La leyenda de Soledad Cruz – Gonzalo Abella

—No sé, Laureano. A veces parece como que estás ausente aunque estés aquí. Bueno, como te decía, por aquellos tiempos el Bartolo Mitre Jaguá quiso comprarme. Me prometía mucho. ¡Demasiado me prometía si peleábamos contra los paraguayos! Y yo le dije: «Mire, don Mitre, yo estoy del otro lado. Todavía resuenan en mis oídos los cañones de Paysandú la Heroica». El hombre entendió perfectamente y no insistió más. Sólo me miró con ese chispazo diabólico que tiene en los ojos. Así es Bartolomé Mitre, el asesino y perro fiel de don Domingo Faustino Sarmiento. ¡Don Bartolo, carajo! Se dice argentino, pero no tiene un palmo de dignidad.

—Por lo menos tiene coraje. Dirigió la guerra. Los orientales no podemos decir eso de Venancio Flores; siempre se refugió tras los cañones del imperio de los cambá. Cuando Mitre se entrevistó con Francisco Solano, en los días de Humaitá, para ver si alguna paz era posible todavía, Flores tuvo la osadía de acompañar a Mitre, pero el Mariscal Paraguayo no miró siquiera al tirano oriental. Lo dejó al asesino de Paysandú con la mano tendida y le advirtió al Jefe de la Triple Alianza: «vine a hablar con usted, no con sus lacayos». Venancio Flores se alejó con la cara roja de vergüenza. Desde entonces en Corrientes le llaman General Hova Pytá.

—No hay recuerdo de Flores que no esté asociado a la bajeza. Cuando la batalla de Pavón, Mitre no hubiera exterminado a los heridos. Fue el oriental Venancio Flores que degolló a los rezagados en Cañada de Gómez.

—Quizás no le quede mucha vida. Si fuera por mí…

—No hables así, Laureano. Conozco los planes en los que estás, pero sos muy joven. Una cosa es el entrevero con lanzas, otra cosa moverte en Montevideo. Es meterte en la boca del lobo. Aunque reconozco que en tus sueños todo sale bien… y tus sueños siempre se han cumplido.

—¿Vos me lo decís? Para decidir la suerte de Urquiza no te va a temblar el pulso. Porque está escrito que vos y Nicomedes Coronel van a matar a Urquiza. No en un libro, en mis visiones lo veo. Y es difícil escapar a las visiones. Además, lo que veo y anuncio… no son sueños. El fuego me cuenta cosas. Las de antes, con seguridad; las que vendrán después, como cosas posibles pero no seguras.

—Das miedo, muchacho. La última moza que se enamoró de vos quedó muy asustada después de aquel viernes que rondó tu rancho. ¿Qué pasó? No era gurisa de asustarse por ver un hombre en cueros…

—No debía hacer eso. Le dije que no se acercara ese día.

—Sos un misterio, Laureano. ¿Qué te contó el fuego sobre esta Patria Gaucha que queremos defender? ¿Cuál será su destino?

—El destino de la Patria Gaucha es el destino mestizo del Continente. Felipe Varela volverá a galopar desde su muerte, del otro lado de la inmensa Cordillera, en las salinas de Copiapó. Vos vas a morir antes que termine el siglo, por la mano anónima de la traición unitaria; es inevitable. En el alba del nuevo siglo se alzarán una vez más las tacuaras nuestras; aquí y en la Banda Oriental. Después se harán matreras. Después…

—¿Después?

—No sé. Habrá un nuevo siglo, ¡otro más! y hasta él llegarán los ecos de nuestras cargas. Lo veo y lo escucho. Lo sé. Nuestras voces todavía resonarán en muchas almas. Estaré, estoy ahí. Pero el eco es distinto, porque es otro el paisaje. Un frío de muerte invade la pampa y el litoral; sufre terriblemente nuestro gran Paraná, con sus aguas enfermas. Y el sol achicharra sin piedad. Hay amenaza de muerte, de muerte de todo. Y aún así seguirá obstinada la búsqueda de la Tierra Sin Mal, de aquella yvymarane’ÿ porâ que Artigas y Andresito creyeron tocar con sus manos en Purificación. La Huella del Ñandú Guasú seguirá allí, en el firmamento; y eso es lo más importante. Sin embargo…

—¿Qué?

—El cielo es más tenue en los tiempos que vienen. Se ve con menos luminosidad. Luces falsas lo alejan, lo apartan. Nada será fácil. Las mismas luces falsas ahuyentan la memoria. El camino seguirá largo.

