La leyenda de Soledad Cruz – Gonzalo Abella

VIII

Si muchos CambaCuá, a pesar de la nostalgia, pensaron que el Paraguay era un lugar tranquilo para que sus familias crecieran y se multiplicaran, la vida les jugó una trágica broma: en el Paraguay se viviría una de las tragedias más brutales y más desconocidas de América, una tragedia y un genocidio preparado por el imperio brasileño, apoyado por Mitre y por Flores, y aplaudido y financiado por Europa.

Soledad estuvo allí, entreverada en las primeras líneas. Mujer, demonio o ángel, no era ninguna de las tres cosas porque era las tres cosas a la vez. Y ¿sabés una cosa…? La gente dice que con todo, con los muchos años y los muchos dolores, seguía linda. Lindísima.

—Dale, Ledesma. Todos queremos oírte.

—La situación es la siguiente: el enemigo ha tomado Asunción. La ciudad arde y un río de sangre de inocentes, de ancianos y niños muy pequeños, tiñe de rojo el río Paraguay. El mundo mira en silencio la infamia, Europa aplaude. Nuestro Presidente Mariscal López se replegó hacia Curuguaty, y fue sitiado allí, pero logró evadir el cerco con ayuda de los indios; ahora se abre paso hacia Cerro Corá. Los ejércitos de la Triple Alianza lo persiguen. El Mariscal pidió a las Residentas, las heroicas mujeres paraguayas de la resistencia, que se separen de la columna y se refugien en Concepción, para no caer en manos de los soldados invasores.

—Con el Presidente va un puñado de combatientes, y entre ellos nuestro Cándido Silva, hijo de Camba Cuá, que tiene trece años y fue ascendido a sargento por su heroísmo en combate.

—Los franceses le han dado a nuestros enemigos, ¡a esos traidores a la causa americana! un arma nueva para enfrentarnos: unos inmensos globos que se inflan y flotan entre las nubes. Desde allí, trepados en un barquito que flota en el aire, observan nuestras posiciones.

—Capitán Ledesma, disculpe, pero no es exactamente así. No les han dado a los argentinos esos globos aerostáticos. Ni siquiera dejan subir a los oficiales brasileños y argentinos a esos aparatos. Sólo los franceses pueden subir y desde el aire dan las órdenes a los Aliados.

—Es verdad. Dicen que al finado Venancio Flores no le gustó esa arrogancia de los europeos, y preguntó si los ejércitos de la Triple Alianza estaban destinados a ser el brazo ciego de ojos extranjeros.

—Parece que le quedaba algo de vergüenza a ese miserable.

—Que la disfrute en el infierno. ¿Es cierto que el nieto de Soledad lo ajustició?

—Quien lo hizo era muy jovencito y tenía un collar de dientes de jaguareté en el cuello sobre la golilla banca; y unos ojos que brillaban como brasas en la oscuridad. Eso es todo lo que se sabe, al menos eso es lo que se dice en Montevideo. Pero Montevideo está lleno de rumores.

—Ahí viene la tía Soledad. No hables de eso.

—La tía Soledad. Ella encabezó la marcha de las lanceras hasta Paysandú, ¿te acuerdas? Pero cuando llegaron a Concordia, cuando sintieron las fragancias del suelo nativo y del Ayuí, se enteraron que Leandro había sido fusilado y que debían replegarse. Todavía queda el arroyo llamado Cambacuá, al norte de Concordia, como recuerdo de aquellos hechos.

—Cierto. Ese arroyo entrerriano está muy próximo a la villa de los Charrúas, que así fue llamada porque allí fue la asamblea, el Aty Guasú de los sobrevivientes de Salsipuedes, de los heroicos vengadores del paso de Yacaré Cururú. Cuando estábamos acampados en Concordia los hermanos charrúas nos informaron cómo se habían reorganizado después de la traición de Don Frutos: algunos caciques con sus familias se fueron al Norte y se refugiaron entre los tobas del Chaco, pero otros se disfrazaron de paisanos para quedar en la Banda Oriental… quiero decir en la República Oriental. Me cuesta llamarle así a nuestra tierra. Soledad quería cruzar el Uruguay para ajusticiar al Goyo Jeta, pero Ledesma se lo prohibió. Ledesma y Soledad discutieron violentamente en ese entonces. Aquí viene ella. ¿De dónde saca ese vigor, esa energía, esta vieja mujer de negro?

