El Madrid de Antonia Scott (Antonia Scott #0.5) – Juan Gómez-Jurado

Capítulo 10

Antonia vuelve al presente, se detiene frente al teatro Lope de Vega donde, desde hace años, se puede disfrutar del musical de El Rey León. Vino a verlo con Marcos y Jorge. Algo similar a una pelota de golf se le atraviesa en la garganta y hace que se le humedezcan los ojos con el recuerdo. Eran tiempos felices. Mejores.

Cambia de idea, ya no quiere ir a la plaza de España, así que gira a la izquierda en la primera calle que encuentra y callejea hasta que llega a la plaza de Santo Domingo. Piensa en regresar a casa, pero de repente le apetece visitar uno de sus rincones favoritos de la ciudad: la plaza de la Puerta Cerrada. Desde donde se encuentra puede llegar en apenas diez minutos andando a su nuevo destino (de nuevo ese virus madrileño de los diez minutos), situado en el barrio de La Latina, uno de los más antiguos de Madrid. El nombre de la plaza proviene de una puerta que se construyó en la muralla medieval que ocupaba lo que en la actualidad es esta plaza en el siglo XII, y que solía permanecer cerrada porque era un lugar perfecto para que los ladrones atracasen a la gente honrada y honesta que por ella pasaba. La puerta fue derribada en el año 1569 y las autoridades madrileñas de entonces debieron pensar que ya era tontería cambiar el nombre. Y así se ha quedado hasta el siglo XXI.

El centro de la plaza está ocupado por una enorme cruz de piedra levantada en 1783. Antonia se acerca y mira hacia el este, donde se alza la cúpula de la Colegiata de San Isidro, antigua catedral de Madrid. Mucho más bonita que la actual, si le preguntan a Antonia, sin embargo, nunca nadie se lo ha preguntado. No es la cruz lo que más le gusta de esa plaza, ni las vistas a la colegiata. No. Lo que más le gusta son los murales dibujados en 1983 por el artista Alberto Corazón. En uno puede leerse FUI SOBRE AGUA EDIFICADA, MIS MUROS DE FUEGO SON, y no se trata de ninguna adivinanza, si lo fuese, pocos podrían dar la respuesta a día de hoy.

Esa frase intrigó a Antonia la primera vez que la leyó, y buscó información sobre ella, así averiguó que el verso completo dice «Fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son, esta es mi insignia y mi blasón» y no es más que un viejo lema de Madrid, ya que la ciudad fue fundada en un área con abundantes acuíferos, de hecho, algunas teorías dicen que la región se conocía como Matrice, «madre de aguas» en latín. La segunda parte del lema se debe a las chispas que saltaban cuando los asaltantes disparaban sus flechas contra los muros de sílex que rodeaban la pequeña fortaleza de Mayrit, que es como se llamaba Madrid en la época árabe.

Capítulo 11

A Antonia le hace gracia que muchos madrileños no sepan la historia de Madrid, pero si lo piensa bien, ella no conoce la de Barcelona, que es donde nació. La dio por hecha, no le interesaba mucho; sin embargo, cuando se trasladó a Madrid, leyó mucho sobre la ciudad y sus orígenes y así descubrió que es la única capital europea fundada por los árabes y no solo ese antiguo lema escrito en 1983 en un muro de una plaza da fe de ello, los casi desconocidos qanat, también fueron construidos entre los siglos VIII y IX,en plena ocupación árabe. A Antonia le gusta esa palabra, qanat, tiene una sonoridad extraña que hace que le guste pronunciarla. Descubrió que los qanat se llaman también viajes de agua y son una idea importada de Persia. El subsuelo de la ciudad cuenta con cientos de kilómetros de estos túneles que abastecieron a los madrileños desde el siglo IX al siglo XIX. Muchos de estos túneles han sido destruidos como consecuencia de las innumerables obras subterráneas a las que se ha sometido a la ciudad, pero ahí estuvieron y todavía quedan algunos. Y eso que la UNESCO aconsejó declararlos Patrimonio de la Humanidad, pero oye, si se puede hacer un nuevo túnel en la M-30 o agujerear un poco más por cualquier motivo, hagámoslo, que unos vetustos vestigios históricos no nos nieguen el derecho a hacer un hoyo.

Ante este pensamiento Antonia sacude la cabeza mientras una suave risa cargada de sarcasmo escapa de su garganta. Mira a su alrededor. Nadie la ha oído. No es que le importe, pero prefiere pasar desapercibida. No está el horno para bollos.

Piensa en recorrer la Cava Baja y comerse unas croquetas en la Posada del Dragón, dirige sus pasos hacia allí, pero en el último momento se lo piensa mejor y decide que ya está bien de caminar por hoy. Toma la decisión de regresar a casa. No es que su casa haya sido en los últimos tiempos un hogar, va a tener que comprar algunos muebles. No puede seguir viviendo así. Y menos si pretende recuperar a Jorge en algún momento antes de que le dé nietos.