—Ha vaí. Tapé vaí. Sí, ya me lo habían dicho… Parece que hierve el agua. Voy a preparar el mate.

—La tierra, sin embargo, resistirá. Como ayer, como hoy. ¡Cuántos gauchos se hicieron matreros para no ser reclutados por el General Roca, para no matar a los hermanos indios en la infame campaña del desierto…! Nada es en vano. La cabeza del Chacho Peñaloza, balanceando en una lanza del ejército, regó con demasiada sangre el suelo provinciano de La Rioja. Nada será una muerte final. Serás inmortal, López Jordán. ¿Lo sabías? Revivirás en las guitarras como Sebastián Romero.

X

El Paraguay fue derrotado. El pueblo paraguayo había aprendido a fundir campanas y cañones con tecnología jesuita, había comido del fruto prohibido, se había atrevido a ser diferente. Ahora el mundo moderno lo castigaba.

Pero quedaba mucha gente terca en el martirizado suelo guaraní. Gente con el mismo obstinado amor a la libertad que tuvieran Zumbí, Tupac Katari y Tupac Amaru. Gente sencilla y extraordinaria. Gente hermana del charrúa que, atravesado por la espada, muere mordiendo la carne de su asesino, y no hay forma alguna de separar sus dientes que no sea deshaciendo su cráneo a pedazos.

La resistencia en el suelo patrio contra una fuerza mucho más poderosa nunca puede medirse en unidades de racionalidad. Es amor loco a la tierra nativa, amor obcecado que se transforma en odio sagrado al opresor. A eso se refiere Artigas cuando dice: «los orientales habían jurado en el fondo de sus corazones un odio eterno, un odio irreconciliable, a todo tipo de tiranía». O bien cuando escribe: «los tiranos, no por su patria sino por serlo, son el objeto de nuestro odio». O aún cuando afirma «destrozar tiranos o ser infelices para siempre». Y más aún cuando concluye: «todo tirano tiembla y enmudece ante el paso majestuoso de los hombres libres».

Los orientales creíamos, en la época de la Liga Federal, que esas frases eran de una extraordinaria originalidad; y no es así. Eran frases de siempre y de todos, en la eterna lucha por la vida en su esplendorosa diversidad y por las opciones libertarias de diversidad no menos esplendorosa.

Cincuenta años después, un cubano cuyo corazón sangraba por la opresión colonial española sobre su tierra, tuvo la grandeza de celebrar la revolución liberal de España con estos versos:

aprecio a quien de un revés
echa por tierra a un tirano
lo aprecio si es un cubano
lo aprecio si aragonés

Y dos mil años antes, en su lejana tierra, Espartaco cantó coplas muy parecidas. Nadie me lo dijo, si se acepta que «decir» es sólo patrimonio de los vivos; pero lo sé.

Mueran los tiranos, decían en Fuenteovejuna en la España de Lope de Vega. Coplas y decires que estuvieron en los labios y el corazón de toda la gente que amó a la gente desde el comienzo de los tiempos.

Las hubiera podido decir Soledad Cruz.

Siempre pensé que a gente como Soledad es mejor tenerla de amiga que de enemiga, porque era brava cuando se enojaba. Pero lo mejor que te puede pasar en la vida, y aún después, es poder llamarla hermana.

Para ello no basta querer a la gente. Hay que odiar a los tiranos.

La lluvia había cesado. Soledad miraba con angustia los ojos de los niños y leía en ellos su hambre. Era el peor momento de la guerra de resistencia. Era el peor momento porque habían actuado con enorme eficiencia; porque sólo ellos resistían en toda esa región selvática. Y el enemigo los buscaba implacablemente.

Ahora, muerto el Mariscal López y saqueado el Paraguay entero, sólo el puñado de héroes de Ledesma combatía y hacía estragos entre las tropas ocupantes. El sufrido coraje paraguayo se demostraba una vez más en aquellos pynandí escondidos en la selva, en aquellas mujeres indias que introducían sus senos resecos en la boca de sus pequeños hijos con hambre.

La lógica de la guerra regía la lógica de la vida. Los bebés aprendían a callarse cuando los soldados invasores andaban cerca. Las familias se había acostumbrado a aquella vida errante y guerrera. Andrajos descoloridos eran las ropas de todos, y andrajos eran las banderas tricolores de las tres franjas horizontales o de la roja franja diagonal. La gente de Cambacuá y los campesinos paraguayos eran ahora difícilmente distinguibles entre sí, excepto por el tipo de cabello, o por un examen cercano de los rasgos; pero como la vida continuaba, los romances interétnicos tendían a borrar hasta esa diferencia genética.

Pero si la vida continuaba, el cultivo de la memoria diferenciada también. Las muchachas negras entregaban por un momento sus bebés recién nacidos a Soledad para que los bañara de Luna; y las muchachas paraguayas tenían su propia abuela-rezadora, la Felipa Aquino, para sus consultas fundamentales.

En los casos graves de enfermedad, mordedura de víbora o herida de guerra (estos últimos eran los menos frecuentes) los poderes chamánicos se sumaban, todos oraban juntos a los espíritus del monte y del río. Entonces la antigua rezadora guaraní consultaba sobre pohá ñaná con Ña Soledad. Ésta por su parte se ponía a veces un crucifijo al cuello, el mismo que le había regalado hacía muchos años el Padre Azevedo, consejero de Andresito. Así sentía que sus poderes crecían; pero al hacer honor a su apellido y colgar la Cruz en su pecho, (al contrario de años anteriores, cuando luciera el collar de dientes de jaguareté), sentía por un momento que el espíritu de Lucio parecía más lejano.

Un mes atrás, la avanzada del Ejército ocupante había detectado el refugio principal del grupo de la resistencia. Había sido una casualidad, motivada por la urgencia de los soldados de la avanzadilla invasora de buscar refugio ante un diluvio. Temerosos de caer en una trampa tendida por el grupo de Ledesma, los soldados se replegaron a una zona selvática donde nunca habían detectado actividad de resistencia. Ahí mismo, precisamente ahí, tropezaron con los depósitos de alimentos secos y de pólvora que había acondicionado Ledesma con tanto cuidado.

Ahora Soledad comprendía que estaban totalmente a la intemperie. Quizás veía más claro que los demás. Ella no se nutría tanto del odio que alimentaba a Ledesma, que alimentaba a otros hombres y aún a algunas mujeres; ella cultivaba el odio con cuidado, impidiendo que la cegara; y posiblemente por eso percibía mejor que los demás el deterioro de salud de los niños y los ancianos.

La «Helípa Quíno» apenas se arrastraba, pero seguía compartiendo en secreto su ración con los niños más hambrientos, que la seguían codiciosos.

Soledad encaró finalmente al comandante:

—No podemos seguir así, Cheledesmita.

—Ya sé, Soledad. Pero si nos abrimos paso por el río corremos el peligro de caer en una trampa.

—Sólo por el río romperemos el cerco.

—Nos deben estar esperando. La guerra es así. El Padre Monterroso, cuando nos hablaba de Napoleón, decía que el secreto de su éxito militar consistía en suponer siempre que el general enemigo era al menos tan inteligente como él. Entonces, antes de cada batalla, se preguntaba: «Si yo fuera él, ¿qué haría?» Bueno, si yo fuera oficial de Mitre, como hace un mes que nos detectaron, esperaría pacientemente emboscado en el río. Sabe que no tenemos otra salida.

—No tenemos. Estamos en luna menguante, mañana lo intentaremos. Hoy voy a rezar.

—Andá, mujer bruja. Pero no creas que tus rezos y conjuras son más importantes que los fusiles. Eso era antes, cuando los espíritus de la tierra eran poderosos. Hoy nos van abandonando.

—No es así, cambá tonto, vyro tujá. Los espíritus están más sordos porque hacemos demasiado ruido. Me voy con la Helípa Quino. Vamos a rezar juntas al monte.

Las dos ancianas se alejaron hacia un pequeño claro. Una delgada uña de luna asomaba entre las nubes. Felipa Aquino llevaba la mbaraká emplumada del ritual y la caña hueca que golpearía rítmicamente contra el piso en horas de canto monótono. ¿De dónde sacaba tanta energía? La sombras de antepasados de labio perforado y tembetá se le fueron acercando en luciérnagas y escarabajos.

Soledad elevó sus brazos y se concentró. Después pasó su mano por sus senos fláccidos, desnudos debajo de los harapos. Se palpó las costras de las viejas heridas, los costurones de la explosión de aquella batalla de otro tiempo y otro mundo, cuando Lucio la salvó con sus encantamientos de una muerte segura.

Autore(a)s: