La repudiada – Eliette Abécassis

Caminé, caminé hasta el casco antiguo, hasta el Muro occidental. La temperatura era alta. Me moría de calor con la ropa ancha de tela gruesa y con las medias blancas gruesas que me oprimían las piernas, me oprimían el corazón, me oprimían el alma.

El Muro resplandecía bajo el sol de la mañana. Sus milenarias piedras blancas se elevaban majestuosas, y las del suelo, pulidas, brillaban reflejando el blanco resplandor de aquél.

«¡Muro, oh Muro!», dije. «Aquí tienes mi oración. Y tú, Dios mío, escucha, ven, mi mano está sobre ti. Ves, aquí hay un hombre. Este hombre no es más guapo que otro. No es más inteligente ni más rico. Este hombre es tu estudiante y se llama Natán. Y este hombre, que no es ni más bello, ni más inteligente, ni más rico que los otros, es el hombre que tú me has dado. Y a este hombre lo he amado. Por favor, no me lo quites. No te lo lleves. O me moriré.»

Capítulo 12

Por la tarde fui a visitar a mi madre Ana. Mi padre y mi madre viven en un piso de dos habitaciones, lleno de muebles. Noemí, Nina, su bebé, sus dos hijas pequeñas y sus dos hijos pequeños estaban allí. Tomé el té que me sirvió mi madre y lo bendije: «Bendito seas, Tú que has creado todo con Tu palabra».

Los niños tenían la nariz pegada al cristal y miraban afuera. En la cocina, mi hermana Noemí cortaba afanosa trozos de carne con golpes secos y rápidos, lo que llamó la atención de los pequeños. Las niñas estiraban el cuello y miraban. Después, se sentaron cerca de mí. Yo pelaba una cebolla. Las lágrimas caían por sus mejillas. Se las sequé con el faldón de mi vestido.

Noemí cortó la carne a lo largo, después dejó el cuchillo, cogió los trozos y los añadió al montón de cebolla cortada en lonchas.

La saqué de la cocina y la llevé conmigo a un cuarto. Me miró.

–Has llorado –me dijo.

–Es la cebolla.

–No. Has llorado.

–Mira, Noemí –respondí sacando un papel de mi bolsillo–. He recibido una carta. «Una mujer sin hijos», dice, «es como si estuviera muerta».

–¿Quién te ha enviado esto? –me dijo Noemí.

–Lo ignoro. Pregunté a Natán de dónde venía esta frase.

–¿Y?

–Proviene del Talmud.

–En el Talmud –dijo Noemí– está escrito todo y su contrario. Para cada frase, hay exactamente la contraria… Cada cual encuentra lo que quiere. Aquí, nos hacen creer muchas cosas y así nos hacen hacer lo que quieren. ¡Y estas leyes durante las menstruaciones a causa de las cuales se nos trata como a apestadas! No tenemos derecho a ser tocadas y todo lo que tocamos se vuelve impuro. No podemos ni tan siquiera tenderle un vaso a un hombre. ¿Crees que está escrito en el Talmud todo esto?

–Es la ley de nuestros padres. Creo en esta ley, tanto como crees tú.

–A veces se equivocan, o bien nos engañan. ¿Sabes lo que dicen de nosotras?

–¿Qué dicen?

–Dicen que la mujer es frívola y que tiene el corazón inconstante. Por eso no tiene derecho a estudiar el Talmud. ¿Y por qué no tenemos derecho a tocar la Torá?

–Tenemos derecho.

–¡No, quiero decir –dijo alzando una silla en el aire– cogerla con las dos manos y levantarla en medio de la sinagoga como un hombre!

–¡Estás loca!

–¿Crees realmente que fue Moisés el que redactó estos libros, bajo el dictado divino?

–Son obra de una mano humana, pero revelan y se basan en palabras dichas y transmitidas de generación en generación…

–Mira a los otros –dijo mi hermana–. Escuchan la radio, miran la televisión. Los vemos incluso paseando en coche. Las mujeres llevan mangas cortas. Conducen. Ríen. El otro día, una de ellas pasó con los brazos al descubierto. Enseguida, unos hasidim le tiraron piedras. ¿Crees que es normal vivir como nosotras vivimos?

–Sí, pero…

–Raquel, tienes que ir al médico.

–Ya he ido.

–No. No hablo de nuestros médicos, no te examinan a causa de nuestra ley. Hablo de otra clase de médico.

No quería que un hombre que no fuera mi marido me viera desnuda.

Capítulo 13

Por la noche no pude dormir. Esperaba a Natán en mi pequeña alcoba luminosa.

Volvió muy tarde pero me levanté, me acerqué a él y me acosté a su lado. Las sábanas dibujaban la forma de su cuerpo. Su camisa de dormir dejaba entrever sus hombros blancos y finos. Había estudiado, y el estudio se leía en su tez pura, luminosa y serena.

Le acaricié la curva del cuello y también los hombros; sin embargo, cuando quise besarlo en la boca, me rechazó. Le dije que no podía dormir, pero no me escuchó. Lloré, pero no me consoló.

Fui al cuarto de baño. Me desnudé. Me miré al espejo. Mis senos y mis caderas redondeadas eran bellos y atractivos, pero mi cuerpo estéril no atraía al hombre que yo amaba, y ya no teníamos derecho a tocarnos porque únicamente sería por placer, no por la santificación del Nombre divino.

Volví a mi alcoba para pasar una noche de insomnio. Dar vueltas y más vueltas en la cama, pensar en él una y otra vez, en su cuerpo, en el dibujo extraño de su espalda un poco arqueada, en su pecho imberbe. Mis senos me dolían de desearlo. Soñaba –o no sé si soñaba–, imaginaba que estaba allí, cerca de mí, pegado a mí. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No pasaba nada y estaba sola, abandonada.

La disciplina y el dominio de sí constituyen la clave de la felicidad. Primero los ojos ven, después el corazón desea y al final el cuerpo peca. Cada mañana, Natán se pone las filacterias para ver la Cara de Dios omnipresente. Cada mañana se las ata alrededor del brazo y se acuerda del Nombre de Dios. Y cada mañana piensa en lo importante de la vida y se pregunta por qué ha nacido y cuál es el objetivo de la existencia.

Cada mañana, Natán se pone el chal de oraciones que no se quita en todo el día. Cuenta los nudos de los hilos sujetos a las cuatro puntas del chal. Hay ocho hebras de hilaza que pasan por un pequeño agujero situado cerca de cada punta; tienen cinco nudos entre los cuales hay cuatro grupos de devanado. El grupo más cercano a la punta tiene siete devanados y los siguientes, ocho y once, respectivamente, lo que suma un total de veintiséis nudos, el valor numérico del nombre de Dios.

Cada noche, Natán se instruye en la sala de estudio donde los alumnos debaten sobre los textos, en grupos de dos o a veces en grupos de tres o cuatro. El Rav pasa entre los grupos escuchando las conversaciones y prodigando sus comentarios. Hablan de bueyes y de campos, de oraciones y de mujeres, hablan de todos los temas. Pero ¿cuál es el sentido de todo esto?

–¿Te acuerdas, Natán? –le dije mientras procedía a sus abluciones–. La primera vez. Hace ya casi diez años.

–Acabábamos de casarnos.

–Un rayo de sol se posó justo en nuestra cama.

–¿Recuerdas lo que te dije?

–Que tú querías ser mío para siempre.

–Sí.

–Pero yo no sabía si esas palabras querían decir «para siempre» o bien «siempre», es decir, todo el tiempo que estuviéramos juntos. ¿Nuestro amor es eterno?

–Ayer fui a ver al Rav, mi padre. Le pedí que mantuviéramos una conversación a solas. José, su asistente, entraba y salía, y le entregaba preguntas escritas que la gente formulaba para pedirle consejo. Pero yo quise estar a solas con él.

–¿Qué le dijiste?

–La verdad. Dentro de dos días hará diez años que me casé con una mujer y todavía no tenemos hijos. La quiero. ¿Debo separarme de ella?

–¿Qué respondió?

–Dijo que el hombre y la mujer juntos obran como creadores, tienen el poder divino de crear una nueva vida, destinada asimismo a crear nuevas vidas y así sucesivamente hasta la eternidad. Es ese poder divino lo que fundamenta el matrimonio.

–El poder divino ¿no es acaso la relación que tenemos tú y yo? Y el sentido de todas nuestras leyes ¿acaso no es nuestra unión?

–Le dije que te amaba. Su respuesta fue que la procreación determina de manera esencial a la humanidad en este mundo. Me dijo que el mundo fue concebido sólo para la procreación y que este mandamiento define al hombre como un puente entre Dios, que es inmortal y no procrea, y los animales, que engendran sin haber recibido el mandamiento. Hay que prepararse para los tiempos mesiánicos dando nacimiento a todas las almas destinadas a nacer, y el que no cumpla este deber retrasa la venida del Mesías.

–¿Así es como el Rav, tu padre, se expresó?

–Y José ya había preparado el acta de divorcio.

Capítulo 14

Roja como la sangre, la sangre que está ahí, por todas partes, en nuestras bocas, en nuestras venas, sobre estas manos, estas manos manchadas de sangre, sobre esta tela que froto, que froto indefinidamente para quitar las manchas de sangre. Aunque esté prohibido consumir sangre, la carne animal queda siempre impregnada, como si la vida persistiera, a pesar del desangramiento ritual del animal y a pesar de la sal gruesa en la que la carne se deja durante toda la noche. Odio esa sangre que mana y que me da náuseas.

Deslicé el pequeño papel en la hendidura del Muro y apoyé la cabeza contra éste. Que me bese con los besos de su boca, su aliento en mi aliento. Se dice que el matrimonio es una santificación del Nombre divino. La relación entre el hombre y la mujer es santa cuando se produce en el momento adecuado y con una intención decente. Este es el secreto: cuando el hombre se une a su mujer en la santidad, la unión de sus cuerpos es un conocimiento. Por eso la relación entre el hombre y la mujer tiene lugar preferentemente en la noche del Shabbat, ya que éste es el fundamento del mundo y el reflejo del mundo en las almas.

Me enseñan a tener pudor desde pequeña: los esposos duermen en camas separadas y tienen relaciones en habitaciones oscuras, el hombre encima de la mujer, cara a cara. Algunos dicen que hay que estar vestido al máximo.

En ese caso, ¿por qué nos han cubierto de carne? ¿Por qué nos han fortalecido con huesos y nervios? ¿Por qué esta piel que me arde cuando me acerco a él? ¿Por qué no consigo dormir, por la noche, cuando sueño con él? ¿Por qué estos huesos y estos nervios si no sirven para nada? No deseo ardientemente tener un hijo; deseo ardientemente hacerlo.

Esta envoltura terrestre, si sólo es un vestido que hay que quitarse cuando cae la noche, está maldita. Mi frente, mis manos, mis pies, todo mi cuerpo lo desea.

Su torso, su cuerpo, sus ojos oscuros y su boca me obsesionan. Amo sus defectos, su mal carácter, su cara angulosa y sus manos tan finas. Las quiero sobre mí.

Evita mi mirada, elude mis preguntas. Se ausenta de mi lecho. Dice que no tenemos derecho. Dice que está escrito en la Torá, que el fin del amor físico es la procreación. La noche del Shabbat, cuando la ley nos ordena que lo hagamos, él se duerme. Dice que no tenemos derecho, que está escrito. Pero en el texto está escrito que el marido tiene el deber de satisfacer a su mujer. Y que ella tiene derecho a pedir el divorcio si él no la satisface. Me ausento de su corazón. Busco su mirada y no la encuentro. Busco y vuelvo a buscar al hijo deseado y no lo encuentro.

Quisiera dejarlo sin perder nada, sin perder el amor, aprender a desamarlo… pero no puedo. La otra noche lloré, pero no era un torrente de lágrimas, sólo algunas lágrimas secas, auténticas lágrimas de dolor.

–No has comido…

–No.

–Hace ya tres días, Raquel.

–Ya lo sé. Hoy he ido al mikvé.

–Sí.

–Ya no estoy en período de impureza.

–Estoy agotado. He tenido un día difícil. Quiero dormir. Apaga la luz.

–¿Natán?

–¿Qué?

–¿Piensas que no tenemos derecho a hacerlo?

–Sí.

–Si no lo hacemos, ¿cómo vamos a tener un hijo?

–Hace ya diez años, Raquel. No tendremos ningún hijo.

–Lo podemos intentar todavía. Quizás haya alguna esperanza.

–La esterilidad es una maldición. No lo conseguiremos.

–¿Crees que es el signo de la recusación de nuestra unión por parte de Dios? ¿Crees que no estábamos predestinados a casarnos el uno con el otro?

–No lo sé…

–¿Y nuestra unión? ¿Tú y yo? ¿No es importante? Es un mandamiento.

–Ahora busco otra cosa. Estudio. Me parece haber dejado de lado mis estudios durante diez años. Antes de casarme contigo era un alumno notable. Había desarrollado la memoria… Ahora ya no es lo mismo. Tengo la impresión de haberme retrasado.

Me acerqué a él, lo abracé, lo besé.

–Deja… Deja que te demuestre que no te has retrasado y que Dios aprueba este matrimonio.

Las dos velas del Shabbat, puestas encima de la mesa, se estaban apagando. Natán dormía en su cama.