La leyenda de Soledad Cruz – Gonzalo Abella

Y entonces su viejo cuerpo se puso a danzar y su voz gastada a evocar:

—Viejos hermanos charrúas, Zapicán y Abayubá, Tabobá y Magalona, Anagualpo y Yandinoca; viejos hermanos charrúas muertos en nuestra primera batalla contra Juan de Garay, contra Osuna y Juan Manialbo: vuestros espíritus ahuyentaron al invasor hasta la vuelta de Hernandarias. ¡Hermanos que vencieron a Hernandarias veintinueve años después y doscientos años antes de que comenzara nuestra gesta con Artigas! Hermano afro Indalecio, que con tu trompeta anunciabas tu venta de yuyos y después anunciaste el Grito de Asencio; hermana China María, ¡llamo a tus huesos dormidos en Paysandú! Espíritus de las lejanas montañas que ilumina Viracojcha, allá donde la tierra se llama PachaMama; energía del Alto Perú que entró con el semen de Gabriel en las entrañas africanas de la madre de Lucio, para que Lucio fuera lo que es, el Espíritu de la Fiera, vengador de los oprimidos, padre desde mis entrañas de la profecía que se cumplió…

Disculpen que inquiete su sueño, hermanos y hermanas, desde este rincón lejano de la Patria Grande. Mañana romperemos el cerco, mañana pasaremos por el río. Lo kuñá ha mitâ’í, lo tujá ha lo enfermo, lo herido grave ha lo herido que convalece, todos deberán pasar. Hermano Ansina, a vos que ahora estás en espíritu con el espíritu de Sinforosa y con el espíritu de mi abuela, en Bozal te digo: lo neglo y lo blanco, lo indio y lo mulato, lo mozambique y lo bantú, tolo tenemo que salí, todo quelemo no molí, mocambo selemo dende aquí, te digo dunga la carabalí, fuelte é la tango kilombé, valiente somo candomblé, simple cantamo dende aquí. ¡Lo Neglo tiene que viví!… Panteón del cielo de la gauchería, al que cantó Victoria la payadora: ¡por el puñal en la tumba, por el sagrado sudario que aún cuelga en la horqueta del viraró, por la Virgen Santa que nos socorre, por Santa Bárbara y San Jorge, santos milagrosos…! Pyporé Ñandú Guasú, las cuatro estrellitas que mira el ánima humilde de mi finadita hija Inaê-María de Zumbí; estrellitas que mira el ánima bendita de mi Inaê y en ellas sin ojos ve, ¡en ellas sin ojos ve! la africana madre patria; espíritus invisibles del aire americano, entidades compañeras… ¡Cierren filas con Ogún!

—Amén —dijo la Felipa, sacudiendo el mbaraká emplumado. Y las dos ancianas comenzaron a danzar enfrentadas.

Cuando amanecía volvieron al campamento. Estaban de guardia por ese lado dos CambaCuá, y eran nada menos que Lorenzo Ponchito y Cándido Silva. Soledad sintió aquello como un buen augurio.

—Abuelitas —dijo Cándido; —¿quién puede vencernos si están ustedes de nuestro lado? Cuando creí morir en Cerro Corá, pensé en nuestro santito negro pero también pensé en ustedes. Acérquense, el mate está calentito. Es la última yerba, más yuyos que yerba, pero mañana le sacaremos a lo jaguákuéra toda la yerba que no manche su sangre. ¿O no es así?

XI

Ya no queda mucho. No, no prometí revelarte mi identidad, sólo dije que quizás debería hacerlo.

Creo que no fue necesario, que igual así comprendiste lo esencial. Sos muy especial, ¿sabés? Casi no respirabas bebiendo mi voz antigua y vagamente reconocible.

Me sorprendiste llorando en alguna parte de mi relato, pero eso significa solamente que soy un hombre que ya va para viejo, y entonces, a esta edad, uno se pone un poco sentimental hasta con un antiguo cuento de camino.

Si limpié mis lágrimas en seguida, apresuradamente, eso no significa que fueran de sangre; por cierto, esa es una extraña suposición tuya. La única verdad es que a los hombres no nos gusta que nos vean llorar.

¿Mi collar? Ah, sí, creo que es de dientes de jaguareté, pero eso tampoco significa nada. ¿Qué estás imaginando? Hace tanto tiempo que ocurrió todo lo que evocamos, ha cambiado tanto el mundo, y hace tantos siglos que tú y yo estamos hablando, que ya no recuerdo por qué quise contarte esto. Debe haber sido porque sí, no más.

