La leyenda de Soledad Cruz – Gonzalo Abella

En 1817 la nueva invasión militar de Portugal que incluía cuerpos de élite especializados llegó desde el Brasil para aplastar la esperanza. Buenos Aires (aún no estaba Rosas) se desentendió del problema. Todo se derrumbó. Muchos sobrevivientes de la efímera utopía federal recibieron asilo en el Paraguay. Otros quedaron en el monte, como brote tenaz de futuras rebeldías.

Es importante recordar que el Uruguay nace como Estado «soberano» en 1830, pero bajo los auspicios de Inglaterra, sobre un modelo pro-liberal y neo-colonial europeo que da la prioridad a la ciudad-puerto y al mercado de los ricos sometiendo al mundo pastoril, reprimiendo la alianza de los humildes, y destruyendo las bases de la Liga Federal de Artigas.

El modelo imperante desde entonces aborreció y aborrece la propuesta (igualitaria, multicultural y de sabia relación con el ecosistema de pradera) que fuera la base de unión entre pueblos, el Sistema que proclamaran Artigas, Ansina, Andrés Guacurarí, Blas Basualdo, Campbell, Manuel Charrúa, China María, Juana Bautista y Melchora Cuenca entre otros… y después López Jordán y Felipe Varela.

En oposición a todos aquellos héroes “de abajo”, la Constitución de 1830 y sus seguidores sólo creen en el Progreso universal a la manera occidental. Desconocen las síntesis que ya Artigas buscaba entre el saber europeo del sabio Larrañaga, el conocimiento tradicional indígena y la sabiduría afroamericana y popular.

La propuesta de los pueblos de la pradera fue enterrada.

Hay que reconocerle consecuencia al modelo que la sepultó. Primero buscó extirpar cada brote artiguista superviviente, legitimándose en este sentido con la Constitución de 1830; después se dedicó a exterminar a los charrúas, lo cual logró parcialmente; después expulsó a los donatarios de tierras artiguistas; en 1865 el Estado Uruguayo participó en la guerra contra el Paraguay, para liquidar la experiencia más importante a nivel continental de desarrollo soberano; en el siglo XX debió aplastar a muchos Saravias y Aquinos insurgentes; debió negar su propia institucionalidad cada vez que sintió amenazados sus injustos privilegios; debió reprimir (violando su propia legalidad) cada sueño de libertad transgresor; hoy se quiere integrar al ALCA o a lo que sea para borrar la memoria de la identidad y sumarse al alegre coro del neoliberalismo, procurando por todos los medios que no se produzca la verdadera integración, la GENTESUR tan necesaria.

Pero la Liga Federal perduró en el recuerdo. Y en su recuerdo viven los muchos recuerdos de sus humildes y heroicos hacedores.

En las disyuntivas en que todo esto estaba naciendo, en ese mundo conmovido y mágico, vivió sin ninguna duda Soledad Cruz; y junto a ella, muchas mujeres que fueron protagonistas de las mejores esperanzas de entonces.

Ellas vivieron las esperanzas compartidas y sufrieron después los quiebres, las frustraciones, las traiciones. Hablar de ellas, pensaban los liberales del siglo XIX, es un mal ejemplo para las señoritas del futuro, que deben ser celosas guardianas del hogar y obedientes a las opiniones del esposo. Hablar de ellas, piensan los neoliberales del siglo XX y XXI, sería confesar la brutal represión y los ríos de sangre que edificaron este injusto presente. Hoy esas mujeres, la mayoría de piel oscura india o africana, están proscriptas de la historia oficial.

Pero no están olvidadas en nosotros.

Vaya la evocación de esta leyenda, o de esta realidad, en su homenaje. Que el tambor afro anuncie, pues, la entrada triunfal de los héroes y heroínas evocados. Que las señales de humo pidan un respetuoso silencio. Y que un viejo moreno toque atención en la trompeta, para que las tacuaras gauchas vuelvan a alzarse. Entonces todos serán convocados; también los inmigrantes europeos de tradiciones libertarias, porque ellos son parte imprescindible de los de abajo.

Y Soledad Cruz volverá a galopar, joven e indómita, como María Luisa Velarde, hacia el futuro necesario.

En las páginas que siguen, una voz vagamente reconocible nos la presentará en cada estación de su larga vida.

Presten atención a esa voz, que aparecerá en muchas ocasiones, y no pregunten demasiado. Si la reconocen, si adivinan su misterio, no se lo digan a nadie. Sólo déjense llevar por ella. Aquí está.