—Buenos días, buenos días…. Ah, están todos reunidos. Que los espíritus de los montes los iluminen y protejan. Ledesma, vos das las órdenes ahora.

—Sí, eso me pidió el Presidente Mariscal López; que me hiciera cargo de la resistencia en toda esta zona. Somos doscientos paraguayos y veinte Cambacuá, la mitad mujeres. Tenemos lanzas y algunos fusiles. Todos tenemos facones. Algunos CambaCuá saben usar las boleadoras todavía.

—Y tenemos tres cañones. Dos piezas de a ocho…

—Los cañones serán escondidos. Para la guerra en el monte y en la selva serían una carga inútil. Se acabó para nosotros la guerra a campo abierto, ¿entienden? Una larga guerra de resistencia empieza ahora, y lo primero es recuperar la sabiduría guaraní del cultivo en el monte, del cultivo invisible para los ojos invasores. Nuestros niños van con nosotros y nuestros ancianos también, y el sustento es lo primero.

—Como en la redota, ¿Verdad? Como en Purificación…

Purificación. Mirábamos entonces las estrellas con mi hijita, con mi Inaê adorada, con mi María de Zumbí, que tenía la mirada de Lucio y los rulitos de mi raza, y ahora se me aparecen como una visión sus trencitas apretadas y las manitos morenas acariciándome la cara.

¡Qué felices éramos entonces! La felicidad más perfecta no se percibe nunca como tal en el momento que te acompaña.

Siempre sentí a Lucio muy cerca. Creo que de noche, en su forma animal, se acercaba a proteger a nuestra Inaê. Su aliento daba calor a su carita, y cierta vez, después de muchas lluvias, apareció una víbora yarará con la cabeza destrozada al lado del travesaño donde colgábamos su hamaca.

En sueños Lucio hacía el amor conmigo como antes, y yo sabía que él prefería hacerlo así, que era un sueño que compartíamos al mismo momento, ya que por un extraño maleficio él ya no podía hacer el amor en carne sin transformarse en animal. Yo no me hubiera asustado, pero él lo prefería así.

Lucio me acompañó en el cruce del Paraná, en los años en CambaCuá, y después viajó conmigo cada vez que volví a la Banda Oriental; sus pasos sigilosos en la floresta eran inaudibles para todos menos para mí, y sólo yo sabía quién dejaba en la mañana frutas silvestres junto a mi hamaca.

Lucio se me apareció en sueños en seguida después de la muerte de nuestra Inaê, en su atuendo de gaucho tupamaro, y yo abrí los ojos y estaba en realidad en mi choza, pero en su forma animal, y lloraba lágrimas de sangre. Me informó que se había cumplido la profecía, que la sangre de nuestra hija fecundaba los campos de San Pedro del Durazno y que el collar estaba en manos de nuestros nietos. «La vida sigue», dijo con el corazón y no con los labios, «y el único misterio es por qué estamos llorando.» Eso me dijo, y eso significa que yo también lloraba. No recuerdo.

Desde entonces, el alma, el asyguá de Inaê anda con él por la floresta. No siempre, porque a veces ronda en espíritu entre sus hijos y Lucio prefiere venir a verme a mí.

¿Y ahora? Bien, otra vez quemar los ranchos, otra vez la vida selvática. Ya no tengo fuerza para la lanza, pero tengo mucho amor para dar a lo mita’í, a estos gurises que no ovidarán jamás la selva.

Los paraguayos confían en Ledesma y tienen razón. Es veterano de la Liga Federal, puede luchar como un guaraní o como un charrúa, que son formas muy diferentes de combatir; y tiene la sabiduría de los antiguos guerreros africanos. Ahora conoce la floresta de la región como casi nadie, y el ejército imperial brasileño va a saber muy pronto quiénes somos. Nuestras primeras acciones van a hostigar las líneas de abastecimiento, pero ningún campamento brasilero va a tener reposo. Lorenzo Ponchito también está con nosotros y nadie duda de su fuerza espiritual.

IX

Ya sé. No te permití interrumpirme antes, pero querías saber más sobre el destino de los hijos de Inaê, los nietos de Soledad.

Hablemos de ellos un instante, dejando por ahora a la vieja Soledad en la selva paraguaya.