No hemos parado de hablar, no hemos tenido respiro ¿Te das cuenta? Pero fue tu culpa, me impulsaste a continuar cada vez que me hundía en recuerdos insondables. Y yo, cada vez que entendí tu interés, continué; continué hasta donde no creí en principio llegar, porque descubrí que somos hermanos, de alguna extraña manera, aún sin conocernos en profundidad: somos hermanos de sentimientos. Algo muy extraño nos une.

No estás leyendo; eso es una ilusión. Estás oyendo mis palabras, estás frente a mí. El timbre de mi voz se te vuelve cada vez más familiar, reconocible entre todas las voces.

No veo ahora tu rostro, hasta olvidé tu nombre y tu edad; pero te conozco y te adivino, te siento adentro de mi pecho sin tiempo.

Sólo interrumpimos este hilo enhebrado de evocaciones la noche del viernes, ¿te acordás? porque los viernes yo me encierro en mi chacra y no salgo. Manías de hombre solitario.

Los viernes al atardecer son mi tiempo de intimidad conmigo mismo. La verdad es que no me aburro. Tengo videos, tengo compactdiscs, tengo chimenea y leña abundante, allá en mi pequeña chacra. Tengo recuerdos. Ah, y tengo aparatos para meterme en la virtualidad real… No, quise decir: en la realidad virtual. No sé por qué siempre lo digo al revés.

Sí. Me encierro el viernes al atardecer. ¿Qué hay de raro? Los judíos también tienen eso ¿no? Digo, de retirarse al atardecer del viernes y no hacer nada el sábado. A mí los sábados me duele la cabeza, es mi día de dolor de cabeza, ya lo tengo organizado así.

Dejáme seguir pensando, mientras ensillo el mate con las hojitas de cedrón que traje de la casa del maestro Juan, allá en Artigas, allá donde hace muchos años, pero muchos años, Ansina se acostó con Sinforosa y después ella se hinchó casi al mismo tiempo que Melchora y que Soledad. Creció el vientre de Sinforosa tres veces y así vinieron los hijos de aquella pareja única, de apellido Lencina, de aquella pareja inmensa que tanto amó el viejo solar del Cuareim. Ansina mesmo fue. ¿En qué estábamos?

La columna avanzaba con sigilo de animal selvático. Cada pie desnudo se arqueaba hacia adelante y se introducía entre las hierbas casi sin dejar huella, pero el sigilo no alteraba el ritmo de la marcha de hombres y mujeres, muchos con niños en brazos. Mujeres con parihuelas llevaban a los enfermos e imposibilitados, y los transportaban en el mismo silencio y con la misma celeridad del resto; y algunos ancianos paraguayos llevaban obstinados los huesos de sus seres queridos en cofres y bolsas. Ledesma iba al frente y se había acostumbrado a monologar en alta voz:

—Ahora tengo que ir al frente. Eso hacía Napoleón. No se arriesgaba reí, no se arriesgaba de balde; pero cuando era necesario… ah, entonces sí: iba al frente. Así me lo explicó el cura Monterroso. ¿Por qué me mirás así, vieja bruja?

—Olvidate de Napoleón y rezá más a tus antepasados. Estás muy godo, Cheledesmita. Muy de las Europas. Nosotros somos otra cosa. Si olvidás de dónde viene tu fuerza, si no te apoyás en la sabiduría de tus raíces, te van a llamar Ledesma-Miní.

—Cuidado. Siento ya el rumor del río. Aquí ya vienen de vuelta nuestros exploradores.

Eran dos indios mbya, que operaban como coordinación entre los monteses y las fuerzas de Ledesma. Ahora venían arrastrándose y era difícil distinguirlos por el enmascaramiento vegetal de sus cuerpos.

—¿Qué han visto, hermanos?

—Demasiados son ellos, che karaí Ledesma. Pero atrás está su campamento con comida y ponchos, pólvora y tabaco. ¡Lindas tiendas tienen los hombres de Mitre-jaguá! Hay que dar un rodeo por la orilla.

—¿Cuánto?

—Caminar todo el día. Cruzar por un paso secreto y sorprenderlos por atrás.

—Imposible. Tenemos el impedimento de las familias.

—Que las familias queden con lo KuñáKaraí Guasú Kuéra, con la Helípa y Ña Soledad. Que estas dos viejas sabias las atiendan. Vos, che Ledesma, vení con nosotros con los más fuertes lanceros y lanceras, y ese puñado de criollas Paraguái que saben pelear como las nuestras.

—Está bien. Tienen razón, indios del demonio. Ustedes nos van a guiar. Y vos, Soledad…

—Ordená, Cheledesmita, y no te preocupés por nosotros.

