Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Loba negra

Antonia Scott – 2

Juan Gómez-Jurado

Para Babs,
porque la amo

Para Arturo, Javi y Rodrigo,
por lo que sea

Un abismo

Antonia Scott nunca se ha enfrentado a una decisión tan difícil.

Para otras personas, el dilema ante el que ella se encuentra podría ser algo insignificante.

No para Antonia. Diríamos que su mente es capaz de trabajar a muchos niveles de distancia en el futuro, pero la cabeza de Antonia no es una bola de cristal. Diríamos que es capaz de visualizar frente a ella decenas de unidades de información al mismo tiempo, pero la mente de Antonia no funciona como en esas películas donde ves un montón de letras sobre la cara del protagonista mientras éste piensa.

La mente de Antonia Scott es más bien como una jungla, una jungla llena de monos que saltan a toda velocidad de liana en liana llevando cosas. Muchos monos y muchas cosas, cruzándose en el aire y enseñándose los colmillos.

Hoy, los monos llevan cosas terribles, y Antonia siente miedo.

No es una sensación a la que Antonia esté acostumbrada en absoluto. Al fin y al cabo Antonia se ha visto en situaciones como:

– Una persecución a gran velocidad con lanchas motoras de noche en el Estrecho.

– Un túnel lleno de explosivos en el que una secuestradora apuntaba a un rehén particularmente valioso a la cabeza.

– Lo de Valencia.

Su astucia le salvó el día de las motoras (dejó que los de delante se estrellaran) y su conocimiento (de aves en inglés) en el túnel. Sobre lo de Valencia, se desconoce cómo salió con vida (la única) de aquella carnicería. Se ha negado siempre a contarlo. Pero salió. Y no sintió miedo.

No, Antonia no siente miedo de casi nada, salvo de sí misma. De la vida, quizá. Su pasatiempo es imaginar durante tres minutos al día cómo matarse, al fin y al cabo.

Son sus tres minutos.

Son sagrados.

Son lo que la mantiene cuerda.

Es, de hecho, la hora. Pero en lugar de estar sumida en la paz de su ritual, Antonia está sentada frente a un tablero de ajedrez. Las fichas, blancas y rojas, al estilo inglés. Un alfil de Antonia tiene a su alcance el jaque mate.

Rojas juegan y ganan.

Una decisión sencilla.

No para Antonia.

Porque al otro lado del tablero está Jorge, mirándola muy fijo, con los ojos entornados. A través de esas medias lunas verdes se intuye todo el desafío y mala baba que caben en un metro diez.

—Mueve de una vez, mamá —dice Jorge, dando un ligero puntapié bajo la mesa de mármol—. Me aburro.

Está mintiendo. Puede que Antonia no sepa qué hacer. Pero reconoce la mentira.

Jorge espera, ansioso, para saber si moverá el alfil y le ganará, para poder iniciar una rabieta por haber perdido. O, por el contrario, que Antonia mueva otra pieza, para poder iniciar una rabieta por haberle dejado ganar.

De la parálisis la arranca una interrupción. Sobre la mesa, el teléfono muestra una cara rubicunda. Muy pelirroja y muy vasca. La vibración del aparato agita las piezas, furiosas, en los escaques.

Jon sabe que está con Jorge. Su tercera visita desde que el juez consideró darle una segunda oportunidad, en contra de la opinión del abuelo del niño. Está a prueba. Jon no llamaría si no fuera importante.

Antonia se excusa con un leve encogimiento de hombros, y se pone de pie para contestar la llamada. Dando la espalda a la frustración de su hijo y a la asistenta social que no deja de tomar notas con cara inexpresiva en una esquina de la habitación.

Por poco que le guste escaparse con un subterfugio, Antonia ya ha decidido que ése era un juego al que no podía ganar.

Y eso le gusta aún menos.

PRIMERA PARTE
ANTONIA

Puedes hacerte amigo de un lobo.
Puedes romper al lobo.
Pero nadie puede domesticar a un lobo.

GEORGE R. R. MARTIN

Loba negra

1
Un cuerpo

A Jon Gutiérrez no le gustan los cadáveres en el río Manzanares.

