Por los servicios prestados – Anne Marie Winston

Por los servicios prestados

Anne Marie Winston

Título Original: For services rendered (Man Talk #8)

Género: Contemporáneo

Protagonistas: Sam Deering y Delilah Smith

Argumento

Quizá se hubiera llevado su inocencia, pero era su corazón lo que le interesaba…

Habían trabajado juntos muchos años, pero el experto en seguridad Sam Deering jamás habría imaginado lo que se escondía bajo las holgadas ropas de su empleada. La noche en que Delilah Smith cumplía veintinueve años Sam ya no tuvo que imaginar nada. Harta de ser virgen, Del anunció que estaba dispuesta… y Sam ofreció su colaboración generosamente. El problema fue que, una vez que su relación pasó de lo estrictamente profesional a lo deliciosamente personal, Sam supo que había llegado el momento de revelar su pasado si quería que Del y él pudieran tener futuro juntos.

Capítulo 1

—Por favor, dime que es el último.

Sam Deering levantó sus poderosos brazos por encima de la cabeza para estirarse. Le dolía la espalda de estar tantas horas sentado y su terapeuta le echaría una bronca, pero necesitaba contratar a alguien, de modo que tenía que terminar con las entrevistas de una vez por todas. Suspirando, dejó las gafas encima de un montón de papeles y se levantó para estirar un poco la pierna izquierda. Nunca había vuelto a ser el mismo desde que le dispararon, pero estaba mucho mejor de lo que nadie hubiera podido esperar, así que no podía quejarse.

—¿Te encuentras bien? —Del Smith, la subdirectora de Servicios de Protección Personal, S.A., levantó la mirada del curriculum al que estaba echando un vistazo para clavar en él sus ojazos castaños.

—Sí —suspiró Sam, volviendo a ponerse las gafas—. Vamos a terminar con esto de una vez.

Habían sido unos años emocionantes, pensó. SPP había empezado siendo una agencia pequeña, pero pronto empezó a crecer. Un mes antes se había percatado de que necesitaban un ayudante para Doug, el jefe del departamento de investigación, porque tenían demasiado trabajo. Le alegraba que su empresa, afincada en Virginia, pudiera responder a tantas necesidades, desde secuestros en casos de custodia a análisis de seguridad para residencias familiares o servicios de guardaespaldas, pero le obligaba a trabajar doce horas al día.

A él y a Del Smith, claro. Sin ella, no habría podido llegar donde estaba.

—Este es el último —Del parecía tan aliviada como él mientras dejaba una última carpeta sobre su mesa.

—¿Qué te parece? —preguntó Sam, echándole un vistazo al curriculum.

Del se encogió de hombros. Como siempre, llevaba una camisa de hombre y, debajo, una camiseta de SPP, seguramente de la talla de Sam. Sospechaba que había un par de pechos decentes debajo de toda esa tela, pero en siete años jamás la había visto con otra cosa que camisas anchas y pantalones vaqueros o la chaqueta negra que usaba para recibir a los clientes. Y tampoco era algo que pudiese preguntar: «Oye, Del, ¿qué talla de sujetador usas?». No, seguramente no sería buena idea.

Sin saber lo que estaba pensando, Del sacudió la cabeza mientras colocaba unos papeles.

—Sanders sería bastante competente, pero si quieres que te diga la verdad no he visto nada especial en él.

Sam asintió, intentando concentrarse en los potenciales empleados que habían pasado la tarde entrevistando.

—Estoy de acuerdo. Quizá tengamos suerte con el próximo.

Sonriendo, Del se dirigió a la puerta.

—Es posible.

Sam la observó, en silencio. Sabía que debajo de esos vaqueros caídos y de la camisa enorme había una mujer esbelta, pero la ropa ancha impedía que viese los detalles. Y durante los siete años que llevaban trabajando juntos, se había empezado a obsesionar con verla sin ropa… o, más bien, verla con una ropa que permitiese distinguir su figura.

Aquel día, como siempre, su larguísima melena de color castaño estaba sujeta en una trenza que colgaba por fuera de la gorra de béisbol que llevaba siempre y que, al moverse, capturaba su mirada como si se estuviera desnudando delante de él. ¿Cómo sería esa melena, suelta, cayendo en cascada sobre su espalda? Resultaba difícil creer que, después de tantos años trabajando juntos todos los días, jamás la hubiese visto con el pelo suelto.

Sam se dejó caer en la silla de nuevo. Dudaba que alguno de los empleados supiera cómo le gustaba su subdirectora y era mejor así. Además, no tenía intención de hacer nada al respecto.

No, lo último que necesitaba era una relación amorosa. Y menos con alguien que trabajaba con él. SPP era la única amante para la que tenía tiempo. Una mujer de carne y hueso jamás se contentaría con las horas que le quedaban libres después de trabajar, las llamadas urgentes y la respuesta inmediata que ciertos casos requerían.

La puerta del despacho se abrió y Del volvió a entrar con una mujer de chaqueta y pantalón oscuro. La chaqueta era ancha, sin forma, de las que se hacen para esconder un arma. Aunque estaba seguro de que aquel día no la llevaba.

Del se sentó al lado de Sam, con su curriculum en la mano.

—Karen Munson. Karen, te presento a Sam Deering, director y propietario de SPP.

La mujer asintió con la cabeza.

—La señora Munson tiene estudios de Derecho Penal —le informó Del, mirando el curriculum—. Empezó como policía en Miami, consiguió entrar en Homicidios y luego solicitó un puesto en el FBI… Su expediente incluye secuestros familiares e investigación criminal.

—Llámeme Karen —sonrió ella. No había ningún coqueteo en esa sonrisa y, afortunadamente, no parecía haberlo reconocido.

Mejor. Lo último que necesitaba era una empleada que se pusiera en contacto con la prensa. Nueve años atrás había tenido que sufrir tal acoso periodístico que decidió desaparecer del mapa. Ni siquiera Del conocía su pasado.

Había pensado contárselo alguna vez, sobre todo cuando le costaba trabajo hacer cualquier movimiento. Pero ella nunca le preguntó por qué o quién le había disparado y en los últimos años había mejorado tanto que, a veces, hasta olvidaba que llevaba dos balas dentro de su cuerpo.

—¿Por qué se salió del FBI, señora Munson? —preguntó Sam, mirando su curriculum.

—Porque tuve un hijo —contestó ella—. Quería un trabajo con un horario normal.

—Pero aquí no siempre tendrá un horario de trabajo normal —le advirtió él.

—Lo sé. He leído la información que dan sobre el puesto, pero mis circunstancias han cambiado y ya no hay problema con los horarios.

—¿No tiene que cuidar de su hijo? —preguntó Del.

Karen Munson apretó los labios, apartando la mirada.

—Mi hijo murió —dijo en voz baja—. Francamente, señor Deering, cuanto más trabajo tenga, mejor —añadió, irguiéndose en la silla—. Como puede ver, tengo experiencia en varios departamentos.

La entrevista duró media hora, más de lo que habían estado con el resto de los candidatos. Cuando terminó, Sam había contratado a Karen Munson como ayudante para el jefe del departamento de investigación.

Después de un apretón de manos, Del la acompañó a recepción para darle la documentación que tendría que cumplimentar durante el fin de semana. Cuando Sam estaba cerrando la puerta, sonó el intercomunicador.

—¿Qué pasa, Peg?

Peggy Doonen era la recepcionista-secretaria, encargada, sobre todo, de filtrar llamadas y visitas.

—¡Que es hora de irse, eso es lo que pasa! —contestó ella, con su habitual sentido del humor—. Pensé que habías dicho que tendríamos un fin de semana tranquilo.

—Y así es. ¿Qué ocurre? —sonrió Sam. No solía bromear con sus empleados, pero Peggy era una fuerza de la naturaleza. Además de encargarse del teléfono y la intendencia, era la payasa de la empresa y la que organizaba las fiestas. Un par de años atrás incluso había añadido en su descripción de actividades: «Alegrar la vida de los empleados». Y merecía la pena haberle dado un aumento de sueldo, pensó Sam. En la oficina había un ambiente estupendo y sus empleados formaban un buen equipo que solía llevarse bien a pesar de tener personalidades diferentes.

—Es el cumpleaños de Del por si nadie se acuerda —siguió Peggy—. Y vamos a invitarla a cenar. Así que, a menos que tengáis que hacer algo horriblemente urgente, nos vamos. De hecho, ¿por qué no te relajas un poquito y vienes con nosotros?

—No, gracias —contestó Sam automáticamente—. Eso podría inhibir a la gente.

—Qué bobada —replicó Peggy—. Si cambias de opinión, estaremos en el pub O’Flaherty. Hemos quedado a las ocho.

—Que lo paséis bien —sonrió él.

El cumpleaños de Del Smith. Sam sacudió la cabeza. Llevaba siete años trabajando para él, desde que abrió la empresa. Era su persona de confianza… y ni siquiera sabía que fuera su cumpleaños.

Sam se encogió de hombros. Eso era parte del trabajo de Peggy, recordar los cumpleaños de todo el mundo. Enviaba tarjetas de la empresa en las que él ponía su firma cuando Peg se las colocaba bajo la nariz y organizaba comidas o cenas para celebrarlos. Aunque él nunca había ido…

El intercomunicador volvió a sonar.

—Dime.

—La señora Munson se ha ido. Empezará a trabajar el lunes, a las nueve —le dijo Del—. Si no necesitas nada más, me voy.

—No, gracias. Nos vemos el lunes.

—Que tengas un buen fin de semana. Hasta el lunes.

—Oye, Del.

—¿Sí?

—Feliz cumpleaños.

—Ah —parecía sorprendida y contenta y Sam agradeció que Peggy se lo hubiera recordado—. Muchas gracias.

—Te cantaría el cumpleaños feliz, pero lo lamentaríamos los dos.

—Haremos como si ya me lo hubieras cantado —sonrió Del—. A ver… Oye, qué bonita, gracias por la hermosa serenata —rió, con aquella risa suya, tan ronca, tan sexy.

Le gustaba hacerla reír, aunque lo hacía en raras ocasiones. Del era una de las personas más serias que había conocido nunca. Cuando había un problema en la oficina, se concentraba por completo. Y en su trabajo, solía haber muchos problemas.

—Que lo pases bien.

—Gracias. Tú también.

Sam se quedó un momento mirando el intercomunicador, deseando que Del no tuviera que marcharse. Pero era una tontería.

«No seas ridículo, Deering. No pensarás liarte con una empleada tuya».

Eso, asumiendo que Del estuviera interesada, claro. Que él supiera, nunca había salido con nadie del trabajo. De hecho, no recordaba que hubieran hablado nunca sobre su vida personal, de modo que no sabía si salía con alguien o no. Era soltera cuando la contrató y estaba casi seguro de que seguía siéndolo. Ningún marido aguantaría que trabajase tantas horas. Estaba con él más tiempo del que estaba en su casa.

Iba hacia su casa cuando la idea apareció en su cabeza.

¿Por qué no?

«Peggy te ha invitado», se recordó a sí mismo.

«Sí, pero no te ha invitado de verdad, sólo para quedar bien».

«No, Peggy es una persona que dice lo que siente».

«A los demás empleados no les gustaría.»

«¿Y tú cómo lo sabes? Te invitan siempre, pero no has ido nunca».

Muy bien. Iría aquella vez para ver por qué todo el mundo hablaba tanto de los cumpleaños que organizaba Peggy. Y porque era Del. Después de todo, era la segunda de a bordo y debía reconocer de algún modo el buen trabajo que hacía. Decidido, Sam se dirigió a la avenida Fairfax, donde sabía que estaba el pub O’Flaherty.

Mientras estaba parado en un semáforo, miró su reloj. Las nueve y cuarto. Llegaba muy tarde, pero era mejor. Así, sus empleados verían que sólo había pasado por allí un momento para felicitar a Del, no para estropearles la fiesta. Además, ya habrían terminado de cenar.

Aparcó frente al pub y acababa de entrar por la puerta cuando los vio. Los empleados de SPP ocupaban tres mesas.

No, un momento. Había una pelirroja muy delgada que no era empleada suya. Muy delgada por todas partes excepto por una, donde debía llevar implantes de silicona. Estaba al lado de Gerald Walker, un antiguo agente federal que trabajaba con Doug en el departamento de investigación.

Walker había sufrido un amargo divorcio diez años antes. Sam lo sabía porque una noche, poco después de montar la empresa, lo llamó para hacerle una consulta después de las horas de trabajo y el hombre llegó a su despacho con la peor resaca que había visto nunca.

—He visto a mi ex hoy por primera vez en varios años —le contó—. Tenía que elegir entre beber o liarme a puñetazos con la pared.