—Me preocupa, sí, porque estamos muy cerca del río. Los exploradores del enemigo suelen cruzarlo y la gente nuestra está muy agotada para replegarse. Ellos tienen perros cazadores ¿entendés? Poné guardia… bueno, qué te voy a explicar, si sos una bruja. Ah, y una cosa más… Soledad… yo… Dejame abrazarte, vieja Cambá. A ver si me pasás algo de tu energía y de tu astucia… Bien fuerte. Pucha que tenés energías todavía, ¿eh? Ahora sí, ¡andando!

Por detrás de Ledesma voló un churrinche. Soledad se preguntó si era el corazón indómito de aquel primer charrúa caído cuando los inicios de la conquista española, y comprendió de golpe que efectivamente era así.

Volvía pues a escena el ave guyrápytá que entonces volara invicta, lejos de los disparos de las armas de fuego; que volara hacia el susurro del monte, que es el guardián de las viejas leyendas.

Este era, en fin, el pajarito que se había posado trescientos años después en el hombro de Artigas en Purificación. Era el vuelo oblicuo, la bendición en rojo de los antiguos héroes descendiendo, volviendo a la tierra, era el anuncio del apoyo espiritual de los mayores.

Era el vuelo descendente del churrinche que fue simbolizado en la roja diagonal de la bandera federal. Ahora el churrinche estaba aquí, pues, cerca de las cenizas humeantes de la heroica ciudad de Asunción. Venía sin duda de las ruinas de Humaitá y de las osamentas sagradas de Cerro Corá. Las gotas de la sangre de Anahí, llamadas erróneamente flores de ceibo rojo, temblaban en rocío saludando su vuelo.

Soledad dispuso a los niños para las guardias, explicó a los ancianos el plan de evacuación y despidió a otro grupo de ancianas comandado por la Felipa Aquino que salían a buscar raíces alimenticias y hierbas medicinales para los enfermos.

El sol declinaba cuando sintieron los primeros ladridos y los gritos de los soldados ocupantes. Soledad se incorporó de un salto. Estaban ya demasiado cerca ¿Se habría dormido el mitâ’i que estaba de guardia? «No«, se contestó ella misma; «seguramente se desmayó de hambre«. Y lamentó no haber cumplido la orden de Ledesma, que en su momento le pareció inhumana: que se disminuyera aún más la ración de raíces para los enfermos a fin de alimentar un poco más a los niños soldados.

Los ladridos estaban allí, y Soledad tomó su vieja lanza de quebracho. Dio órdenes a las lanceras y a los pocos adolescentes en condiciones de resistir para formar un círculo de protección. La evacuación ya no era posible.

El oficial enemigo daba sus órdenes, con voces perfectamente audibles ya, y alentaba con júbilo feroz a los soldados.

De pronto los perros del invasor se detuvieron. Se les erizó el pelo, gemían temerosos. Los soldados los impulsaban en vano. El oficial gritaba con claro acento rioplatense:

—¿Qué demonios pasa? Si los perros vieron alguna fiera, ¿qué importa? ¡Vamos, vamos! Nosotros tenemos fusiles. Atrás de esos matorrales están esos indios mugrientos, eso negros de Satanás. ¡Disparen ya! ¡Fuego graneado!

La primera ráfaga de plomo atravesó la floresta, hizo llorar la savia de los árboles centenarios y gritar a los pájaros; horadó la carne de los primeros defensores.

Entonces apareció el Lobizón. Era tan inmenso, tal fuego infernal había en sus ojos, que los soldados invasores se paralizaron de terror. Soledad se emocionó tanto que no advirtió el impacto del proyectil, el golpe del metal que había penetrado en su pecho y que teñía de rojo sus andrajos. Todavía pudo gritar: «¡Avancen! ¡Néike, néike! ¡Tocá a degüello, viejo Indalecio!», y vio a los adolescentes avanzar con lanzas y machetes, a las ancianas armadas de nuevos bríos salir persiguiendo al enemigo en derrota. Su segundo sapukái fue ahogado por una bocanada de sangre.

Ya no supo en esta vida de la victoria de Ledesma, ni del gemido sobrenatural de la fiera, ni de las lágrimas de sangre que por segunda vez brotaron de los ojos de Lucio.

El gemido quedó cimbrando en el aire y estremecía todo lo vivo, sacudía todo lo inanimado y hacía temblar todo lo muerto. Lucio dejaba su propio gemido atrás y volvía, aturdido de dolor y coraje, a refugiarse en la entraña de la floresta.

Las lágrimas y la sangre se hacían invisibles sobre la tierra colorada.

FIN

Autore(a)s: