La repudiada – Eliette Abécassis

Se sentó en el borde de la cama, se quitó los zapatos y los calcetines. Se deslizó bajo el edredón. Su barba negra resaltaba sobre el color blanco. Subió la sábana. Arregló su capelo, cerró los ojos. Después los abrió y dijo:

–¡Ven!

Más tarde, preparé té y se lo serví en la cama. Abrió los ojos, sus labios se movieron para pronunciar la bendición. «Bendito seas, Tú que lo has creado todo con Tu palabra.» Después se levantó, se volvió a vestir, cogió los libros de la Biblia. Volvió la tapa del Pentateuco y abrió el libro del Talmud. Con la mirada, me indicó que debía alejarme. Lejos, detrás de mí, sobre las páginas amarillentas, las letras negras bailaban.

Me senté en la cocina.

Agudicé el oído: mi marido leía.

«Al día siguiente Moisés se sentó para otorgar justicia al pueblo; y el pueblo se mantuvo de pie alrededor de Moisés, desde la mañana hasta el anochecer.»

Conocía esta historia y todos sus comentarios. Mi padre me los había enseñado cuando era niña. Sí, conocía esta historia. Sucede al día siguiente del Yom Kippur[4], al día siguiente del día en el que Moisés bajó de la montaña…

Capítulo 4

Se dice que el Shabbat empieza mucho antes del viernes y acaba mucho después: tres días antes, la casa se estremece con su llegada; son necesarios al menos tres días para que su perfume se disipe en el ruido tumultuoso de la semana. El Shabbat es el día santo, el día supremo del reposo del alma. En verano, el Shabbat resplandece de belleza como el sol. En invierno, la paz del Shabbat nos envuelve en su abrigo blanco.

Ese viernes, a la caída de la tarde, oí la sirena que anunciaba el inicio del descanso. Los cantos rituales se escapaban de las casas para acoger a la prometida del Shabbat. En ese momento todo se paró, pues no está permitido cocinar, encender la luz ni trabajar en ese día santo.

Natán se vistió con la levita de satén negro y dejó la chaqueta larga de lana gruesa que lleva durante la semana. Le ayudé a ponerse el shtraimel[5] en la cabeza, con su gorra de terciopelo alrededor de la cual hay sujetas colas de marta cibelina. Los años pasan y ya no es un hombre joven. Pero es todavía más bello que cuando lo conocí. Algunas veces, al principio de nuestro matrimonio, yo me sentía inquieta. Otras, no llegaba a concentrarme en mi trabajo. O bien se me quemaba la comida que estaba preparando. Pensaba en él. La imagen de su cuerpo me asediaba durante la noche, me asediaba durante el día.

Ese viernes cogió un libro y se sentó en el sillón del salón. Sus dedos seguían el texto. Su boca pronunciaba las palabras de alabanza. Llevé un mantel y lo extendí sobre la mesa. Su blancura reflejó en la habitación un rayo de luz.

Traje los dos panes trenzados, los panes del Shabbat, y los puse en el centro de la mesa. Después los cubrí con un mantel individual blanco. Puse los dos candelabros de plata sobre la mesa. Luego me acerqué las manos a los ojos para cubrirlos y murmuré la bendición sobre las velas del Shabbat.

–Shabbat Shalom –me dijo mi marido.

–Shabbat Shalom –le respondí.

Juntos contemplamos las velas del Shabbat. Las luces temblaban. La primera oscilaba, importunaba yendo de arriba abajo. La segunda era tan tenue que parecía que iba a apagarse en cualquier momento.

Después fuimos a la sinagoga para la oración del crepúsculo. Caminaba algunos pasos detrás de mi marido, así lo quiere la costumbre. La muchedumbre de los hasidim,toda de blanco y de satén negro, caminaba apaciblemente por las calles, ya que el día del Shabbat no nos damos prisa. Por todas partes se oía: «Shabbat Shalom».

Las mujeres iban juntas, detrás de los hombres, que discutían y sonreían. Los niños, vestidos para la ocasión, jugaban a sü alrededor.

Después de la oración, fuimos a casa del Rav, el padre de mi marido. La mesa estaba puesta, con un mantel blanco y bonitos cubiertos de plata. Allí estaban el Rav, su mujer, José, su asistente, Rubén, el amigo y confidente del Rav, su mujer y su hija Lía. El Rav había invitado también a mi madre, Ana, a mis hermanas, Noemí y Nina, al marido de Nina y a sus cuatro hijos.

El Rav recitó la bendición del vino. Todos los asistentes bebieron de la misma copa. El Rav tomó los dos panes del Shabbat. Los levantó juntos, bendiciéndolos. Después cogió un trozo de uno de ellos, lo mojó en sal y se lo comió. Enseguida cortó el resto del pan y a cada uno le dio su parte.

Su mujer trajo el plato de pescado acompañado de salsa de rábano blanco. El Rav se sirvió. Miró uno tras otro a cada invitado, tragando de vez en cuando, con lentitud, un bocado. El Rav comió y todos nosotros lo consideramos con agrado. De repente, levantó su mirada hacia Rubén y hacia su hija Lía. Era una chica joven de cutis pálido, de grandes ojos soñadores y de labios finos, que solía mantener muy prietos. Después, su mujer se fue, volvió con una botella de alcohol que descorchó y llenó la copa de su marido. Los otros hombres se sirvieron igualmente. Los niños, silenciosos, aguantaban la respiración mientras que el Rav, inmóvil, con la copa en la mano, parecía perdido en sus pensamientos. De pronto, lanzó un suspiro, y todos suspiraron desde el fondo de sus almas.

Se hizo un breve silencio.

–Mamá, cuéntame una historia –dijo Miriam, una de las hijas de mi hermana Nina.

Y el Rav habló:

–El sexto día fue el de la creación del hombre. Dios lo creó a su imagen y semejanza. Pero el hombre estaba solo y triste. Entonces Dios dijo: «No es bueno que el hombre esté solo». Adormeció al hombre, tomó una de sus costillas y creó a la mujer. Y el hombre exclamó: «La llamaremos mujer, porque ha sido tomada del hombre».

–Y así fue dicho: por eso el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y se convierten en una sola carne –dijo Natán.

–Y así fue dicho: creced y multiplicaos –respondió el Rav.

Después se hizo el silencio.

El Rav se levantó y comenzó a salmodiar. Los hombres que estaban a su alrededor lo imitaron poco a poco. Nosotras, las mujeres, no cantamos en público porque la voz es como el cabello: un instrumento de seducción para el hombre.

La mujer del Rav trajo un plato de carne que sirvió. El Rav se sentó de nuevo y después empezó a llevarse la comida a la boca. Cada uno lo imitó, sin pronunciar palabra.

Las velas estaban medio consumidas. El Rav abrió el libro de cantos del Shabbat y entonó otro canto de ritmo pegadizo. Los hombres lo siguieron, golpeando la mesa con el puño y el suelo con el pie para llevar el compás.

Su mujer trajo pastel de amapola, lo puso sobre la mesa y nos sirvió a todos. Las llamas de las velas se debilitaban, alargando las caras con su sombra. Los ojos de Natán brillaban en la penumbra. Miriam, al otro lado de la mesa, cerró los ojos como si se adormeciera. Noemí, a mi lado, me cogió la mano bajo la mesa y me la apretó. Los ojos del Rav eran como dos agujeros negros en medio de su cara.

–Tengo miedo –dijo la pequeña Miriam a su madre.

–¿Miedo de qué?

–De las sombras.

–Yo también –confirmó su hermana Débora.

Miré a Natán. Cortó la carne firmemente. Parecía absorto en la contemplación de su plato.

Las llamas de las velas centellearon y se apagaron. El sebo se endureció alrededor de las mechas prisioneras y el Rav dijo:

–Se revelará.

–¿Pero cuándo? –dijo Rubén–. ¿Lo sabes?

José, el asistente del Rav, aplastaba el pan haciendo pequeñas bolas con las migas.

–Pronto.

Mi mirada se cruzó con la de Natán. Una lágrima caía lentamente por su mejilla.

En ese momento, Noemí extendió la mano para tomar agua. Debido a un gesto demasiado rápido, derramó la copa de vino santificado por el Rav durante la bendición.

Una mancha roja se extendió sobre la mesa.

–Es necesario que nos esforcemos en elevarnos hacia la santidad –dijo el Rav–. Incluida nuestra familia.

La mirada del Rav se dirigió hacia mí. Todos los ojos se clavaron en el Rav, que se levantó súbitamente.

Era medianoche, era la hora del Tish[6].

Capítulo 5

Volvimos a la sinagoga, donde tenía lugar el Tish. Había unos cincuenta hombres, vestidos con caftanes negros y con sombreros anchos de piel. El Rav se lavó las manos, se sentó a la mesa cubierta con un mantel blanco. Los cantos empezaron, lentos y recogidos, en la serenidad del Shabbat.