No es una cuestión de estética. Este cadáver es muy desagradable (parece que lleva un tiempo en el agua), con la piel cerúlea repleta de manchas violáceas, las manos casi separadas de las muñecas. Pero no es cuestión de ponerse exquisitos.

La noche es particularmente oscura, y las farolas que iluminan el mundo de los vivos, a seis metros por encima de ellos, sólo sirven para hacer las sombras más densas. El viento arranca extraños murmullos de los carrizos, y los ochenta centímetros de agua están tirando a fresquitos. Al fin y al cabo, estamos en el Manzanares, son las once de la noche y febrero ya asoma su grisácea pata por debajo de la puerta.

Nada de todo esto molesta a Jon de los cadáveres en el Manzanares, porque está acostumbrado a las aguas gélidas (es de Bilbao), a los murmullos en la oscuridad (es gay) y a los cuerpos sin vida (es inspector de policía).

Lo que a Jon Gutiérrez le jode de los cadáveres del Manzanares es tener que sacarlos a pulso.

Si es que soy imbécil, piensa Jon. Esto es trabajo de novatos. Claro que estos tres madrileños tirillas no pueden ni con sus propias.

No es que Jon esté gordo. Pero media vida siendo el tipo más grande de la habitación va generando unos hábitos, quieras que no. El defecto de ayudar. Que se vuelve necesidad cuando ves a tres memos recién salidos de la academia hacer el pato entre los juncos, intentando sacar el cuerpo. Consiguiendo, casi, ahogarse a cambio.

Así que Jon se enfunda el traje de plástico blanco, se calza las botas de goma y se tira al agua con un mecagüenvuestraputamadre que deja las mejillas de los novatos color rojo bofetada.

El inspector Gutiérrez se acerca, a grandes zancadas, desplazando por igual el agua y a los polis primerizos, y llega hasta la isleta de vegetación donde ha embarrancado el cadáver. El cuerpo se ha enredado en unas raíces, y está sumergido en la corriente. Sólo asoman el rostro desvaído y uno de los brazos. Agitada por el río, parece que la víctima intente nadar para escapar al destino inevitable.

Jon se santigua mentalmente y hunde los brazos por debajo del cadáver. Está blando al tacto y la grasa subcutánea se menea bajo la piel como un globo relleno de pasta de dientes. El inspector jala. Con todas sus fuerzas de harrijasotzaile, de levantador de piedras. Hasta con trescientos kilos puede, en un día bueno. Afianza las piernas.

Se van a enterar estos novatos.

Sus enormes brazos se tensan, y ocurren dos cosas al mismo tiempo.

La segunda, que el cuerpo no se mueve ni un centímetro.

La primera, que el fondo arenoso del río se traga el pie derecho del inspector, que cae de culo en mitad de la corriente.

Jon no es un fulano con la lágrima fácil, de esos que se quejan sólo por vicio. Pero las risas de los novatos no las atenúan ni el ruido de la corriente, ni los murmullos del viento entre los carrizos, ni sus propias blasfemias. Así que Jon, con el agua hasta los hombros y el orgullo raspado, se permite un instante para eso tan humano de compadecerse de sí mismo y echarle las culpas de sus males a otro.

¿Dónde coño estás, Antonia?

2
Un cable

—Así no va a salir, inspector —dice una voz femenina junto a su oreja.

Jon se agarra del antebrazo de la doctora Aguado, que le ayuda a incorporarse. Las manos de los forenses le dan repelús, pero cuando tienes el culo hundido en el lecho arenoso te aferras a lo que te ofrecen.

—Creía que los cadáveres flotaban. Pero éste parece empeñado en hundirse.

Aguado sonríe. Rondará los cuarenta. Pestañas largas, maquillaje desvaído, piercing en la nariz, una pícara languidez en la mirada. Ahora con una chispa de alegría. Se ha echado novia, dicen las malas lenguas.

—El cuerpo humano es agua en más del sesenta por ciento. El agua no flota, así que primero se va al fondo. En las condiciones adecuadas de temperatura, las bacterias comienzan a descomponer el cuerpo en cuestión de horas. Estamos a cuatro grados, y el agua a unos seis, así que… más bien días. Los gases llenan el estómago e intestinos y pop. Arriba otra vez.