I

Te adelanto lo que escucharé de tus labios. Vas a decir que al mirarme, a pesar de la penumbra, adivinás un rostro vagamente familiar. Puede ser. Es muy posible que mi voz tenga para tí resonancias ya oídas en otro tiempo o en otro lugar.

Pero prefiero… en este momento ¿entendés? en este momento que tiene algo de sobrenatural… Prefiero no decirte mi nombre. No importa quién soy. De eso trataremos después, si acaso fuera necesario.

Ahora quiero hablarte de Soledad Cruz.

Una negra que nació esclava, allá por el mil ochocientos… No; un poco antes debe haber sido, porque anduvo en los entreveros de la Patria Vieja.

Soledad estuvo en todos los caminos de la Patria, pero en los libros de historia no. Y eso que hay documentos que la citan, y está la memoria de los viejos que al mentarla se persignan… Algunos se persignan porque creen que tenía algo de bruja. No de bruja fea, todo lo contrario: como todas las cosas bien hechas por el Diablo, comentan, Soledad era una belleza. Eso dicen algunos de los que la conocieron, los que se animaron a hablar de ella.

Pero Soledad, como lo demuestra su apellido, no era cosa del Diablo, aunque tampoco del Dios ese infinito que tienen los cristianos. Era cosa del monte encantado, de la pradera indómita. Como era hija de africanos, creo que salió del aliento de la Pomba Gira, y al crecer sus pechos, con la adolescencia, un Exú malicioso pellizcó sus pezones para hacerlos más altaneros, más desafiantes.

Soledad Cruz. Sus labios tenían la miel del camoatí y el brillo de la flor del ceibo, que es la sangre ardiente de Anahí; su piel africana rezumaba fragancias de las selvas americanas y su andar evocaba susurros de los arroyos más profundos.

Creo que no se la menciona en los textos de historia por eso mismo, porque era demasiado de carne y hueso, porque amó y derramó su sangre por la tierra, amando la pradera en lugar de venderla, e hizo el amor en lugar de hacer frases bonitas.

Tampoco está en los libros el pardo Encarnación Benítez, que la amó en silencio; y eso que fue un héroe sin par de la gesta artiguista, allá por los pagos de Soriano. ¡Hay tantas ausencias en los libros!

Eso hacen los libros: ocultan. En cuanto a mí, prefiero presentarte a Soledad ya moza, cuando hacía el amor con Lucio. Creo que fue su etapa más feliz.

Lucio era un gaucho fornido entre negro y aindiado, silencioso y huraño, de gran coraje y mayor corazón. No sabía lo que era el miedo, al menos lo que los mortales llamamos miedo. Desdeñoso con los godos y portugueses, a quienes desafiaba arriesgándose en cada batalla, era al mismo tiempo tan paciente con las diabluras de los gurises que entre ellos parecía un gigante bobo.

Lucio abrazó la causa de la independencia sin preguntas, sin argumentos; porque era gaucho, simplemente por eso. Se hizo «tupamaro» como decían en la época, y así decían porque estaba muy fresco todavía el recuerdo de Tupac Amaru II, y las comunidades que seguían a Artigas eran mayoritariamente indias, o montoneras de esclavos alzados, o grupos de gauchos pobres y mestizos.

Fue en una batalla en que Lucio estaba en la vanguardia, cuando sintió que a Soledad la habían herido gravemente. ¿Cómo sintió eso? Vaya uno a saber. Son cosas que pasan ¿o no?

El estaba en un caballo rojo como la sangre. Con un brusco tirón le hizo dar media vuelta, pasó como una luz entre sus propios compañeros y al galope tendido cruzó por entre los pardos libertos que avanzaban en formación cerrada. «Soledad se muere» le dijo una muchacha negra, que avanzaba con una lanza de quebracho más grande que ella, los ojos llenos de lágrimas y el labio blanco de tanto morderlo con sus dientes. «No se va a morir, carajo» contestó Lucio a la carrera, y la muchacha supo que Lucio estaba decidido a todo, aún a aquello que a un simple humano le era imposible.

Soledad Cruz. En los libros de historia no está la huella de su paso. Pero eso no es de extrañar. Alguien decidió alguna vez, en alguna parte, que las nuevas generaciones no deben conocer a la gente que hizo la historia por abajo; tan sólo deben conocer los que la disfrutaron por arriba, y en todo caso una imagen embalsamada y muerta de los que, eligiendo estar con los de abajo, trascendieron demasiado.

