Un matrimonio platónico – Anne Marie Winston

Desgraciadamente, lo imaginaba. Stone Lachlan era uno de los hombres más ricos del país y despertaba enorme atención en todas partes.

—Pero tengo que volver a la universidad.

—Muy bien. Ser mi mujer será tu trabajo durante ese año, pero te pagaré la universidad si insistes en terminar la carrera.

—Insisto. Es muy importante para mí. Pero me la pagaré sólita… o pediré una beca.

—Muy bien. ¿Cuál es la otra condición?

Faith no quería pedirle ayuda, pero no le quedaba más remedio.

—Mi madre. Necesita una persona con ella veinticuatro horas al día y los gastos…

—Seguiré pagando sus gastos, por supuesto. De hecho, si quieres podría vivir con nosotros. Hay un apartamento en el primer piso que nunca ha ocupado nadie. Tiene salón, dormitorio… en fin, allí estaría muy bien.

Faith debía admitir que era una oferta muy generosa. Casarse con Stone haría que su vida fuera mucho más fácil y podría ver a su madre todos los días.

—Me gustaría mucho que aceptaras —insistió él entonces.

El brillo decidido de sus ojos la hizo sentir un escalofrío.

—Muy bien —dijo por fin, aclarándose la garganta—. Me casaré contigo.

Al día siguiente era sábado y Stone fue a buscarla al apartamento.

Le había pedido que dejara el trabajo y, aunque a ella no le hizo ni pizca de gracia, cuando fue a buscarla le informó de que ya no trabajaba en la tienda de Carolina Herrera.

—Ah, qué bien. ¿Has hablado con mi encargada?

—Sí.

—¿Y no te parece que debería haberlo hecho yo?

—Le he dicho que tenías que irte de viaje…

—Stone, a partir de ahora no quiero que hagas nada sin consultarme.

—De acuerdo, de acuerdo —suspiró él—. Pero no estás en el paro. Piensa que, simplemente, has cambiado de trabajo.

Faith permaneció callada mientras el Mercedes se abría paso por el abarrotado tráfico de las calles de Manhattan.

Stone se preguntó qué estaría pensando. Seguramente se preguntaba si había cometido un error aceptando su proposición.

—Sé que esto no es fácil para ti —dijo entonces, apretando su mano. Aquella vez estaba preparado para el roce de su piel. O eso creía. Sin embargo, seguía sorprendido por el escalofrío que sintió el día anterior al tocarla. Apenas había rozado su piel, pero…

No estaba preparado para la atracción física que sentía por ella. ¿Por qué le había pedido que viviera en su casa? Tener la tentación tan cerca no era nada inteligente.

Aún así, cuando entraban en la casa sintió un alivio inmenso. Faith había estado muy protegida durante toda su vida. ¿Quién sabe qué podría pasarle a una chica tan joven como ella, sola en una ciudad como Nueva York? Le había prometido a la memoria de su padre que cuidaría de ella y pensaba hacerlo.

Faith se detuvo en el vestíbulo y miró alrededor con expresión embelesada. Aunque los Harrell habían tenido una buena casa, Stone suponía que, después de vivir unas semanas en un apartamento diminuto, aquel sitio le parecía demasiado lujoso.

—Es divino —murmuró ella entonces—. Sencillamente precioso.

Él sonrió, aliviado. Una escalera de roble con barandilla de hierro forjado llevaba al piso superior. A la izquierda había un gran salón y a la derecha estaba el despacho, con su masculino escritorio y las estanterías llenas de libros. La cocina, la bodega y la despensa estaban al final del pasillo.

—Me alegro de que te guste. ¿Quieres subir a ver tu habitación?

Faith subió delante de él y Stone se detuvo ante un dormitorio decorado en granate, negro y oro.

—Este es mi cuarto. El tuyo es el de al lado. Creo que te gustará. Es el dormitorio que solía usar mi madre. Eliza Smythe es una mujer con muchos defectos, pero en cuanto a decoración es impecable.

—Es precioso —murmuró ella cuando abrió la puerta.

Era una suite muy femenina, decorada en tonos lavanda, azul y blanco. Aunque un poco más pequeña que el cuarto de Stone, además de la cama con dosel tenía un sofá, un vestidor y un enorme cuarto de baño.

—Nuestras habitaciones están conectadas —dijo él, abriendo una puerta—. Nadie tiene que saber que no compartimos… el lecho conyugal.

Faith no podía mirarlo a los ojos.

—Muy bien —dijo en voz baja.

—Este será un acuerdo beneficioso para los dos. Te prometo que respetaré tu privacidad.

Ella asintió y Stone supo que lo había entendido: no habría relaciones íntimas entre ellos. Por atractiva que le pareciese, no pensaba cambiar el status platónico de su relación.

Cuando terminaron de visitar la casa, era la hora de comer. Fueron a la cocina y, mientras Faith esperaba sentada en un taburete, él preparó una ensalada de lechuga, atún y tomates.

—No sabía que se te diera bien cocinar.

—¿Pensabas que tendría un chef francés?

—Algo así. A mí también me gusta cocinar, por cierto.

—Tengo un ama de llaves que se encarga de todo. Aunque no duerme aquí.

—Yo voy a tener muchas horas libres. Podría hacer algo.

—Tú tienes que estudiar. Además, podrás hacerle compañía a tu madre.

Era irónico que los dos hubieran sido privados de su madre durante la infancia. Stone, porque Eliza Smythe prefería los negocios, Faith porque su madre estaba enferma. La diferencia era que ella quería estar con su madre mientras Stone evitaba en lo posible a la suya.

—La verdad es que desde que me fui al internado hemos pasado poco tiempo juntas.

Y eso fue poco después del accidente en el que murieron sus padres, pensó Stone.

—Es una pena.

—A veces parece mentira que mi padre falte desde hace ocho años —murmuró Faith entonces.

—Te entiendo. A veces, yo sigo esperando que el mío aparezca por la puerta.

—¿Vivías aquí de pequeño?

—Nací aquí. Pero después del divorcio, mi madre se marchó.

—¿Cuántos años tenías?

—Seis.

—Pues debió ser duro para ti, ¿no?

—No particularmente —contestó él, sin mirarla.

No quería recordar las noches que había llorado la ausencia de su madre, preguntándose qué habría hecho para que se marchara. No quería recordar la envidia que sentía de sus compañeros, que recibían la visita de sus padres en el colegio, de las madres que se sentaban en las gradas para ver los partidos de baloncesto, de las fiestas de cumpleaños…

—Mi madre no pasaba mucho tiempo en casa y cuando venía se peleaba a gritos con mi padre.

—Qué horror.

La simpatía que vio en los ojos grises lo conmovió más de lo que le hubiera gustado admitir.

—Supongo que tu infancia fue muy diferente.

—Mi madre siempre estuvo enferma y mi padre y yo hacíamos todo lo posible para no disgustarla por nada. En ese aspecto, nos parecemos. Yo también le contaba mis problemas a mi padre porque no podía contárselos a ella.

Stone sonrió.

—¿Sabes que yo solía ir al fútbol con tu padre y el mío? Eran de equipos diferentes y siempre estaban discutiendo. Pero lo hacían de broma. Eran muy buenos amigos.

—Supongo que sabes cosas de mi padre que yo no sé.

—Sí, supongo que sí. Te las contaré cuando tengamos tiempo —suspiró él—. Me gustaría ir a comprar las alianzas esta tarde. ¿Te parece bien?

—¿Alianzas?

—Este será un matrimonio real, Faith. Lo haremos por razones diferentes a otras parejas, pero será una boda de verdad. Así que vamos a comprar las alianzas.

Una hora más tarde entraban en Tiffany’s, la famosa joyería.

—Bienvenido, señor Lachlan —lo saludó una sonriente empleada—. Es un placer tenerlo en Tiffany’s.

—Estamos buscando un anillo de compromiso y dos alianzas —dijo Stone.

La mujer lo miró, sorprendida. Como el resto de los empleados. Y él se preguntó cuánto tardaría la noticia en llegar a la prensa. Entonces pensó que lo mejor sería contárselo a su madre antes de que se enterase por los periódicos.

—Tenemos unas alianzas delicadísimas. Si quieren seguirme… —dijo la mujer, ya repuesta de su sorpresa.

Veinte minutos más tarde, Faith seguía sentada en un precioso sillón de terciopelo rojo, mirando una colección de anillos de oro blanco, platino, diamantes…

—No, yo no…

—Si no te decides, elegiré yo —la interrumpió Stone.

No quería que dijera algo como: «no puedo aceptar un regalo tan caro después de todo lo que has hecho por mí».

—Pero…

—Ten cuidado con lo que dices, Faith… porque saldrá en los periódicos —le dijo Stone al oído.

Eso la sobresaltó. Pero intentó disimular.

Como ella no parecía decidirse, Stone eligió un anillo de oro blanco con un diamante enorme, adornado a los lados con cuatro diamantes más pequeños. Le había gustado desde que lo vio y, por la expresión de Faith, también a ella le había gustado.

Tomó su mano para ponerle el anillo, pero tuvo que apartarla inmediatamente al sentir el calor de su piel. De nuevo, había sentido una especie de calambre. Era la misma sensación que experimentó al tocarla en el ascensor.

—Te queda muy bien —murmuró, como si no hubiera pasado nada—. ¿Te gusta?

—Es… precioso —contestó Faith.

—Me alegro —sonrió Stone.

Le gustaba verla con aquel anillo. Su prometida. Su mujer. Le sorprendía que aquel pensamiento le diera tanta satisfacción. Quizá aquel año no sería tan difícil con Faith Harrell a su lado.

Ella podría protestar todo lo que quisiera, pero pensaba abrir una cuenta corriente a su nombre para que nunca más tuviera que preocuparse por el dinero.

—Nos llevaremos las alianzas de platino.

—¡Stone!

—Necesitamos alianzas, cariño —sonrió él.

—Voy a buscarlas.

La empleada salió un momento de la habitación y Stone la siguió.

—También me gustaría llevarme un collar de zafiros y diamantes con pendientes a juego que he visto en el escaparate. Pero no quiero que los vea mi prometida.

—Muy bien, señor Lachlan. Y felicidades.

—Gracias —contestó él, sabiendo que al día siguiente todos los periódicos darían la noticia.

El único consuelo era que tardarían un par de días en averiguar la identidad de la novia.

—¿Quiere alguna cosa más?

—Por el momento, no. Envíenlo todo a mi casa… pero nos llevaremos el anillo de compromiso.

Llamó a su madre desde el móvil, pero su secretaria le dijo que estaba en una reunión. Suspirando, Stone decidió contárselo a ella: se había prometido y esperaba a su madre en casa para celebrarlo aquella misma noche.

Treinta segundos después sonó el teléfono.

—Dime, madre —contestó él, sin poder evitar una sonrisa.

—¿Es una broma? —le espetó Eliza.

—En absoluto. Quiero que vengas esta noche a casa para presentarte a mi novia.

—¿No la conozco? —preguntó ella, exasperada.

—Sí la conoces. Es Faith Harrell, la hija de…

—Randall —terminó Eliza la frase por él—. Era un buen hombre y lamenté mucho… ¡Stone! No puedes casarte con ella.

—¿Por qué no?

—Pero si debe tener veinte años…

—Cumple veintiuno en diciembre.

—Muy bien. Iré a cenar. Estoy deseando ver a la señorita Harrell.

—Pronto será la señora Lachlan, madre —le recordó él—. ¿Te parece bien a las nueve?

—Muy bien.

Faith no podía dejar de mirar el anillo de compromiso. Debía haberle costado una millonada, aunque, por supuesto, nadie había mencionado cifra alguna. Stone hizo una llamada a su compañía de seguros, de modo que si lo perdía estaba asegurado.

Aunque no pensaba quitárselo.

Estaba tan perdida en sus pensamientos que cuando Stone abrió la puerta del coche, lo miró, confusa.

—¿Dónde vamos?

—De compras —contestó él—. Supongo que necesitarás algo de ropa para los estrenos y actos oficiales… La semana que viene tenemos una cena benéfica, para empezar. Así la gente tendrá oportunidad de conocerte. Después, estaremos un poco más tranquilos.

¿Una cena benéfica? Ella no tenía experiencia en ese tipo de eventos. Era demasiado pequeña cuando sus padres todavía vivían en la abundancia. Además, comparados con los Lachlan…

—Supongo que cuanto antes se sepa la noticia, antes nos dejarán en paz.

—Lamento que te moleste la idea de tener periodistas olfateando por ahí. Hablarán de nosotros durante un par de días, pero después se olvidarán de nosotros, no te preocupes.

—Me pareces que subestimas tu atractivo para la prensa —sonrió ella.