Aguado se arrodilla, sujeta con una mano el cuerpo e introduce la otra debajo, y va palpando.

—¿Quiere que la ayude, doctora?

—No se preocupe. Sólo necesito encontrar qué es lo que la está reteniendo.

Jon echa una mirada a la masa informe e hinchada. Flota bocabajo, semihundida, desnuda. El pelo, de un color indefinido, lo lleva muy corto. Jon se pregunta cómo narices ha sabido que era una mujer.

—¿Cómo narices ha sabido que era una mujer?

—Por muchos motivos, inspector —responde Aguado—. Por el ángulo clavicular, por la ausencia de protuberancia occipital, y porque, aunque usted no lo vea, ahora mismo estoy sosteniendo bajo el agua lo que, con total seguridad, es el pecho izquierdo de la víctima.

La forense se pone en pie y le pasa su linterna. Pequeña, pero potente. Jon la ayuda a orientarse mientras Aguado extrae unas tijeras redondeadas de la bolsa impermeable que lleva colgando del cuello. Vuelve a agacharse, y forcejea debajo del cadáver. De pronto, con un movimiento brusco, éste se libera y asciende por completo a la superficie.

—El asesino le ató un cable al muslo —dice Aguado, señalando una línea fina y hundida en la parte de atrás de la pierna—. Seguramente con un peso. Ayúdeme a darle la vuelta.

Ahora el cuerpo no pesa, y girarlo no les lleva más esfuerzo que pasar una página, la última. Los ojos han desaparecido, comidos por los peces. El rostro parece una máscara que quiso Carnavales y encontró fatalidad.

Antes de venirse a Madrid, cuando todavía pateaba las calles malas del botxo, Jon se creía más duro. En Otxarkoaga todo era ruido de cristales, nidos de manzanas que se acaban por pudrir. Allí, cuando veía un muerto, Jon no sentía una punzada de desánimo, ni un apretar de dientes, ni un qué te ha pasado, quién te ha hecho esto.

Allí se sentía funcionario.

Aquí se siente responsable.

Maldita Antonia.

Arrastrándolo por debajo de los hombros, Jon se abre paso entre los carrizos y lleva el cadáver hasta el terreno seco de la isleta.

—Sin causa de la muerte aún —dice Aguado, como hablando para sí misma. Hace una pausa, parece escuchar algo—. El nivel de adipocira es muy elevado. Al menos una semana sumergida, quizá más.

—En cristiano, doctora.

La forense señala los bultos y protuberancias bajo la piel azulada del cuerpo. El estómago, amorfo e hinchado, cuelga sobre el hueco del pubis hasta hacer desaparecer el vello.

—La adipocira se produce cuando un cadáver permanece sumergido en agua. Los microorganismos convierten la grasa subcutánea en jabón, para entendernos. Les diré más mañana, ahora tengo que ponerme a trabajar antes de que el contacto con el aire ponga en peligro las pruebas, inspector —dice Aguado, señalando la orilla.

Jon sabe cuándo lo echan. Hace un gesto, y los novatos se acercan a la isleta, provistos de una camilla y grandes plásticos transparentes. El cadáver está demasiado deteriorado como para meterlo en una bolsa estándar. El inspector les deja —ahora sí, ahora ya podrán— el trabajo sucio. Vadea a grandes zancadas de vuelta al murete que canaliza el río. En esa zona no hay escaleras ni modo habitual de subir, pero los policías han instalado una escala de cuerda, por la que Jon eleva sus ciento diez kilos de regreso al nivel de la calle.

Desierta, salvo por un hombre apoyado en un coche patrulla. Moreno, de entradas pronunciadas, bigote recortado fino y ojos de muñeca, que parecen más pintados que reales. Abrigo corto, color camel. Caro.

—Parece que refresca —dice Mentor, exhalando una bocanada.

El orgullo raspado de Jon cicatriza un poco. No hay nada que cure más la propia ignominia que ver a otro ser humano caer en una mayor. Y Mentor está vapeando.