Capítulo 12

No tardará mucho en llegar a su edificio, pero le dará tiempo a pensar cómo quiere decorar el piso. Porque Antonia, a lo largo de su paseo, ha concluido que tiene que comprar algunos muebles. Por lo menos los básicos para el día a día: una cama, un sofá, una mesa con sus correspondientes sillas… Esas cosas que facilitan sentirse un ser humano.

Lo bueno de vivir en Lavapiés es que no tardas mucho en llegar a ningún sitio. Sobre todo si ese sitio está en el centro de Madrid.

Si ella tuviese mucho, pero mucho mucho dinero, no se iría a vivir a La Finca, en Pozuelo. No. Seguiría viviendo en el centro de la ciudad. Le gusta el ambiente, los locales, los turistas, los habitantes, las manifestaciones día sí y día también en la Puerta del Sol, el Rastro los domingos, los restaurantes, el ruido, los coches. Le gusta Madrid. No le gustaría vivir en una urbanización a las afueras, aunque la urbanización fuese tan lujosa como La Finca. De hecho, esta urbanización está considerada como una de las más exclusivas de Europa. Deseada por los millonarios y famosos patrios y no tan patrios. Un chalet adosado puede costar unos dos millones de euros y una casa con un jardín de tres mil metros cuadrados, unos veinte millones, si no más.

Es como vivir en un búnker al aire libre: cámaras, vigilantes de seguridad, detectores de movimiento, infrarrojos y patrullas las veinticuatro horas del día. En La Finca no puedes ni estornudar sin que alguien, en algún sitio, lo sepa.

Antonia no cree que eso sea para ella. Pasear por La Finca tiene que ser la desolación hecha caminata. Sin gente, sin tiendas, sin ambiente. Sin vida. Todo ordenado y bonito. Todo seguro, aséptico. Aburrido. Ella no necesita tanta exclusividad y secretismo, ella no es nadie. Sabe que no es nadie. Y en La Finca solo viven los que creen ser alguien y tienen la pasta necesaria para permitirse pensar que lo son. De hecho, tienen mucha pasta, volquetes de pasta.

A ella que le dejen su centro de Madrid. No ser alguien tiene sus recompensas, como poder caminar por la calle sin miedo, entrar en un bar a tomarse un vino cuando le apetezca sin que nadie la mire, ir a comprar el pan sin necesidad de recorrer varios kilómetros. Detalles. Insignificancias. Minucias.

El que no se consuela es porque no quiere.

¿Para qué quieres una mansión en las afueras teniendo un edificio entero dentro? Sabe que ella también es una privilegiada. Pero menos.

Capítulo 13

Continúa caminando. Va distraída, sin prestar atención a sus pasos, a lo que sucede a su alrededor. Sigue pensando en La Finca, lo que allí sucedió y que todas las medidas de seguridad no sirvieron para salvar la vida de ese pobre chico. ¿Había facilitado el aislamiento de la zona el resultado final? ¿Habría sido más difícil para el asesino penetrar en un piso dentro de la ciudad? No lo sabe.

Lo que sí sabe es que cuando te mueves por dinero, todo tiene un precio, solo tienes que averiguar cuál es. Recuerda al vigilante que les dejó pasar cuando le dieron aquella bolsa llena de billetes. Les dejó pasar y les ayudó en todo lo que pudo. Él tenía un precio. Ella lo averiguó.

Y para Antonia no solo es sencillo averiguar el precio de otros, para ella también es sencillo conseguir una bolsa llena de billetes. Con un billete pequeño puede conseguir muchos más. Es como el milagro de los panes y los peces, solo que le lleva algo más de tiempo. Tampoco mucho más tiempo. Para eso inventó Dios los casinos, para que gente como ella pudiese ganar mucho dinero y muy rápido. No es que lo haya hecho a menudo, pero el Casino de Torrelodones está ahí para cuando lo necesite. A ella los casinos siempre le han parecido casposos, y el de Torrelodones también se lo parece, por mucho concierto que programe y por mucho que cuide su cocina y sus bares. Por mucha decoración cuidada, por mucho que lo disfraces de elegancia, no deja de ser un lugar al que vas con la idea de salir más rico de lo que entraste y no suele cumplir tus expectativas. Excepto si eres Antonia, que entonces sí las cumple.

Los juegos de azar es lo que tienen.

Aun con lo que Antonia piense sobre los casinos, aproximadamente medio millón de personas visitan cada año el de Torrelodones, así que algún atractivo tiene que tener. Los casinos gustan, aunque ella no lo entienda. Y gustan a muchos, por lo visto. El otro día leyó que solo en 2018 Las Vegas, ciudad casino por excelencia, había recibido más de cuarenta y dos millones de visitantes.

