Remanso tranquilo – Stanley Abbott

Julia le miró boquiabierta. Se hizo un silencio prolongado. De repente, las luces languidecieron y se debilitaron cada vez más hasta apagarse por completo. Oí a Thornton que decía:

—Esperad. Voy a buscar una lámpara.

Luego oí un estruendo, al que siguió un silencio interminable, y cuando ya empezaba a preocuparme, oí la voz de Jeff que preguntaba: «¿Estás bien?».

Se oyó el chasquido de un fósforo y vi a Thornton que encendía la lámpara.

—Me he dado contra esta maldita puerta —explicó, mientras colocaba la lámpara encima de la mesa. Se frotaba la mano derecha.

—¿No está en casa vuestro sirviente? —preguntó Jeff.

Julia se apresuró a responder.

—He dado permiso a Hassan para que fuera a pasar la noche a su kampong.

Thornton le lanzó una mirada irritada.

—¿Se puede saber por qué lo has hecho?

—Ha dicho que su padre estaba enfermo.

Jeff se dirigió a Thornton:

—¿De manera que cuando has salido a buscar a Julia, Hassan no estaba aquí?

—Eso mismo.

—Y Julia, ¿estaba en casa cuando has regresado? —preguntó Jeff pausadamente.

Thornton miró a su mujer.

—No, no estaba.

Con gran sorpresa por mi parte, vi que Jeff se ponía de pie y se disculpaba por las molestias ocasionadas. Salió y, cuando nos habíamos alejado unos pasos, Jeff se detuvo y se puso un dedo sobre los labios. Oíamos voces procedentes del bungalow, pero no entendíamos lo que decían. De repente Thornton empezó a gritar y Jeff comentó:

—Me temo que esto va a acabar mal.

Retrocedió y se agazapó junto al porche. Yo le seguí. Julia y Thornton estaban de pie, uno a cada lado de la mesa, con la lámpara entre ellos. Thornton tenía una expresión terrible con aquella luz verdosa.

—¡Has mentido! Estabas en el bungalow de Endrik. Te he visto entrar allí —gritó.

—¿Y qué si estaba allí? —le espetó Julia—. He ido a hacer lo que deberías haber hecho tú si fueras un marido como es debido: a decirle que hiciera el favor de no insultarme. Pero no había nadie.

—¡Eres una mentirosa! Él era tu amante, ¿verdad? ¡Responde! —gritó Thornton—. ¿Lo era?

—No es cierto, y si no estuvieras tan obsesionado con tus malditos celos, lo sabrías.

—Entonces, ¿por qué lo mataste? Estabas celosa de su amiguita malaya, ¿no es así?

Julia soltó un grito sofocado y se puso pálida. Antes de que pudiera decir nada, Thornton se inclinó hacia ella por encima de la mesa y preguntó:

—¿Es que no te das cuenta de lo que podría hacer Jeff Hawkins si lo supiera?

Julia se quedó en silencio unos instantes; luego dijo en voz baja:

—Si esto es una amenaza, tal vez también te gustaría contarle lo que hacías tú allí afuera oculto en la oscuridad.

Thornton movió los labios pero no emitió ningún sonido. Le había puesto en un brete. Balbuceaba de rabia y la miraba como un tigre al acecho. Desde donde yo estaba le veía una vena que le surcaba la frente, hinchada y palpitante. No quiero pensar que le tirara la lámpara intencionadamente, pero debió de perder el control de sus actos, porque de repente la cogió de la mesa y, al hacerlo, le resbaló de la mano. Intentó atraparla, pero dio contra el canto de la mesa y cayó junto a sus pies. Al instante quedó envuelto en llamas. Se oyó un alarido estremecedor.

Permanecimos unos instantes paralizados por el horror. Julia había caído al suelo mientras trataba de huir. La recogimos y la arrastramos hasta el porche en el preciso momento en que el aceite que cubría el suelo se encendía con gran estruendo. Tratamos de volver a entrar, pero no fue posible. Las llamas se extendían fuera de todo control. Tuvimos que contemplar desde una distancia prudencial el bungalow que ardía como una antorcha.

Mucho más tarde, cuando ya habíamos dejado a Julia al cuidado de los Barwell, Jeff dijo algo que inconscientemente yo intentaba no afrontar. Habíamos regresado a su bungalow y preparaba las bebidas.

—Si hubiera sabido cómo iba a terminar todo esto, no lo habría hecho —dijo—. Pero quería decirle a Thornton, delante de Julia, que sabía muy bien que mentía, que sabía que había salido. Ahora no será fácil decidir cuál de los dos mató a Endrik.

—¿Crees que ha podido ser Julia? —pregunté.

—¡Quién sabe! —respondió mientras me alcanzaba el vaso—. Cuando uno ha pasado veinticinco años aquí, tiene la sensación de que todo el mundo es capaz de cualquier cosa. Pero la verdad es que no imagino a Harry Thornton arriesgándose tanto. Sea como sea, ahora todo ha terminado. Endrik ha tenido su merecido y Julia podrá hacer lo que quiera con su vida a partir de ahora.

Me miró como si esperase algún comentario de mi parte, pero no dije nada.

El vapor costanero salía al día siguiente por la tarde. Me costaba decidir si iría a ver a Julia o no antes de marcharme. Aplacé la decisión hasta el último momento y, cuando ya fue demasiado tarde, le escribí una nota y salí rumbo a Singapur, donde cogí un avión hasta Manila. Pensaba pasar dos o tres semanas allí, pero al cabo de unos días ya no podía más. Mandé un telegrama a Jeff comunicándole que salía hacia Hong Kong para coger un barco que me llevara a los Estados Unidos y pidiéndole que me enviara el correo al hotel Palace.

No podía dejar de pensar en Julia, y me sentía incapaz de decidir si se alterarían mis sentimientos hacia ella en caso de que hubiera matado a Endrik.

Luego, una mañana, cuando estaba leyendo mi correspondencia sentado en el vestíbulo del hotel Palace, entró Julia.

—¡George Manson! —gritó—. Casi no puedo creerlo —Acababa de llegar y aún no había subido a su habitación—. ¿Te parece bien que nos encontremos dentro de una hora? —preguntó.

Tenía un aspecto radiante y feliz. Costaba creer que lo hubiera olvidado todo en tan poco tiempo. Quería hacerle una pregunta de la cual necesitaba saber la respuesta, de manera que le sugerí el jardín en la terraza del último piso, que solía estar desierto por la mañana.

Cuando Julia se reunió conmigo, estaba tranquila y muy atractiva. Hablamos de Tenah Solor. Había vendido la plantación en muy buenas condiciones a una empresa anglo-americana. Cuando me incliné hacia ella para encenderle el cigarrillo, me llegó una vaharada de su perfume y tuve que hacerle la pregunta. De momento no sabía cómo enfocarla, pero luego decidí que el único modo era hacerlo con toda franqueza.

—¿Por qué volviste a buscar el revólver la noche que mataron a Erik? —le pregunté.

El color se le fue de las mejillas y se me quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo lo sabes? —Su voz era apenas un susurro.

—Por tu perfume.

—Ahora comprendo por qué te marchaste sin despedirte de mí. Creíste que había matado a Endrik.

Asentí.

—Era la pistola de Harry —explicó—. Por eso fui a buscarla. No, él no mató a Erik, ni siquiera sabía nada del asunto, pero yo tenía que protegerle. Fue Hassan, nuestro sirviente.

—¿Hassan? —exclamé—. ¿Cómo lo supiste?

—Mentí a Jeff —dijo—. Regresé a casa antes de lo que le dije, y sorprendí a Hassan que salía de la habitación de Harry. Se precipitó hacia la puerta de una manera tan sospechosa que comprendí que tramaba algo. Busqué en la cómoda de Harry y vi que había desaparecido la pistola. Era de dominio público que Peter Endrik flirteaba con la hermana de Hassan. Hassan me había dicho que iba a casarse con ella, aunque por supuesto Endrik no tenía ni la más mínima intención de hacerlo. Los malayos toman este tipo de cosas muy a pecho, y sólo hay una respuesta posible. Pero, ¿qué podía hacer yo? Si yo estaba en lo cierto, no podría detenerle aunque fuera tras él. Estaba sola y no había tiempo para ir en busca de nadie.

—Entonces, cuando oíste el disparo, ¿estabas en casa?

Ella asintió.

—Entonces recordé la pistola. Si Hassan la había dejado allí, comprometería a Harry. Por mucha aversión que sintiera hacia él, no podía permitir que le acusaran de asesinato. Por eso me arriesgué de aquel modo.

Sentí un inmenso alivio, y también vergüenza de haber dudado de ella.

—Estoy convencido de que Jeff Hawkins cree que lo hiciste tú —dije.

—Te aseguro que no me quita el sueño —dijo riendo.

Me acerqué más a ella y la rodeé con el brazo.

—¿Estoy perdonado? —pregunté.

Asintió con la cabeza y apoyó la cabeza en mi hombro.

—Me parece increíble la manera en que se han cruzado nuestros caminos —dije—. Un día más, y yo me habría marchado.

—Es el destino, querido —murmuró ella.

Sonreí para mis adentros, pues Jeff me había mencionado en una carta que Julia había ido a despedirse y le había preguntado dónde estaba yo.

Pero no dije nada. Y aún hoy, Julia no lo sabe. Después de todo, hay cosas que es mejor no decir nunca a una mujer, especialmente si es la propia esposa.

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