La leyenda de Soledad Cruz – Gonzalo Abella

—Los negros somos desconfiados, oficial. ¿Por qué el Dr. Francia no vino a hablar personalmente con nosotros?

—Señores, esto no es la Liga Federal: es un Estado Americano soberano y organizado, tiene sus reglas y sus leyes. Aquí no hace cada cual lo que quiere, ni se pierde tiempo en negociaciones entre caudillos, entre grupos armados diferentes: somos un Es-ta-do ¿entienden? Un Estado que defiende la causa americana y no se pone de rodillas ante Inglaterra, como sí hacen en el Río de la Plata. Un Estado al que bastante dificultad le han creado sus vecinos, incluyendo ustedes los federales, que debieron ser siempre nuestros aliados pero… Somos hospitalarios, pero ustedes, como asilados, deberán cumplir las normas que nosotros fijamos. ¿Quién de ustedes es Ledesma?

—Un servidor, oficial. Aquí estoy.

—¿Usted, tan joven…? Muy bien. Le sugerimos alojarse en Guarambaré, a tiro de cañón del Campamento de la Loma. Hay muchos espías de Inglaterra y de Montevideo, y la figura de usted es demasiado conocida. Recuerden, caballeros, que oficialmente el Paraguay sólo reconoció que ha asilado a Artigas y a un oficial negro; si alguien los ve a ustedes, diremos que son cambás del Brasil, fugados de la esclavitud. Pero si ven a Ledesma o al ciudadano Lencina, llamado Ansina, tendremos dificultades… Sigamos con los nombres de la lista. Soledad y una mita’í llamada María de Zumbí…

—Yo soy Soledad. Mi hija no cruzó el Paraná.

—Bien. Sigamos con la lista de asilados. ¿Quién de ustedes es el cambá que llaman Montevideo…?

¿Habré hecho bien? Le envolví en el cuello el collar amuleto de su padre, hecho con dientes de jaguareté; es la señal para que la reconozcan y la protejan, es la niña de la profecía.

La llevé aparte y le hablé. Había pensado cada palabra, aunque las palabras no son tan importantes. Es tan pequeña, pensaba, ¡tan pequeña! Se me estrujó el alma cuando vi la desolación en su carita. Hubiera preferido que se pusiera a llorar, pero me miró, me miró y después me apretó fuerte.

Todos vieron mi cara bañada en lágrimas cuando volvimos, y advirtieron admirados y conmovidos la serena tristeza de niña grande de mi María de Zumbí, de mi Inaê adorada. Sus ojos en la despedida, por Dios, como bebiendo cada cosa, como tragando mi imagen, y yo deshecha por dentro…

Francisco de los Santos procuraba bromear: «¡Pero quedáte tranquila, chamiga! ¡Madre cargosa habías resultado! Te la llevo de un galopito hasta Maldonado y allá está mi mujer con lo oré mitâ, que la mayoría de ellos son cambá’í kuéra como la tuya, porque no pudimos tener hijos propios. ¡Va segura tu hijita conmigo, chamiga, palabra de guaraní! ¿Quién me la va a robar por el camino con estos charrúas fierazos que me escoltan hacia el Sur? Gracias a que llevo a tu hijita, Artigas ni protestó cuando le dije que primero voy hasta donde mi mujer en Rocha; desde allí sí, después de dejar la niña, solito yo y mi alma… ¡con la tropilla al galope hasta el Janeiro, a entregar los patacones a los presos orientales! Por ahora, mirá que linda moza me llevo en ancas». En ancas no, Francisco, que se va a caer ¿no te das cuenta que es chiquita? «Qué va a ser chiquita, ésta seguro no mamó de tus pechos sino de tetas de yeguariza. Agarráte, Negrita, que este caballo es buenazo».

—Mamita, te quiero. No me dejes. ¿No íbamos a andar juntas siempre?

—Siempre, mi amor. Mirá la huella del Ñandú todas las noches y vas a sentir que estoy contigo. Hay cosas que ahora no podés entender… que yo misma no entiendo. Tenés que quedarte en la Banda Oriental, hijita. Tu papá Lucio, aunque no lo veas, te protegerá; y yo… yo voy a estar bien, y en cada sueño, cada vez que cierres los ojitos me vas a ver y te vas a dormir sonriendo acordándote de las cosas que hicimos juntas. Porque hicimos cosas pícaras, ¿eh? ¿Te acordás cuando lo engañamos al tío Lencina? Le escondimos la guitarra y le dijiste que se había roto… ¿Te acordás que se enojó primero y después no pudo disimular y se reía? Así, así me gusta, que ahora te rías tú… Un besote bien grande, hijita.

—Un beso, mamá. Te quiero, te quiero mucho.

—Un beso, mi niña, mi María de Zumbí, mi Inaê, mi vida. No pierdas el collar: es de tu padre, de Lucio. El también te protege. Ahora apretate fuerte a Francisco de los Santos. No te separes de él hasta llegar a Rocha.

—¡Listo! Agarrate gurisita que vamos a galopiar.

V

¿Qué fue de la vida de Soledad en aquellos años paraguayos? ¿Qué fue de su niña en suelo oriental? Hay pocos datos, pero no creo que hayan sucedido cosas muy destacables por entonces.

Siempre me sorprendió la ausencia de cartas, aún entre aquellos exilados que sabían leer y sus familias que habían quedado en suelo oriental. Había como un estoicismo muy charrúa, muy gaucho.

O quizás la verdad sea otra. O haya un complemento a esta verdad. Quizás la Hermandad de los Hijos de Zumbí y la red secreta Guaraní eran los caminos selváticos de la comunicación, la ruptura del bloqueo que el mundo «civilizado» impuso al Paraguay de Gaspar Rodríguez de Francia y de los López.

Soledad esperaba. Sabía que faltaban muchos sucesos extraordinarios todavía en su larga vida. Esposo e hija, Lucio y María de Zumbí, de alguna manera extraña y desconocida, o mejor dicho de dos maneras diferentes pero igualmente misteriosas, se comunicaban con ella.

CambaCuá, el hogar paraguayo de los lanceros negros de Artigas, vivía su rutina de siempre. Entre el verdor de la naturaleza tropical se oían permanentemente los cencerros y los mugidos de las lecheras, mezclados con las risas alegres de los niños.

Todos los domingos a las diez de la mañana en la blanca capilla se oía el tañer de la campana, y los caminos de la villa, de tierra roja como la sangre, se llenaban de hombres, mujeres y niños cuya piel oscura contrastaba con sus blanquísimas vestiduras.

Entonces en la enramada aparecían los tambores y el fuego ritual tensaba las lonjas de cuero para la celebración. Los jóvenes tamborileros entraban persignándose ante el Santo Negro y muchachas adornadas con guirnaldas rojas y amarillas danzaban descalzas para el Santo.

Pero aquel domingo, después de la Misa danzada, cuando la gente comenzaba a dispersarse volviendo a sus chacras para el almuerzo dominguero, una polvoreda comenzó a divisarse por el camino real. Un galope de ese tipo era algo inusual en la plácida vida de la villa, exceptuando cuando se organizaban carreras de sortijas según la vieja tradición de la Banda Oriental.

No había desmontado el chasque y la noticia ya corría por la villa: Artigas y Ansina venían a visitar a sus antiguos hermanos negros. ¡Artigas y Ansina venían a CambaCuá!

«Veinte y tantos años que no veo a Artigas» pensó Soledad, alisando sus rizados cabellos ya canosos; «Ansina sí pasó alguna vez fugazmente por aquí, pero Artigas… Estuvieron veinte años allá en Curuguaty, y después de la muerte del Dr. Francia los encarcelaron. Ahora Carlos Antonio López los llama como asesores del gobierno, y los dos desandan el camino al Sur. Su carreta pasará por CambaCuá, porque así lo han pedido ellos… ¿Cómo estarán? ¿Qué pasará ahora? ¿Habrá cambios? También ellos sufren como yo. Ansina dejó a su mujer y a tres hijos allá, contra el Kuarahy-Cuareim y sólo uno de ellos vino después a verlo; Artigas dejó su amor, su amor de madurez, sus hijos, su familia. Yo… ¿Tendré por ellos noticias de mi hija? ¿Conseguiré alguna señal? María de Zumbí debe tener ahora treinta y tres años… Sé que está bien, mi corazón me lo dice. ¿Conoció el amor? ¿Sabrá, pobre hijita, cuál es su destino, por qué debía volver a la Banda Oriental? Es fundamental que haya conservado el collar con los dientes de jaguareté… ¿Se lo recordé aquella noche, cuando Francisco de los Santos la alzó entre sus fuertes brazos…? Eran tanto mi dolor entonces, tantas las cosas que debí decirle, y ella todavía tan pequeña para comprender… Hijita adorada ¿Cómo puedo recuperarte niña, para vivir contigo tus primeros pasos de mujer? ¿Cómo puede ser tan cruel la vida, tan doloroso el camino de la profecía? ¿Por qué titila tan fría, tan distante la Huella de la Pata del Ñandú? ¿Hasta cuándo, hasta cuándo, espíritus del monte, de la selva y de la mar océana, van a hacernos sufrir? ¿Qué culpa antigua estamos pagando? O mejor aún —quiero creerlo así— ¿qué futuro espléndido estamos preparando? Hay olor a sangre en el aire, anuncio de más sangre, de mares de sangre sobre la tierra paraguaya. Pero no será enseguida. El tío Lencina debe tener respuestas. La Hermandad ha enviado sus emisarios todos estos años, Ansina sigue siendo de los Principales.»