Está cerca de su casa ya y se resiste a terminar el paseo, se arrepiente de no haber ido a comer croquetas a la Cava Baja. Se desvía del camino que la llevará a su vacío apartamento. Gira a la izquierda en Tirso de Molina no sin antes parar a mirar los ramos llenos de color que los floristas tienen expuestos en la plaza. Ha comprado uno de margaritas naranjas y moradas. Ha pensado que es tan buen momento como cualquier otro para poner unas flores en un jarrón y empezar a hacer hogar. Ni recuerda cuándo fue la última vez que compró flores porque sí. Seguro que antes de lo de Marcos. Seguro que antes de que todo se fuese a la mierda.

Enfila por la calle Doctor Cortezo acunando las margaritas entre sus brazos. Se cruza con mucha gente. Algunas personas la miran y sonríen. Al mirarla nadie diría que esa mujer bajita es la Reina Roja y que se dedica a lo que se dedica. No. Solo ven una mujer bajita con un bebé de margaritas naranjas y moradas y eso les hace sonreír. Antonia no se da cuenta, pero ella misma va sonriendo y cuando sonríe, es posible vislumbrar lo hermosa que es en realidad. No es una belleza, tampoco nos volvamos locos, pero su rostro se ilumina como un árbol de Navidad.

Alcanza la calle Atocha y gira a la derecha pasando por la puerta del teatro Calderón. Le gusta, es un edificio bonito y dentro de él pasan cosas aún más bonitas. Ahora hay un cartel que anuncia el musical de West Side Story, no sabe cuánto tiempo estará, pero debería ir a verlo, le gustó mucho esa revisión moderna del clásico de Romeo y Julieta. No es el El Rey León y seguro que lo quitan pronto.

Va a buen paso porque ahora tiene prisa por llegar a donde quiere ir. Es una mujer con una misión y piensa cumplirla. De nuevo agradece llevar calzado cómodo, aun así, sus pies empiezan a resentirse. No ve el momento de llegar.

Cruza la calle Atocha a la altura de la iglesia de San Sebastián, destruida por una bomba de la aviación franquista en 1936 y restaurada entre 1943 y 1959. Otro de esos datos que Antonia leyó al llegar a Madrid y que su memoria se empeña en recordar cada vez que pasa por delante del edificio. Su memoria conserva demasiados datos, pero ya se ha resignado a ello.

Capítulo 14

Le falta poco para llegar, ya puede ver, no muy lejos, la plaza de Antón Martín, donde comenzó su paseo, y con ella, su destino: La Ferretería, donde ya anticipa la comanda: una copa de vino de la Ribera del Duero y uno de esos platos de jamón con sabores que tanto le gustan. Hoy es una taberna y restaurante, y muy bueno si le preguntan a Antonia, pero hace no mucho era lo que su nombre indica, una ferretería, la más antigua de Madrid, inaugurada en el año de Nuestro Señor de 1888. De la vieja tienda donde la señora María Jesús se pasó toda la vida despachando tornillos y tuercas queda la barra, que es el mostrador original, y las paredes forradas con los cajones que conservaban esas pequeñas piezas de metal.

La noticia de que María Jesús iba a tener que vender su ferretería no sentó bien en el barrio, pero al final fue inevitable. A Antonia, como a todo vecino de Lavapiés, le dio pena pensar que un pedazo de la historia viva de la ciudad cerraba; sin embargo, el cambio no ha sido tan nefasto como anticipaba y los nuevos propietarios han conservado la fachada y han integrado los elementos originales del establecimiento en su decoración. Algo es algo.

El primer día entró en la nueva taberna intentando encontrar algo que criticar, deseaba que no le gustase porque, de gustarle, sentiría que estaba traicionando a María Jesús, a quien no conocía personalmente, pero claro, la historia es la historia. Por algo tenemos que sentirnos indignados y para Antonia este era tan buen motivo como cualquier otro. No tardaron mucho en ponerla en su sitio: el servicio excelente, el local acogedor y moderno y el jamón… ¡Ay, el jamón! Le pusieron delante un plato de jamón ordenado por cortes y un señor muy amable le indicó cómo tenía que comerlo. Ella siempre lo había comido con las manos y a ser posible, en abundancia, pero atendió a las explicaciones del amable caballero con atención. Algunos cortes estaban acompañados de wasabi, de pedazos de fresa y de sésamo, algo que de buenas a primeras no la entusiasmó, pero había ido a criticar y parecían estar poniéndoselo en bandeja. De jamón, para ser exactos.

Desde esa primera cata ha vuelto allí varias veces, todas las que ha podido. Y no se arrepiente de nada. Seguro que a Jon también le gusta. Tiene que venir con él.

Antonia abre la puerta de la taberna, se acomoda en una de las banquetas y posa su ramo de margaritas junto a ella mientras ve cómo un camarero se aproxima.

—Un vino tinto Ribera y un plato de jamón, gracias.

Espera a que llegue el pedido mirando a su alrededor y pensando que ha sido un buen día. Solo podría haber sido mejor si pudiese compartir este plato de jamón con Jon. Le echa de menos.

A ver si Mentor llama pronto, piensa.