El Rav estaba sentado como un rey en el centro de la sala; todas las miradas dirigidas hacia él tenían un brillo celeste.

Le trajeron un plato de pescado y lo probó. Los hasidim que lo rodeaban observaban cada uno de sus movimientos, comentaban cada una de sus palabras, asentían con la cabeza en cada una de sus bendiciones, cerraban los ojos para concentrarse.

El Rav dirigió su mirada hacia su discípulo José, y entonces todos lo miraron.

El Rav miró a mi padre, el macero, y todos lo observaron a su vez.

El Rav consideró a Natán, mi marido, y toda la sala dio un largo suspiro.

Después de tomar un poco de pescado, el Rav pasó el plato a sus discípulos, que comieron los restos, así lo quiere la costumbre.

Las voces humanas se expandían, fervientes, profundas. Los cuerpos se elevaban con las almas. Natán bailaba y yo veía su cara que me miraba a través de la celosía. Parecía poseído por el baile y feliz. Cuanto más giraba, más veía su cara, de cerca, de lejos, y no dejaba de mirarme a pesar de la rapidez, y de pronto, sí, de pronto, su alma se elevó, y súbitamente, sí, súbitamente, todo se volvió sombrío a mi alrededor.

Salimos de la sinagoga y caminamos por las callecitas estrechas de Meah Shearim. Yo me mantenía detrás, a algunos pasos, tal como dicta la costumbre.

–Dime, Natán, ¿que has visto?

–Por un momento he visto las páginas del Talmud sobre las que había reflexionado durante horas, y problemas que se resolvían como por ensalmo.

–¿Y qué más?

–Te he visto a ti.

–¿Cómo? ¿Dónde?

–Aquí, en la calle, estirada en el suelo.

Se giró lentamente.

Entonces me tomó en sus brazos, me estrechó y sentí cómo temblaba su cuerpo en los míos.

–Esta noche te deseo –dijo.

El fuego del baile lo había exaltado.

Capítulo 6

Al cabo de poco tiempo vino el Yom Kippur. La luz se elevó sobre la sinagoga; el Arca Santa[7] lució bajo el astro de fuego. Mi padre Salomón, el macero, pasaba por entre las filas, con un aire importante que le daba su barba larga y puntiaguda. Envuelto en su levita, observaba a los fieles a través de sus gafas redondas de concha negra.

Rezamos todo el día y ayunamos hasta la hora de la Neilah[8], último momento del Gran Perdón en el que debemos concentrarnos muy intensamente para que se nos absuelva de los pecados y se nos perdonen las faltas. Todos se cubrieron los ojos con las manos, para pronunciar la oración: «Escucha a Israel, Eterno Dios nuestro, Dios Único». Mi padre, el macero, llegó cerca del Arca, se puso el chal en la cabeza, cogió la cortina con la punta de los dedos y se la acercó a los labios. La corrió, asió los batientes del Arca Santa y los abrió de par en par. Todos se inclinaron y se levantaron, y todos recitaron con fervor: «Santo, santo, santo, tres veces santo es el Eterno».

En ese momento, mi padre el macero se agachó, abrió el Arca Santa, sacó los rollos de la Tora, cerró los ojos y sus labios los besaron. Los estrechó, los apretó contra su pecho y los sostuvo. Los rollos estaban cubiertos como él de una levita. Y los fieles lo miraban con la cabeza bien alta. Todos se pusieron sus chales de oraciones blancos con rayas negras en la cabeza y juntos empezaron el rezo de la Neilah. Con los ojos medio cerrados, se balanceaban suavemente, de atrás hacia delante, de delante hacia atrás. Todos temblaban al final del día esperando el toque del cuerno de cordero. El ayuno había amarilleado los ojos y chupado las mejillas. Los fieles tenían las caras pálidas y transparentes bajo sus barbas negras. Todos esperaban la Neilah, la Liberación, la gran purificación, el toque terrorífico del sofar[9] y sus cuatro sonidos, tekiah, teruah, terumah, shevarim. Todos esperaban su toque y sentían miedo en el fondo de su alma. Todos se esforzaban en pensar en lo más santo. Algunos se estiraban la barba, se frotaban las manos; los hombros subían y bajaban, las cabezas se escondían bajo los chales blanquinegros. ¡Temblad, amigos, temblad! ¡Pronto, para los que oigan el toque del sofar, sí, pronto será la hora, la gran hora de la Neilah!

Entonces vi que el Rav se inclinaba hacia su hijo, mi esposo, y le murmuraba algo al oído. Al verlo, yo también temblé.