La carreta llegó por fin. Ansina, con sus ochenta y tantos años, saltó ágilmente al suelo. Entre él y el amanuense del Presidente ayudaron a bajar a Artigas. El viejo Protector avanzó firme. Los antiguos lanceros y lanceras de CambaCuá habían formado una hilera con sus lanzas y tambores. Soledad se puso firme, en medio de la fila de las viejas guerreras afroorientalas.

Ansina hacía las presentaciones, o mejor, las recordaciones; él sí había estado en los últimos tiempos discretamente en CambaCuá, había retomado los contactos. «Por acá, che Pepe. Este viejo de mota blanca ¿lo reconocés? era aquel mozo que peleó con vos en Paso del Rey; y este otro te acompañaba cuando el puma se metió en tu tienda de campaña… mirá, acá está Soledad, que sigue siendo una moza lindaza a pesar de las canas» y le agregó al oído a Artigas: «la compañera de Lucio, ¿te acordás?».

Artigas que iba abrazando a los CambaCuá uno por uno, se detuvo y entrecerró los ojos con dominada emoción: «Vos sos la madre de la niña» dijo a Soledad; «¿qué sabés de tu hija?» «Sé que está bien, tío Pepe.» «Tenés que ir a verla; ahora arreglaremos eso con Carlos Antonio».

A Soledad le dio vuelta el mundo. ¿Entonces se podía? Su corazón galopó hasta la costa atlántica de la Banda Oriental, se preguntó por un momento si Francisco de los Santos viviría aún, recordó más cosas en ese momento, de golpe, que en veintitantos años de exilio. Su corazón latía con fuerza como si fuera a estallar, pero no abandonó la formación.

Artigas abrazaba al último de sus antiguos lanceros, que no disimulaba las lágrimas que goteaban sobre su barba entrecana; y entonces se le acercó un grupo de adolescentes y niños de CambaCuá que veían por primera vez a aquel viejo, a la leyenda viva de la Liga Federal. «Quieren tu bendición, che Pepe; como en los viejos tiempos» dijo Ansina sonriendo; «A mí me ven más a menudo, pero una bendición tuya no es cosa de todos los días». Entonces Artigas fue poniendo su mano sobre la cabeza de cada adolescente y cada niño, diciendo: «Nuestro canto es poderoso, y nuestro camino es largo. ¡Que la Cruz del Sur te ilumine para seguirlo! Oré rapé mbukú itereí. Oré jeroky katú eté, oré purahéi ikatú aveí.»

Luego subió a la carreta lentamente y sin decir palabra. El cuarteador azuzó a los bueyes, saludando apenas con la picana las ancas de las bestias; tras Artigas, Ansina trepó ágilmente y lo mismo hizo el amanuense del Presidente López. La carreta comenzó a alejarse.

VI

A Soledad todo le parecía fácil ahora. No era tan complicado viajar, después de todo, cuando hay manos hermanas a cada legua de camino, un fogón fraterno en cada rancho escondido, y los ojos del monte velan con amor si vuelve una emisaria de la tierra roja donde vive Artigas.

No fue sólo el reencuentro con su hija, moza que no le debía envidiar nada de su antigua belleza; fue el reencuentro con las fragancias, con los viejos espíritus del monte, con las olas eternas del mar océano, con los amigos. Con los amigos. Qué dulce palabra, Dios, la palabra amigo, cuando se comparte un sueño obstinado y febril, sólo momentáneamente derrotado; cuando se lee en los ojos del otro nuestra simétrica terquedad, cuando comprendemos que seguimos jugados por algo que jamás hemos traicionado.

Parece que Soledad entendió muchas cosas en ese viaje tan removedor.

—¡Soledad! ¿Vos? ¡San Baltazar bendito! ¡Volviste a Camba Cuá!

—Claro que volví. No soy un fantasma, no soy la póra, chamiga.

—Pero contá, che hermanita… ¡Contá cómo está tu hija! ¡Moza debe estar! Contá qué hermanos viste por allá…

Soledad volvió más fuerte y más joven a CambaCuá después de estar un mes en la nueva República Oriental. Veinte días había acompañado a su hija en los campos de Rocha, habíase entrevistado con María Centurión, la leal hija de Artigas, y había llegado hasta el Cuareim por la Bajada de Pena para ver a Sinforosita Lencina.

Supo los horrores que la nueva república había impuesto a los sobrevivientes de la gesta heroica; el genocidio de los hermanos charrúas, el envío en jaula a Europa de su hermana india Guyunusa, de su compañero Tacuabé, de Senaqué y Vaimaca Péru.

El Manuel Karapé, hijo del caciquillo Manuel y nieto espiritual de Artigas, vivía disfrazado de peón rural para evitar la represión. Le narró cómo el gobierno había enviado a Montevideo una caravana de mujeres charrúas con sus hijitos, los cuales habían sido finalmente arrancados del lado de sus madres tal como antes había hecho el poder colonial con los niños esclavos.

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