Cuando oyó sus pasos, él se volvió…

Y durante un momento largo, intenso, el aire se llenó de electricidad. La miraba de arriba abajo, con los ojos brillantes, y ella se detuvo al pie de la escalera, como si aquellos ojos azules la estuvieran desnudando.

Pero había algo más, no sabía qué.

Por fin, Stone se aclaró la garganta.

—Seré la envidia de todos los invitados.

El hechizo se había roto.

—Intentaré quedar bien con todo el mundo.

Stone sonrió, pero era una sonrisa forzada. Y Faith se dio cuenta de que había vuelto a levantar las barreras para protegerse.

—La primera vez que te vi llevabas dos coletas. Es desconcertante ver… cómo has cambiado.

—Gracias —sonrió ella—. Tú también estás muy guapo. Nunca te había visto con esmoquin.

—Es obligatorio —suspiró Stone, volviéndose para tomar una cajita de terciopelo—. Tengo un regalo de boda para ti.

Faith lo miró, sorprendida.

—Pero… yo no te he comprado nada.

—Aceptar esta charada es más que suficiente. Toma, ábrela.

—Stone, yo…

—Venga, ábrela —insistió él, impaciente—. Recuerda que ahora eres la señora de Stone Lachlan. La gente murmuraría si no te viera luciendo joyas.

Faith asintió. Y cuando abrió la caja se quedó atónita.

Sobre el terciopelo negro había un collar de zafiros y diamantes que lanzaban destellos de mil colores. Los diamantes rodeaban un enorme zafiro del tamaño de una almendra.

Ella se quedó sin palabras. Literalmente. Tenía la boca seca. Nunca, había visto joyas así. A menos que fuera una exposición de diamantes en el museo Smithsonian…

Stone sacó el collar de la caja.

—Date la vuelta.

Faith obedeció. Aquello era como un sueño. Unas semanas antes estaba vendiendo ropa de Carolina Herrera a mujeres que elegían los vestidos a pares y, de repente, estaba casada con uno de los hombres más ricos del país, que le regalaba joyas y vestidos de diseño.

Unos meses antes era una estudiante universitaria sin un céntimo en el banco y, de repente…

—No puedo hacer esto —dijo, volviéndose para mirarlo.

—¿Hacer qué? —preguntó Stone.

Estaban tan cerca que podía ver los puntitos dorados en sus ojos azules.

—Tú sabes a qué me refiero —murmuró Faith, dando un paso atrás—. No puedo aparentar que soy tu esposa…

—Eres mi esposa.

—No lo soy de verdad —dijo ella, temblando.

—Ese era el acuerdo —asintió Stone con voz ronca.

—Podríamos… cambiar los términos del acuerdo. Si quisiéramos.

No sabía de dónde sacaba coraje para decir aquello, pero tenía que hacerlo.

Él negó con la cabeza.

—Es normal que nos sintamos… atraídos el uno por el otro en una situación como esta, pero hacer algo sería un terrible error —murmuró, sacando los pendientes de la caja—. Póntelos. Tenemos que irnos.

Faith hubiera querido decir algo más, pero no tenía valor. Stone la había rechazado, sencillamente. Y debía aceptarlo. Sin decir nada, se puso los pendientes y volvió a tomar el bolso.

—¿No vas a mirarte al espejo? —preguntó él.

La imagen que veía era la de una mujer elegante y sofisticada con un collar de zafiros y diamantes. Tras ella, un hombre alto vestido de esmoquin, guapísimo y muy seguro de sí mismo.

Una pareja perfecta. Faith se volvió, intentando controlar las lágrimas.

Parecían hechos el uno para el otro…

¿Por qué pensaba Stone que hacer el amor con ella sería un error?

—¿Para qué es la cena benéfica? —preguntó Faith cuando entraban en el hotel.

—No es para el proverbial partido político, sino para una organización no gubernamental que intenta rescatar animales salvajes. Ya sabes, elefantes, tigres de Bengala, leones… todos los que están a punto de desaparecer si no hacemos algo.