Eso pretenden los libros. Pero ¿sabés una cosa? Si cierro los ojos no me acuerdo de ningún nombre de virrey, y casi de ningún presidente uruguayo, y eso que sus vidas son más recientes y sus nombres están en todas las calles.­ Parece que cuanto más se esforzaran los políticos en perpetuarse, poniendo los nombres de sus antecesores inmediatos en calles y plazas, preparando así su propia inmortalidad, cuanto más hacen eso, más tercamente la gente los ignora. En cambio, nadie que haya oído la historia de Soledad, o su leyenda, puede olvidarla. Nunca podrá olvidarla una persona sensible como vos. Hacé la prueba.

Era un olor conocido. La fragancia, la misma fragancia salvaje que emanaba siempre la piel de Lucio, pero sin él. La corteza aromática sin el viril contenido. Soledad despertaba y quería comprender. Su sueño seguía ansioso, agitado; pero algo muy cercano, extrañamente tranquilizador, le cubría los hombros y la invadía piel adentro.

Es la camisa de Lucio. Envuelve mi torso desnudo, cubre los emplastos vegetales que alivian mis heridas. Pero ¿dónde está él?

La explosión había dejado pequeños buracos violáceos sobre su piel joven y morena, debajo de los pechos y a la altura del corazón.

—A la altura del corazón. Pero no siento dolor. ¡Antiguos espíritus africanos, Ogún protector! ¿Qué es esto? Me siento bien, demasiado bien. ¿Será la muerte? Pero estoy viva, y amanece. Hace frío pero me siento vigorizada; como cuando mis hermanos afroamericanos templan las lonjas y danzo para ellos y para los exús. Siento el mismo calor que dan las brasas de los ojos de Perico el Bailarín cuando me mira danzar, y a mí me gusta que me mire… aunque sabe que estoy con Lucio y no me dice nada. Perico calla su amor y me protege; Lucio me ama y me da una fuerza extraordinaria, sobrenatural.

Soledad intentaba recordar. La carga a lanza, el desmontar de la infantería cerca del cuadro enemigo, el grupo de lanceras avanzando sobre las posiciones españolas, los gauchos en malón galopando ahí mismo a su costado, sobre el flanco del adversario, el toque a degüello. En el monte, emboscado, estaba el resto de la caballería india, esperando la señal para entrar en acción. Todo pasaba según lo acordado el día anterior entre los jefes, en aquellos difíciles acuerdos entre tapes, charrúas, negros y criollos que precedían los combates contra el poder colonial. Todo se estaba cumpliendo disciplinadamente en esta ocasión.

¿Y después? La explosión, su liviano y hermoso cuerpo de joven lancera volando por el aire. Agudos dolores taladrando el pecho, quemando por debajo de los senos y entre ellos. «Es el fin«, pensó, y no evocó a la Pomba Gira ni a la Patria Grande. Evocó a Lucio. Como en sueños lo vio venir, pero era imposible; Lucio se batía en la vanguardia, Artigas lo había colocado allí; no podía ser sino un sueño ese galope hacia ella, entre alaridos y tiros de mosquetería. Lucio.

—Cuando hacemos el amor le clavo mis uñas en su cuero cabelludo y queda erizado, me aprieta fuerte pero no me hace daño. Después se duerme, y me parece que su misterio no existe, que es un niño cansado, un inmenso animal del monte cumpliendo su ritual de amar y multiplicarse. ¿Sabe que estoy preñada de él? No sé si sabe; no es hablando que me ama. Casi no habla, apenas sé sobre él, sólo sé que soy su única mujer. Preñada. Me hincharé como Sinforosa, la mujer del tío Lencina. Y quedaré linda como ella. Preñada. Si el tío Lencina lo supiera me hubiera prohibido venir con las lanceras, pero todavía no se nota. ¿Tendré la niña todavía en mis entrañas? Me palpo el bajo vientre y no siento nada raro, me miro y todo parece bien, demasiado bien. ¿Dónde estoy? El silencio del monte amaneciendo, no hay hedor de muerte, no estoy en el campo de batalla. Estoy al lado del río y aquí hay huellas de un inmenso animal que se alejó recientemente. Son huellas como de tigre, de tigre inmenso. Se alejan de mi lado, se hunden en el monte. ¡Espíritus del monte, tengo escalofríos!

Soledad se levantó. Anudó la camisa entreabierta cubriéndose el busto, recogió la inmensa falda sobre sus rodillas y buscó su lanza y su facón. La moharra humeaba de sangre ennegrecida al frío de la mañana, y la enjuagó cuidadosamente en el río, donde los coágulos volvieron a enrojecer.

El agua lava todo. Las huellas enormes se pierden aquí. ¿Dónde está Lucio? Esta es su camisa, estuvo a mi lado en algún momento, después de la batalla. Colocó lo pohá ñaná sobre mis heridas, me curó, y después se fue. ¿El animal vino después? ¿Por qué no están las huellas de Lucio?

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