Ambos niños sobrevivieron a las llamas de San Borja del Yí. Su madre Inaê —María de Zumbí la llamaban— cumplió a medias el pedido de Soledad. Ante la proximidad inevitable de su propia muerte el collar de dientes de jaguareté fue roto en dos mitades, y cada una de ellas anudada al cuello de uno de los niños.

La voluntad de la abuela había sido que el collar fuese heredado por el varoncito, y no puedo atribuir ningún tipo de machismo a la vieja Soledad; sus motivos habría tenido.

Pero una madre es una madre. Inaê, mirando la muerte, repartió el collar.

Así se fortalecieron los poderes milagrosos de la niña. Una aureola de prestigio y respeto por su sabiduría la acompañó toda su larga vida. A ella se acudía en peregrinación, desde los más lejanos confines del país hasta su humilde rancho cerca del Cerro de las Cuentas, para que atendiera enfermos, partos difíciles, males de amor y formas de bien morir.

Se la vio a caballo muchísimo después, de blanca divisa en la frente, en los campamentos de Aparicio Saravia. Le pidió al caudillo que no se acercara a Masoller, pues «lo iba siguiendo una bala, asegún entendí de una milonga que me trajo el viento». Así habló la nieta de Soledad, pero Saravia no la escuchó.

Dicen que el medio collar de dientes de jaguareté fortaleció su energía.

Pero quizás así se debilitó la buena estrella del varón, que desde adolescente sufrió el mismo alucinamiento de Facundo, del Chacho Peñaloza, de Felipe Varela, de López Jordán y de Leandro Gómez, participando en innumerables montoneras federales.

Creo entender al hijo de Inaê. Parece que no se puede vivir impunemente a orillas del Paraná o del Uruguay: estos ríos te impiden la indiferencia. El ser humano que de pequeño se baña en sus aguas turbulentas o plácidas, en esos inmensos «potreros azules de sueños que viajan», como dijo sabiamente el poeta, queda preso de sentimientos que marcan su destino. Lo mismo ocurre aguas arriba en el río Paraguay, que trae en cada gota un suspiro del viejo Ansina, un recuerdo heroico de Humaitá, una partícula del polvo pantaneiro y otra del llano oriental altoperuano. Todo eso se funde en el Pará Guasú, en el mal llamado Río de la Plata.

El hijo varón de Inaê, el nieto de Soledad Cruz… Ah, un personaje muy especial.

De él todavía se evocan hazañas asombrosas cantadas por viejos guitarreros en pulperías y boliches del litoral. Los quiebres de la «cordiona verdulera» en Taragüí hacen contrapunto con las arpas misioneras para evocarlo. La brisa perfumada que embalsama el aire del Entre Ríos, en el retoñar de cada primavera, está hecho de los suspiros de las mozas que lo conocieron.

Recuerda: este niño se llamaba Laureano Rodríguez Chena. Ah, yo qué sé de dónde salió el Rodríguez, pero así fue. Si querés una opinión… el apellido Chena, así solito, asustaba. Aquella época conocía cosas que nuestra época olvidó.

Las montoneras federales… Toda la dignidad americana por un momento se refugió en ellas. A pesar de las claudicaciones de algunos caudillos connotados del Litoral, la sangre guaraní del sargento Cabral seguía latiendo en ambas márgenes del Paraná. La dignidad andina reaparecía en los combatientes altoperuanos de Felipe Varela.

La Argentina fue el refugio de aquellos tigres y tigresas embravecidos que cargaron sobre sus hombros la dignidad de todos, en los malones de la resistencia.

Las montoneras obedecieron así el llamado de la Madre Tierra como lo hicieron los bravos indios del Sur, del desierto y de la Patagonia. Malones al Sur, montoneras al Norte, todos enfrentaron al genocida y miserable general Roca, brazo militar de la codicia extranjera y del peor servilismo mercantil urbano.

Los caudillos gauchos sintieron el mensaje de los ríos y comprendieron que la gaucha caballería vencería finalmente a los modernos fusiles. Aunque la Historia Oficial diga exactamente lo contrario, porque sólo sabe contar muertos entre los héroes y heroínas que viven para siempre; porque no entiende que se renace en una dulce flauta andina o en la guitarra matrera; y porque tampoco comprende que la tierra agredida se restaura y es sanada en cada galope evocado, en cada rezo de los chamanes sobrevivientes.

— Pero si yo te escucho, López Jordán.

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